El televisor. La caja mágica que crea dependencia, que entretiene, informa y se convierte en un miembro más de la familia; de la que se crean leyendas, se le cuida y se puede caer en una profunda depresión cuando se enferma o simplemente se rompe. Y aunque hoy no sea el centro principal y fundamental del entretenimiento doméstico, tal aparato, con su consiguiente cadena evolutiva y sus cada vez mayores prestaciones, es inseparable de la historia social y cultural de los últimos ochenta años.
Para los que nacimos en los años sesenta, sentarnos a ver la televisión era uno de los más importantes momentos de nuestra corta vida. En aquel entonces, quien tuviera en su casa un televisor era un privilegiado, y esa posición le otorgaba patente de corso en ciertos juegos, sobre todo los colectivos en los que se valoraban las habilidades personales a la hora de conformar equipos o seleccionar los miembros de una partida x.
En esos mismos años ―según las estadísticas publicadas en aquel entonces y que hoy acumulan toneladas de polvo— se contabilizaba, al menos, un televisor cada cincuenta viviendas, por lo que, apelando a matemática simple, en cada cuadra habría, aproximadamente, de tres a cuatro de estos efectos electrodomésticos.
No lo voy a ocultar. Mi familia entraba en esa privilegiada estadística. El nuestro era General Electric, y su pantalla no superaba las 17 pulgadas, que era el estándar más común de la época. Su diseño semejaba más un juguete que el emblema de estatus social y económico que pudo representar. Y lo más importante, era en blanco y negro.
Recuerdo que era obligado desconectarlo de la corriente una vez terminada la programación si estaba tronando, y no debía estar cerca de las esquinas o donde la luz le diera directamente en la pantalla, pues se decía que la luz solar dañaba su “tubo de pantalla” (el catódico). Otra condición de su uso familiar era que solo los padres podían encenderlo y, una vez “prendido” se debía esperar unos tres minutos a que “se calentara”. Y no se debía olvidar que, una vez apagado al terminar la programación, se le debía cubrir con un tapete de tela de sábana ribeteado con un tejido a crochet hecho por la abuela, en el que demostraba sus habilidades en un tema tan sofisticado como la costura y el tejido
La disciplina era un elemento fundamental, al menos en esos tiempos, para poder disfrutar de la programación televisiva. Cualquier falta, cometida lo mismo en la escuela que ante la autoridad paterna, o el regaño exagerado de algún vecino que fuera testigo de alguna bellaquería o un gesto que considerara ofensivo, podía costar la prohibición de ver el programa favorito, que en aquellos años se reducía en lo fundamental a los muñes de las cinco y las dos tandas de aventuras que se transmitían de siete a ocho de la noche. Pero el castigo tenía otras consecuencias, y era que se excluía al resto de la grey del barrio en cuya casa no había en ese entonces televisor. Pagaban justos por el pecador.
Eso sí, el día más importante para ver la tele era el domingo en la mañana.
La programación comenzaba a las nueve de la mañana con un corto del Oeste, o de pistoleros, como le llamábamos. Recuerdo sobre todo la serie de Bat Masterson y su tema de presentación, del cual logré aprenderme totalmente la parte en que se destacaba un solo de silbido.
Después tocaba el turno a La comedia silente, que narraba de forma única Armando Calderón, conocido como “el hombre de las mil voces”. Aquel programa, en el que una semana sí y otra no se repetían los mismos cortos que él anunciaba como estrenos; fue para muchos nuestra primera ventana al cine y, sobre todo, el descubrimiento de una figura que pasaría a formar parte de nuestras vidas: Charles Chaplin, al que él llamaba enfáticamente “el genial cómico de todos los tiempos”.
De Chaplin asumíamos en nuestros juegos el movimiento del bastón y el modo de andar.
Una cosa era el televisor y otra la televisión que conocí, y que alimentó a mi generación. Aquella televisión que era de palo, como decían algunas personas, tenía sus encantos. Uno de ellos, tal vez el que más nos convocaba, era la posibilidad de entrar a un estudio de esos donde se hacían los programas, que eran en vivo y en directo, sobre todo aquellos de máxima audiencia ―de alto rating― y que cubrían dos puntos fundamentales de la vida cotidiana: musicales y humorísticos.
Recuerdo exactamente la primera vez que entré al estudio del ICR, al que la gente decía CMQ, para asistir a la transmisión de un programa. Era un domingo y estábamos bajo un sol castigador. El programa en cuestión era Buenas Tardes, que se transmitía los domingos en el horario de doce a una y era el preferido de los jóvenes de entonces. Se debía estar en la entrada del estudio antes de las 11, pues se asistía al ensayo del programa.
Era tanta mi curiosidad por ver cómo se hacía la televisión que renuncié a mis programas favoritos de ese día. Pero fue grande mi decepción al saber que nadie en mi casa, ni en la de los que fuimos ese día, nos había visto por la televisión.
Me dolió no poder ufanarme de mis primeros cinco minutos de fama.
Después tuve otras experiencias. Esta vez en el estudio del FOCSA. Fue un miércoles y asistimos al programa Detrás de la fachada. No tuve mis minutos de fama, pero me permití darle la mano a Consuelito Vidal y estar en el camerino de Cepero Brito, y es que uno de sus sobrinos era parte de nuestra pandilla del barrio.
En mi memoria quedó plasmada toda aquella parafernalia: cosas, equipo y gentes que eran necesarias para hacer un programa de TV, un programa del que solo veías en pantalla a los locutores, a los actores o a los músicos, si ese era el caso.
Pasaron los años y la televisión creció técnicamente. Llegó la era del video tape y con ella una cantidad mayor de televisores en los barrios; también comenzó la era de la tv a colores, con la consecuente innovación cubiche de pintar la pantalla del equipo con rayas verticales de distintos colores; de utilizar un perchero como antena y la desaparición del popular 5/4, una válvula ―o bombillo— fundamental en el proceso de encendido y calentamiento del tubo de pantalla; que fuera sustituido por el fly back… hasta llegar a los televisores de pantalla plana, a las casas con más de un receptor y de más de una medida.
En ese crecer la vida me acercó a las interioridades del mundo creativo de la televisión. Escribí y fundé programas con el poeta Frank Abel Dopico, arriesgué ideas y me enrolé en aventuras creativas, algunas más estériles que otras; pero sobre todo tuve la suerte de conocer a personas talentosas y dedicadas a ese mundo mágico que es la televisión. También sufrí decepciones, alguna que otra deslealtad y abandono; pero eso forma parte del material humano.
El mío, el televisor de mis recuerdos, el que me conectó con un mundo de gran imaginación y me acercó por vez primera a determinadas formas de cultura ―de verdad y bien pensada— era una caja de color carmelita, con una pantalla minúscula que no excedía las 15 pulgadas y se llamó General Electric. Han pasado casi cincuenta años de esta historia y aún forma parte de las reliquias familiares, tanto él como aquel tapete que mi abuela creara para protegerlo del polvo.
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