Hombre sencillo y extraordinariamente sensible al maestro José Delarra (José Ramón de Lázaro Bencomo, San Antonio de los Baños, 26 de abril de 1938- La Habana, 26 de agosto de 2003), lo perdimos —de manera física— un cálido día del verano, hace 17 años, en los momentos más prolíferos de su carrera como pintor y escultor, y cuando todavía la sociedad a la que entregó lo mejor de su creación plástica le debía mucho.
Héroe Nacional del Trabajo, Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y miembro del Comité Nacional del Sindicato de la Cultura, entre otros méritos oficiales que ostentaba al fallecer, en los primeros años de la década de los años 60 del pasado siglo, el claustro de profesores de la Academia de Artes San Alejandro –donde se había graduado aún muy joven, con 20 años de edad– lo proclamó director (1967-1968), en el curso en que se celebró el aniversario 150 del prestigioso y más antiguo centro de su tipo en Hispanoamérica, y la segunda institución docente más antigua de Cuba, solo antecedida por la Universidad de La Habana.
Este artífice que se autodefinía como “el tipo equivocado, pues soy un político que se dedicó al arte, dedicó innumerables horas de insomnio a la fundación del Taller de Litografía, actualmente dedicado a todas las especialidades del grabado bajo el nombre de Taller Experimental de Gráfica de La Habana.
Impresionante hoja de servicios prestados al arte
Vale rememorar, en simple resumen, la impresionante hoja de servicios prestados por Delarra a la cultura cubana entre los años 1938 y 2003, como escultor, pintor, grabador y ceramista: 358 esculturas de pequeño formato en los más diversos materiales; 125 obras monumentales (20 de ellas emplazadas en México, Japón, Angola, España, Ecuador, Uruguay, entre otros países); mil 460 pinturas al óleo, tinta o acrílico; 72 grabados y 58 obras en cerámica artística; además de impartir alrededor de un centenar de conferencias magistrales en prestigiosas universidades e institutos de varios países de Latinoamérica, Europa y Asia.
Por ello, no puede definirse la obra de Delarra, en general, solamente trascendente por sus majestuosas esculturas diseminadas por casi toda la geografía nacional y en muchos otros países, labor que ha provocado que se le catalogue más como escultor, ejercicio que comenzó a practicar desde muy joven y que tras el triunfo de la Revolución acometió de manera extraordinaria al reflexionar en torno a una época en que el país estaba “huérfano de monumentos épicos. Los que habían sido emplazados en La Habana y en otros puntos de la isla fueron hechos por italianos, españoles o franceses –a excepción de dos o tres– y los escultores cubanos nada más podían hacer pequeños bustos. Ante nosotros teníamos la tarea inmensa y hermosa de comenzar la monumentaria cubana hecha por cubanos y, además, de formar a gentes jóvenes que iban surgiendo para que adquirieran todos los conocimientos que habíamos amasado durante tantos años en Cuba y en el exterior”, tal expresó a la colega Estrella Díaz en una de sus últimas entrevistas a la prensa cubana.
Un escultor que pinta
La producción pictórica de Delarra nunca declinó. “Me considero un escultor que pinto (…). El escultor es, generalmente, dibujante y tiene que ser un buen dibujante”, afirmaba; en tanto, puntualmente, dedicaba tiempo a la cerámica artística, de la que igualmente dejó profundas y valiosas huellas, prácticamente desconocidas.
Desde que por vez primera visité el pequeño estudio del maestro en su apartamento de Playa, hacia finales del año 2002 y luego en los primeros meses del 2003, donde permanecí durante varias horas admirando su modo de pintar, pude percatarme que sus iconografías no estaban fuertemente influenciadas por corriente alguna, al menos de manera consciente.
Delarra no pintaba “al estilo de”, como tampoco, con sus cuadros, copiaba a otro grande de la pintura cubana e internacional, con el “sano” interés de homenajearlo, ni establecía comprometedores contratos o servicios con galeristas o coleccionistas cuyos intereses estaban más signados por el comercio que por el arte puro; quizás, en ese aferrado entusiasmo por hacer prevalecer sus inquietudes estéticas, de forma libre y desprejuiciada, igualmente existe otra parte del precio moral que tuvo que pagar en vida, al ser prácticamente ignorada su producción plástica entre el sistema de galerías institucionales y promotoras del arte contemporáneo de la isla.
Prácticamente aislado del convulso y a veces tendencioso “mundillo” del arte cubano después de los 80 del pasado siglo, continuó su obra pictórica, en la que a mediado de los años 90 del pasado siglo, se hicieron recurrentes las historias recreadas en gallos, caballos y mujeres, a través de pictografías que desprendían un auténtico sentido de nacionalidad, de identificación con su cultura y con su idiosincrasia caribeña. Sus creaciones, admirables no solamente por la gracia y la soltura de los trazos, por el ritmo encantador de sus figuraciones, hurgaban en individuos, cosas y acontecimientos de la historia de Cuba, de la sociedad y el hombre, haciendo hincapié o realzando asuntos a los que muchas veces no se les prestan atención, tales como la virilidad y belleza de los gallos y los caballos, y su simbología en la formación de la nación y la cultura insular.
“El caballo está mezclado al sentimiento del mambí “
“Cuando pinto los caballos –unidos al paisaje urbano de La Habana Vieja, de los viejos palacios, de la Plaza de la Catedral, del Palacio del Marqués de Arco, del Conde de Jaruco–, pinto el caballo como saliendo, como en un sueño, en transparencia, como abandonando esos lugares. En ese momento el caballo no es el caballo, sino simboliza al criollo que nació y se formó en esos palacios, pero que sale en busca de la independencia. El caballo está mezclado al sentimiento del mambí y a nuestra nacionalidad”, había dicho en la extensa conversación que sostuvo con mi colega Estrella Díaz, a quien igualmente aseguró que “el gallo en el gallinero marca su territorio y entra ahí quien él quiere y quien no quiere no entra. Es como el sentido de propiedad; en este caso, el gallo no se presenta como el machismo o como la virilidad, sino como símbolo de dignidad de esto es mío y hago aquí lo que me parezca”.
Delarra puntualizó su estilo de dibujar caballos y gallos; singular, único, a pesar de que estas emblemáticas especies han sido fuente de inspiración para decenas de grandes artífices, durante los dos últimos siglos en la historia de la plástica cubana. Pero sus paradigmáticos animales domésticos, tan asociados también a la vida del campesino cubano, asumían roles casi siempre identificados con épicos sucesos, leyendas o narraciones que, en última instancia, constituían fértiles crónicas relacionadas con la independencia de la isla, con la identidad, con la cultura y con los valores más nobles del hombre insular.
Esa era otra “agravante” para quienes no conciben el buen arte vinculado a eventualidades políticas, como si la historia del arte universal no tuviera, entre sus más valiosos tesoros, el Guernica de Picasso, buena parte de la producción iconográfica de Rufino Tamayo, o la Capilla del Hombre, de Guayasamín, en la que también existe un busto realizado por Delarra.
El gran creador cubano sostuvo su creación con la más solemne dignidad ética. En su taller de La Habana Vieja se expandía un halo, un universo profundamente individual, impecablemente sólido ante los más exigentes preceptos del arte; al fin y al cabo, como otros grandes, en sus trabajos cuestionaba, pero con honestidad y cordura, sin disidencias o discursos hirientes, conceptos culturales y artísticos impuestos por la modernidad, con una pureza y un vigor excepcionales.
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