Hace 18 años, de forma repentina y en fecundos momentos de su valiosa trayectoria artística, nos abandonó para irse a la eternidad, un hombre sencillo y extraordinariamente sensible: el maestro José Delarra (José Ramón de Lázaro Bencomo, San Antonio de los Baños, 26 de abril de 1938- La Habana, 26 de agosto de 2003), quien legó a la cultura cubana incalculables creaciones escultóricas, pictóricas y cerámicas.
Casi siempre se pondera la obra tridimensional de Delarra, sobre todo su producción monumentaria de la que son testigos algunas de las principales plazas de varias provincias, entre estas el Complejo erigido en memoria al Guerrillero Heroico en Santa Clara; sin embargo, no puede definirse su trabajo en las artes visuales, en general, solamente trascendente por sus majestuosas esculturas, ejercicio que comenzó a practicar desde muy joven y que tras el triunfo de la Revolución acometió de manera extraordinaria al reflexionar en torno a una época en que el país estaba “huérfano de monumentos épicos”, tal había expresado.
Él mismo se consideraba “un escultor que pinto (…). El escultor es, generalmente, dibujante y tiene que ser un buen dibujante”, afirmaba; en tanto, puntualmente, dedicaba tiempo a la cerámica artística, de la que igualmente dejó profundas y valiosas huellas, prácticamente desconocidas.
El prolífico artífice Héroe Nacional del Trabajo de la República de Cuba no pintaba “al estilo de”, como tampoco, con sus cuadros, copiaba a otro grande de la pintura cubana e internacional, con el “sano” interés de homenajearlo, ni establecía comprometedores contratos o servicios con galeristas o coleccionistas cuyos intereses estaban más signados por el comercio que por el arte puro.
Prácticamente aislado del convulso y a veces tendencioso “mundillo” del arte cubano después de los 80 del pasado siglo, Delarra continuó su obra pictórica, en la que a mediados de los años 90 del pasado siglo se hicieron recurrentes las historias recreadas en gallos, caballos y mujeres, a través de pictografías que desprendían un auténtico sentido de nacionalidad, de identificación con su cultura y con su idiosincrasia caribeña.
Sus creaciones, admirables no solamente por la gracia y la soltura de los trazos, por el ritmo encantador de sus figuraciones, hurgaban en individuos, cosas y acontecimientos de la historia de Cuba, de la sociedad y el hombre, haciendo hincapié o realzando asuntos a los que muchas veces no se les prestan atención, tales como la virilidad y belleza de los gallos y los caballos, y su simbología en la formación de la nación y la cultura insular.
Delarra había afirmado, en reiteradas ocasiones, que se consideraba por encima de todo, un escultor. Para él, “la pintura es la maravilla, la poesía del color y cada pintor tiene su color”. En sus creaciones no escultóricas antepone las emociones y los sentimientos sobre las formas, las líneas, las manchas, con el fin de que el observador experimente un impacto fundamentalmente emotivo ante sus obras. En tales intenciones, evidentemente expresionistas, mucho influyeron sus cotidianos ejercicios como copista en el emblemático Museo del Prado, de Madrid.
Sus trabajos pictóricos, como sus esculturas, son vigorosos estudios de luces, de texturas. Muchas de sus tintas sobre cartulina provocan éxtasis ante la magistral superposición de aguadas, transparencias, huellas; insinuaciones que por momentos hacen guiños al arte abstracto, pero evitándolo, para erigirse más bien en estudios del gesto, en proposiciones plásticas que atrapan y buscan dirigir el ojo, para establecer una forma de mirar, de entender, de disfrutar de su arte.
Son dibujos, pinturas y grabados generalmente fluidos, y construidos mediante un discurso del que también emana una extraña musicalidad que armoniza nuestras sensaciones. Las pinturas y dibujos de Delarra, cual fino entretejido de gradaciones con leves o fuertes capas de color, o superposiciones, amén de las texturas por medio de veladuras, son como oleadas de color que deleitan y provocan reflexión.
Se ha hablado, aunque insuficientemente por parte de la crítica especializada, de la creación escultórica, pictórica y cerámica de este gran maestro; de quien asimismo se conoce muy poco sobre su impronta en los medios de prensa escritos a través de la ilustración, género en el que trasciende el genio creativo de un excelente dibujante, cuya expresión gráfica en apoyatura o complemento de disimiles informaciones, comentarios, artículos y otros géneros periodísticos contribuyó a transmitir mensajes de forma precisa, amena e innovadora.
Órganos nacionales de prensa como Granma, Juventud Rebelde, Verde Olivo y Bohemia, entre otros, así como las portadas de varias ediciones del Instituto Cubano del Libro, contaron con representaciones gráficas de este artífice que mediante trazos y manchas de tinta negra sobre cartulina o papel blancos, igualmente se destacó en el servicio periodístico con su participación gráfica en disímiles contenidos, entre los que sobresalen los relacionados con las conmemoraciones nacionales. Asimismo varios libros y revistas impresas, mediante policromías, engalanaron sus portadas con sus ilustraciones a todo color. Entre estos trabajos se recuerdan sus dibujos sobre el Héroe Nacional de Cuba José Martí, figura emblemática en su creación plástica y en su vida de revolucionario ejemplar.
De tal modo, durante buena parte de la segunda mitad del pasado siglo, después del triunfo de la Revolución Delarra, ente activo en el proceso de transformaciones culturales, políticas, económicas y sociales que se experimentaron en Cuba a partir de ese momento, en tanto forjaba un valioso legado escultórico —entre el que sobresale su monumentaria épica e histórica— y pictórico marcaba su paso por las artes visuales también a través de la ilustración.
No por casualidad, este valioso artífice fue seleccionado en 1967 por el claustro de profesores de la prestigiosa Academia de Artes San Alejandro –donde se había graduado aún muy joven, con 21 años de edad– como director de ese centro, cargo que ocupó hasta 1968, amén de su extensa labor comunitaria en beneficio de la espiritualidad de los cubanos a través de las artes plásticas.
Asimismo, vale rememorar, en simple resumen, la impresionante hoja de servicios prestados por Delarra a la cultura cubana en los años de 1949 a 2003, como escultor, pintor, grabador, ilustrador y ceramista: 358 esculturas de pequeño formato en los más diversos materiales; 125 obras monumentales (20 de ellas emplazadas en México, Japón, Angola, España, Ecuador, Uruguay, entre otros países); mil 460 pinturas al óleo, tinta o acrílico; 72 grabados y 58 obras en cerámica artística; además de impartir alrededor de un centenar de conferencias magistrales en prestigiosas universidades e institutos de varios países de Latinoamérica, Europa y Asia.
Por ello, no puede definirse su obra, en general, solamente trascendente por sus majestuosas esculturas diseminadas por casi toda la geografía nacional y en muchos otros países, labor que ha provocado que se le catalogue más como escultor, ejercicio que comenzó a practicar desde muy joven y que tras el triunfo de la Revolución acometió de manera extraordinaria al reflexionar en torno a una época en que el país estaba “huérfano de monumentos épicos”. Los que habían sido emplazados en La Habana y en otros puntos de la Isla fueron hechos por italianos, españoles o franceses –a excepción de dos o tres– y los escultores cubanos nada más podían hacer pequeños bustos. Ante nosotros teníamos la tarea inmensa y hermosa de comenzar la monumentaria cubana hecha por cubanos y, además, de formar a gentes jóvenes que iban surgiendo para que adquirieran todos los conocimientos que habíamos amasado durante tantos años en Cuba y en el exterior”, tal expresó a la colega Estrella Díaz en una de sus últimas entrevistas a la prensa cubana.
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