Del pasado cubano: un abrazo entre enemigos


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Del pasado cubano: un abrazo entre enemigos

Ha tenido que transcurrir siglo y medio para que se den la mano los contendientes.

Pero helos ahí, en medio de animada recepción, disfrutando de un trago e intercambiando chistes.

Claro está: han transcurrido ciento cincuenta años y, quienes ahora charlan con animación, no son los originales enemigos, sino sus descendientes. De todas maneras, se ha producido el milagro. Y con quince décadas de dilación, chocan copas las estirpes que antes combatieron en bandos opuestos.

La escena ocurre a principios del pasado siglo y el escenario de la recepción es una casa construida en 1905 por el arquitecto Francisco Ramírez Ovando. Residencia de una adinerada familia, es un precioso  inmueble viejohabanero de dos pisos que los peritos clasifican en el estilo corintio del Renacimiento, con detalles franceses, eclecticismo que ya hace amagos del que se enseñoreará en El Vedado. (Tiempo después albergaría a la Secretaría de Estado, y hoy es sede del Museo de la Música).

El anfitrión es el colono azucarero Ernesto Pérez de la Riva, cuyos hijos, Juan y Francisco, marcarían hitos en la historiografía cubana.

Y el visitante inglés al cual se homenajea es nada menos que Lord Albemarle.

Los antecedentes

San Cristóbal de La Habana, en 1762, es para la época una ciudad apreciable, con sus diez conventos, su universidad, seis iglesias, cuatro ermitas, un oratorio, dos colegios, un hospital, un hospicio y otras 25 construcciones de importancia. Cuenta con su privilegiada situación geográfica, que le ha valido para ser conocida como Llave del Nuevo Mundo, Antemural de Indias, Ciudad de las Flotas, Margarita de los Mares.

En el verano de aquel año se presenta ante el litoral habanero una imponente fuerza expedicionaria inglesa. De nada ha valido el aviso de Juan Martín de Arana quien, en sus trajines de contrabandista, ha detectado los preparativos bélicos de los ingleses, que hace saber al gobernador Prado Portocarrero —inepto y cobarde—,  a quien solo se le ocurre amenazarlo por su andanzas indebidas. Finalmente, Prado entregaría la plaza en manos del enemigo.

El 7 de junio desembarcan en Cojímar los casaquirrojos de George III. Durante los dos siguientes días se esparcen por Guanabacoa, Regla y las inmediaciones de La Cabaña. El día 12 los invasores lanzan contra la ciudad y sus fortalezas 109 bombas artilleras, a las cuales seguirían 20 mil durante los dos meses de sitio.

Es historia harto conocida: en El Morro Don Luis de Velasco anima a sus hombres con la más elocuente de las arengas: la de su ejemplo personal. Lo mismo pone el pecho ante las balas enemigas que el hombro para colocar en una cureña improvisada una pieza artillera desmontada por el fuego enemigo.

Hasta hoy, las inmediaciones de El Morro están sembradas de huesos de invasores: la exigua guarnición le hace a los ingleses unos dos mil quinientos muertos.

Y en las filas inglesas —incluido su jefe, Lord Albemarle—  comienzan a hablar con admiración de quien, en su mal español, llaman “el señor Don Velasque”.

Y Lord Albemarle le dirige una carta rebosante de admirado respeto:

“Muy señor mío: Tan doloroso me será no tomar la fortaleza que tan heroicamente Vuestra Señoría defiende, como el que su esforzado espíritu le exponga a perder la vida en ello. El esperanzarse Vuestra Señoría en que con tan solo setecientos u ochocientos hombres ha de estorbar el irremediable avance, es un sentimiento que solo se concede a los hombres de la naturaleza de Vuestra Señoría, a quien doy espíritu como para cien. El aspirar con la muerte a más distinguidos aplausos es usurparle a su soberano de un tan ilustre capitán, y a mí de la complacencia de conocerlo. Conózcame usted y hallará verificado cuanto llevo expuesto. Espero darle mañana un abrazo. Dicte Vuestra Señoría en las capitulaciones todos los artículos que le sugiera el honor que le corresponde a su persona y a la de su guarnición”.

Ese mismo día, el inglés recibe contestación de Don Luis:

“Muy señor mío: Doy puntual respuesta a la que Vuestra Excelencia se sirvió dirigirme esta mañana, y, empezando a satisfacer su contenido, comienzo por donde Vuestra Excelencia acaba: los tratados de capitulaciones que me manda formar, con las ventajas que me produzca el honor, es uno de los muchos brillantes rasgos que Vuestra Excelencia dispensa a sus casi prisioneros, manifestando su excelente bizarría. Yo no aspiro a inmortalizar mi nombre. Solo deseo derramar el postrer aliento en defensa de mi soberano, no teniendo pequeña parte en este estímulo la honra de la nación y el amor a la patria”.

Poco después, una mina estalla bajo la fortaleza. Por el boquete entran los invasores. El Marqués González cae muerto. Don Luis de Velasco se desploma, con una cuchillada y un tiro al lado del corazón. Poco después, cae el castillo.

Albemarle declara que le perdona la vida a la guarnición gracias a su valiente capitán, que si fuera por el gobernador —alejado en San Isidro, a salvo de los fuegos—  los pasaba por las armas.

Y pasó el tiempo…

Transcurrió siglo y medio. Y mientras se desarrolla la soirée, en la residencia de Aguiar y Habana, Ernesto Pérez de la Riva, descendiente de Don Luis de Velasco, y el hombre que entonces muestra el título de Albemarle, se saludan efusivamente.

Se produce el abrazo que la muerte impidió generaciones atrás. Quien sabe si entonces los huesos de Lord Albemarle, en la remota Inglaterra, y los de Don Luis, en el cercano convento de San Francisco, se estremecieron ante tal espectáculo.


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