Cuenta la tradición yoruba, que antes de crear la Tierra Olofin le dio poderes a todos los orishas y a cada uno su ashé. Les otorgó la virtud del poder astral, consistente en una irradiación que, enviada a la Tierra, se posesionaba del cuerpo y la mente del protegido por el Orisha.
Cada una de las personas que recibía esa radiación dejaba de ser como había sido momentos antes y se trasformaba de inmediato. Hablaban en un lenguaje que no era el suyo y decían cosas de las que no se acordaban cuando volvían en sí. Podía darse el caso de una persona entrada en años y de débil complexión física que, al ser poseída por el Orisha, se contorneara y levantara a otra por los aires, y hasta bailara con ella sobre sus espaldas, o que arremetiera su cabeza contra una pared, se bebiera una botella de oti (aguardiente de caña) sin emborracharse, se fumara un tabaco sin nunca antes haberlo hecho, o pasara sus pies descalzos sobre una llama encendida. Una vez terminado este proceso, volvía a la normalidad e ignoraba todo lo que había pasado.
Con el tiempo, los seres con esa facultad de posesión se consideraron los más importantes de la Tierra. Promovieron el descontento con sus desaciertos, irritaciones y desconfianza. Nadie creía en nadie más que en su verdad y en su deidad. Se emprendió la guerra de los secretos, a pesar de que casi todo se sabía.
Enterado de esas crisis de valores y de esas guerras por los espacios vitales, Olofin no vaciló un instante en mandar a buscar a Eleguá, el dueño de los caminos:
“Eleguá, quiero que vayas a la Tierra, la inspecciones y me digas lo que veas. Esa gente que allí vive no acaba de comprender que la vida no es más que una danza que solo se baila una vez.”
Eleguá partió a cumplir su misión. Después de contemplar el paisaje, se dirigió a un individuo que decía ser sabio. Le preguntó la causa de tantas angustias y desesperanzas:
“Soy hijo de Osain, Oguenegui Agualdo Kumi-Kumi. Él me da todos los conocimientos que necesito y por eso soy el más sabio de todos.”
Eleguá quedó perplejo. No podía comprender que un Orisha como Osain, tuerto del ojo izquierdo, manco del brazo derecho, sin el pie izquierdo, con una oreja grande por la que no oye y una chiquita con la que escucha todo lo que ocurre en el mundo, pudiera tener un hijo que se considerara el más sabio de todos los seres que habitan en la Tierra.
A Elegbara no le agradó ni su arrogancia ni su petulancia, y le dijo que el jefe de los orishas no aceptaría su comportamiento.
Despojado de toda prudencia, el hijo de Osain del monte le respondió que a él no lo destronaba nadie, y que para él Olofin no era sino un akuko sin adie (gallo sin gallina).
Esu Eleguá, portador de los buenos y los malos mensajes de Olofin, no se dejó provocar y decidió seguir haciendo otras averiguaciones. Pero las respuestas siempre fueron adversas.
Entonces, irritado, fue a ver a Olofin: “Babá, esa gente no tiene salvación, son la descomposición de la Tierra. El bien lo pagan con el mal y la verdad con la mentira.”
Olofin escuchó atentamente el relato. Después decidió enviar a los orishas para que hablaran con sus protegidos y modificaran sus conductas.
Al primero que mandó fue a Obatalá. Cuando terminó de contarle lo que ocurría en aquel mundo, le dijo: “Obatalá, la enfermedad puede ser curada; la muerte, no. Ve y salva a esa gente.”
Pero Obatalá fracasó. Olofin fue enviando a la Tierra a cada uno de sus orishas; todos fallaban. No le quedó más que uno por enviar, y ese fue Orunmila. Él conocía todos los secretos del hombre y podía predecir lo que podría ocurrir.
“Te he mandado a buscar —le dijo Olofin a Orula— porque ya he enviado a la Tierra a todos los orishas para que arreglen el mundo, pero no hay solución. Si encuentras dos seres que vivan en armonía, ten la seguridad que uno de los dos es bueno. Para que haya mundo tiene que haber de todo: malos y buenos.
“¿Y qué tiempo necesitarías para arreglar el mundo?” preguntó Olofin.
“Todo el necesario, pero le aseguro que mientras no lo pueda arreglar, no bajaré a la cabeza de nadie.”
Cuando Orula llegó a la Tierra, las mujeres no parían. Le preguntaron cómo se llamaba y respondió: “Oyekún Di.”
“¿Cuál es su oficio?”
“Mi oficio es hablar.”
“Si su oficio es hablar, hable.”
Y Orula habló, después de recibir su pago:
“Ustedes viven por vivir, comen por comer, duermen por dormir. Si quieren mejorar tienen que hacer ebbó (sacrificios).”
Y así fue que las mujeres comenzaron a parir y los babalawos a aprender, pero el mundo no se arreglaba. Por eso Orunmila decidió quedarse aquí en la Tierra y enseñar, aunque sin bajar a la cabeza de nadie.
En la religión de los orishas, Orula no se corona.
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