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De la africanía en Cuba. Ogbe Tua


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La envidia, mala consejera, acompañada por el venenoso rencor, se había apoderado de las entrañas de los hijos de Ogún y de Eleguá: ya tenían calculado un perverso plan.

Había una vez en que Obatalá tenía una gran hacienda. En ella trabajaban tres esclavos: uno era hijo de Shangó, otro de Ogún y el tercero de Eleguá.  Allí solo se vivía para trabajar sin estímulos para la vida. El vivo vivía del bobo y el bobo del cuento que le hacían.

Un día los hijos de Ogún y Eleguá, que deseaban vivir mejor, decidieron abandonar aquella tierra donde todo se hacía con dolor. Antes de partir, se empeñaron en persuadir al hijo de Kabiosile para que los acompañara en su aventura.

Ogbetuanilara, que por mandato de los dioses no debía discutir con nadie, sereno y seguro le respondió: “El hijo de un guerrero no abandona a su padre, aunque le sirva de  esclavo”.

Pero eran tiempos de incertidumbres y de dudar de todo. El hijo de Shangó, que le rezaba todos los días a las seis de la tarde a sus orishas, decidió consultar su Ifá. Este le recomendó quedarse y continuar trabajando para Obatalá, el dueño de las cabezas y de la hacienda.

Así las cosas, los hijos de Ogún y de Eleguá emigraron. Luego de pasar mil y una noches con la esperanza de sus sueños frustrados, un día retornaron a la hacienda de Obatalá, donde Ogbetuanilara era ya el secretario del rey y tesorero de Olofin.

No creían lo que veían. El hijo de Shangó, su viejo cófrade de nacimiento, había cambiado completamente. Debido a su constante labor y aprendizaje, su tenacidad y paciencia obatalica, había alcanzado un estatus inesperado en aquella tierra que, según se decía, estaba condenada a pudrirse por los pecados de la humanidad.

Colmados de hipocresía y cinismo, un día los nuevos recién llegados decidieron hacerle una visita a su antiguo compañero para, además de felicitarlo por los progresos alcanzados, solicitarle trabajo pues ya valía la pena trabajar. Pero en el fondo sus objetivos eran otros.

El hijo de Shangó los recibió con agrado. Como despreciaba el dinero, le entregó una buena cantidad a cada uno.

Pero el diablo no duerme. La envidia, mala consejera, acompañada por el venenoso rencor, se había apoderado de las entrañas de los hijos de Ogún y de Eleguá: ya tenían calculado un perverso plan.

Una vez comenzada su nueva labor en uno de los parajes más privilegiados y extravagantes de la hacienda —allí se criaba el ganado para la carne y la leche destinada a los niños y ancianos de la aldea—, Yanyake y Mutemba (así se llamaban aquellos siniestros personajes) comenzaron a poner en práctica sus propósitos: aprovechar la noche para matar vacas y terneros y vender la carne clandestinamente a los nuevos emprendedores. Una vez consumados, procedían a enterrar los restos en la parte más pantanosa del rio.

Un día el hijo de Shangó, que ya interpretaba el oráculo de Ifá, se registra; es así que conoce de enemigos que por envidia y rencor lo perjudicaban y que tenía que hacer ebbó. Consistía en huesos de res y demás ingredientes. Luego debía enterrarlos en la orilla de rio.

Hacía rato el secretario de Obatalá y administrador de la hacienda había notado la falta de reses. Estaba preocupado, él que no podía preocuparse por nada.

Después de hacer ebbó, fue a llevarlo al pantano a un costado del río. Al tratar de enterrar lo que llevaba, se hundió hasta la cadera. Sintiendo que algo duro le molestaba, descubrió una cabeza de res que le hincaba el pie. Al dar dos pasos hacia adelante experimentó lo mismo. Y así, paso a paso, fue descubriendo un cementerio de huesos de reses.

Sin perder la cordura Ogbetuanilara se puso en guardia. Fue una noche de domingo, día de suerte, cuando Ogbe Tua descubrió en qué consistía el proceso del crimen.

Llegado el día de rendir cuenta por el inventario de reses, Obatalá se percató de que faltaban algunas.

Entonces el secretario habló: “Estás en lo cierto, Baba. No están todas las reses que debían estar. Con mis propios ojos comprobé cómo las mataban, se las comían y las enterraban.”

“¿Quiénes fueron esos osados?” preguntó irritado Obatalá.

Al conocer los nombres de los que habían cometido semejante crimen, Obatalá los condenó a pagar con su vida el crimen. Así los hijos de Ogún y Eleguá fueron aborrecidos  por toda la población de Cucaramaka.

Ogbe Tua es un odun de riquezas y desenvolvimiento.


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