Había una vez un río de aguas profundas, limpias y cristalinas que había nacido y crecido antes de tiempo, pero era tan presumido y arrogante que se creía famoso por lo sentenciado por Heráclito y más.
Odo, que era como se llamaba aquel río, en una ocasión escuchó una discusión acerca de lo dicho por el célebre filósofo. Unos decían que dijo: “nadie se baña dos veces en las aguas del mismo río”, otros alegaban que había dicho “no se puede bañar uno dos veces en el mismo río”.
- Ja, ja, ja -, se rió el río. - No sé lo que habrá dicho el presocrático Heráclito. Yo solo sé que soy el mejor de los mejores porque las mejores plantas crecen a mis orillas, los mejores peces nacen en mis aguas y mi fondo es de arena fina-.
El viento, al pasar y escuchar la expresión del río jactancioso le dijo: - Eso no basta querido amigo-.
- Pues si eso no basta sepan además que soy el espejo de Olorun, Oshupa e Irawó (el sol, la luna y las estrellas) y hasta el propio mar me recibe con placer por endulzar sus aguas saladas-.
Resultó que cuando en la tierra Iyebú, lugar donde había nacido y crecido Odo, le fueron a dar el poder a los sabios, en sus arenas vieron escrito Iroso Tunialara y le dijeron: “La ingratitud es la hija de la soberbia”. Odo no escuchó el consejo.
Pasó el tiempo y con él la primavera y con la primavera llegaron las lluvias. Las aguas de aquel río comenzaron a enturbiarse, el fango de su fondo a revolverse. Con tanto oyuro (lluvia) que caía, las aguas crecían y se salían de su cauce.
Odo, como era soberbio y vanidoso, no se acordó de lo que los viejos le dijeron cuando creció y le vieron Iroso Tunialara y en lugar de ir a ver al mayor de los sabios se concentró en ver lo que sucedía. Fue entonces cuando vio un arroyo crecido por las lluvias entrando en un entronque y llevando con él aguas amarillentas y revueltas colmadas de hojas secas y racimos de ramas viejas.
Odo se le enfrentó al arroyo y le dijo: - Ni tú, ni ninguno de tus familiares están autorizados para traerme sus aguas sucias y apestosas, vienen a perturbarme y a robarme mi dicha; váyanse lejos de mí, a las ciénagas y a los pantanos-.
El arroyo que era omo (hijo) de Oshun Iyumo sintiéndose ofendido y mal tratado por la soberbia de aquel ibú fue a darle las quejas a su iyare, quien decidió ordenarles a sus otros hijos correr por otros lugares. Los manantiales que eran abbure (hermanos) de los arroyos y que también se sintieron ofendidos por Oba Odo también decidieron coger por otro camino.
Pronto en los cauces secos del río se vieron charcos de aguas sucias y mosquitos y contaminados montones de hojas podridas, las plantas y los peces se fueron secando ya el ibú no tenía qué comer. Los pájaros que vivían sobre sus aguas se fueron huyendo.
Oba Odo se puso flaco, le faltaba la respiración y sentía mucho frío. Ya había cosas que antes hacía y ahora no podía hacer.
Un día Olokun, a quien unos consideran hombre y otros mujer, pero sin dudas la deidad del mar y del océano donde se encuentra atada por siete cadenas se preguntó: ¿Qué se habrá hecho de Oba Odo aquel río que me traía sus dulces aguas todo el tiempo?
Olokun fue a ver a Orunmila y allí se encontró con Oshun Iyumo quien le dijo: -Olokun, a Oba Odo lo perdió la soberbia y su ingratitud porque no se acordó que cuando nació era Iroso Tunialara.
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