Dame un traguito ahí… rey del mundo


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Esta nota la debía hace años. Todo comenzó una vez terminada la lectura del libro de Fernando de Campoamor titulado “El hijo alegre de la caña de azúcar” y de conocer la relación, prefiero llamarle interioridades, de tan sublime personaje con algunos miembros de mi familia. Y como cierre haber vivido la experiencia de investigar hasta donde fuera posible la historia de don Emilio Bacardí y Moreau. También es una oda a mi mismo. No lo niego soy parte de quienes no rechazan un buen trago de ron.

Mi primer contacto, o debía decir encuentro cercano de primer tipo, con las bebidas alcohólicas ocurrió en fecha tan temprana como los diez años. Fue un domingo en una de aquellas reuniones familiares en las que coincidía con casi todos mis primos. Decidimos hacerle una maldad a mi abuelo que se sentaba en su sillón preferido antes del almuerzo a beber un brebaje que nos ponia los pelos de punta al olerlo. Se lo servía en una media mitad de cáscara de coco envejecida y que soportaba con un jarro de aluminio esmaltado adornado con flores. Tomaba pequeños sorbos y en ocasiones dormitaba a la espera del grito de guerra de mi abuela que anunciaba que debíamos sentarnos todos a la mesa.

Ocurre que, en una de sus pausas, mientras una de mis primas le entretenía este servidor y otro pariente le hurtamos sigilosamente su recipiente y curiosos –lo mismo que el gato que murió por tratar de imitar a Sherlock Holmes— tratamos de conocer el sabor de aquella su bebida dominical. Aun, casi medio siglo después, recuerdo la cara de mi abuela al contar las muecas y maromas que hice una vez que probé aquello. Como elemento adicional la jícara, así se llamaba el recipiente, rodó a sus pies.

Mi abuelo solía beber uno o dos tragos de aguardiente los domingos antes del almuerzo. Había adquirido la costumbre de sus antepasados y se orgullecía de la marca que lograba satisfacer su placer: Pinilla; aunque extrañaba el que se nombraba Jacinto Rodríguez y que era la clave para anunciar un castigo.

La jícara, que le había acompañado por años, se quebró en dos mitades casi perfectas después que hube de lanzarla contra el piso. Su reacción, propia de un abuelo, se limitó a servirse otro trago en el jarro de aluminio y guardar los restos de su jícara en una esquina del mueble de la cocina.

Mi abuela, lo mismo que mi madre y mis tías, era amante del aguardiente marca Casalla, que era menos fuerte y se aderezaba con anís. Ellas bebían en pequeños vasos mientras preparaban la comida o simplemente conversaban sobre la vida o contaban nuestras “buenas nuevas” cotidianas.

En aquellas reuniones mis tíos bebían cerveza o se preparaban “jaibol”; que no era más que mezclar ron con azúcar, limón y hielo. El aguardiente era sagrado, solo disponible para mi abuelo que lo guardaba con celo y bajo llave en su lado del escaparate.

Pasaron los años y un buen día probé nuevamente una bebida alcohólica. Se trataba de licor de menta. Fue un sábado en la noche en una de aquellas fiestas que hacíamos lo mismo en casa de mi tía Xiomara Tolón o en otra casa. Existía la costumbre de que se brindara “ponche de fruta” a los adolescentes en las fiestas de quince o en cumpleaños significativos; pero esa noche decidí romper la norma y beber un trago de menta; y después un segundo hasta llegar a perder la cuenta.

Estaba eufórico, alegre, divertido, hasta que llegó la hora de dormir. Fue la primera vez que tuve esa extraña sensación de tratar de evitar que el techo de la casa me golpeara en la cara. Recuerdo que estiraba mis manos para tarar de evitar que se acercara y no lograba frenar su acercamiento mientras mi cabeza daba vueltas, el mundo giraba en cualquier dirección. Temí por mi vida por vez primera. Recién había cumplido los quince años. Pero, como siempre ocurre, logre sobrevivir a mi primera borrachera, o nota o curda. El regreso al mundo real, la mañana siguiente fue doloroso, agobiante y me juré nunca más poner en mis labios un trago cualquier bebida que no fuera refresco, limonada o agua.

Mentira. Me mentí alevosamente. No sé en que momento estaba probando rones de diversos tipos, calidades y marcas; y no olvidemos el aguardiente Coronilla, el más popular y famoso de los años setenta y ochenta. Amaba su “tufo”, ese que tratábamos de modificar agregando agua y limón.

Fue afortunado. Bebí Matusalén añejo extra, Caney dorado y blanco o extra fino. Rones baratos como el Bocoy, el Ronda –al que un vecino llamaba Agustín Lara—o el Decano; hasta llegar a conocer el Santa Cruz.

Pero la sensación de mi cultura alcohólica prístina fueron descubrir los rones Paticruzado y la Guayabita del Pinar. El segundo fue fruto de las escuelas al campo que viví en Pinar del Río; esperaba ese momento como novio que va a su primera noche de sexo; y esa sensación era común a muchos en el campamento. Lo bebíamos a escondida de profesores y nos arriesgábamos a exhibirlo camuflado en latas de leche o en botellas de “jugos de manzana búlgaros”; la misma que después conocimos como “sábado corto”. El ingenio nacional siempre a prueba; convirtió aquel envase en un fetiche del que no hemos podido deshacernos.

El Paticruzado fue el ron de mi bautizo en el mundo de la cultura a fines de los años ochenta. Era el que más se vendía en el Hurón Azul de la UNEAC y de acuerdo a la cantidad que se pedía se clasificaba en “una bota” si era toda la botella, o “media bota”. La frase se dice que fue obra del actor Pedro Vasco, más conocido por Bolondrón; que con una mímica anunciaba al cantinero el pedido. Gracias a él conocí a importantes figuras de la cultura nacional.

Pasaron los años y descubrí el encanto de los bares, primero los cercanos a mi casa y en los que comencé a sentar cátedra con el resto de los amiguitos de la infancia y me convertí en “parroquiano”, que es la clasificación que antecede a “habitual”; que no es más que aquel que una vez que llega al bar ya el cantinero sabe que ha de servirle y cuantas rondas pedirá.

El mundo de los bares es lo más cercano a una consulta de siquiatría o de sicología y el barman, o cantinero, es el experto que nos escucha, aconseja y hasta cura nuestros males. Ese mundo también tiene su lenguaje muy particular. Propio. Metalenguaje diría un filólogo que nunca ha pisado un bar y el día que asiste por vez primera sufre por no poder establecer una comunicación adecuada.

El trago sencillo, según definiera mi amigo el Dr. Felo el Puya, se denomina “cortijo y su combo” cuando se acompaña con hielo y refresco –un homenaje a la orquesta puertorriqueña de igual nombre--; el que se sirve doble se llama, indistintamente, doblete, tubey o “pareja de bueyes”; en dependencia del bar y la confianza que se tiene con el cantinero.

Para los que siguen bebiendo, después del primer trago, el servicio se relaja y se entra en la categoría del “…lo que tu sabes…”.

Beber tiene sus implicaciones en beneficio de la salud. Dicen que estimula la circulación sanguínea; que ayuda al corazón a bombear mejor la sangre y ayuda a la memoria; olvidar las penas. Hay médicos que dan fe de ello en una amplia literatura.

También estimula creación, en buen o mal camino. Alrededor de una botella de ron se han definido conceptos culturales, tesis de grado; guiones de películas, obras de teatro y se han vertido ideas que otros han robado. Hay de todo en la barra –perdón en la viña—del señor.

El bebedor también ha inventado sus deportes: levantamiento de copa, o baredrez. Pero la mejor definición del hombre de bar la escuche al periodista y escritor Luis Manuel Sáenz; conocido como “Wichi el negro” –para diferenciarlo del blanco, que era Nogueras—cuando sentenció: “…nosotros somos dipsómanos… los borrachos están en las esquinas…”; como si alguna vez no hubiéramos estado en una esquina buscando la forma de orientarnos para llegar a casa. Curda, juma, melopea, borrachera, hemos cogido todos, o casi todos, a lo largo de la vida. Bien sea el día de nuestra boda, o que nació nuestro primer hijo; o para recordar a ese amigo o familiar cercano que ya no está. Beber a la memoria de los muertos –o lo que le falta a los enfermos según Julio el gago—es una muestra de respeto en nuestra cultura.

Es todo un ritual al abrir una botella verter un sorbo al piso; para los muertos o los eggún, y después servir a los presentes.

Eso es lo que hago esta tarde del 20 de octubre. Bebo a la memoria de aquellos que conocí y que culturalmente me ayudaron a formarme; los que confiaron en mi y a la salud de los que acompañan. A fin de cuentas, mi esposa va llamarme borracho, aunque solo me tome un trago ella sea testigo y me acompañe con una cerveza.

 


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