Cuba: Canciones y amoríos


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El amor es una fiera, que necesita cada día alimento nuevo”, dijo el compatriota magno, José Martí.

Y como los cubanos mostramos una franca inclinación por amar cada día, también cotidianamente hemos necesitado la canción de amor.

El asunto no es nuevo, ni mucho menos. Hace ya 131 años que el santiaguero Pepe Sánchez (1856-1918) crea el primer bolerazo, que nos sigue haciendo suspirar: “Tristezas me dan tus penas, mujer; / profundo dolor; no dudes de mí. / No hay prueba de amor que deje entrever / cuánto sufro y padezco por ti”.

Es literalmente imposible efectuar un inventario exhaustivo de nuestra vocación para amar y cantar, simultáneamente.

Quizás una pieza que no puede ser excluida en ese repertorio sea esa preciosa habanera que otro hijo del caribeño Chago, Miguel Matamoros (1894-1971), le dedicó a una infeliz fleterita: “Mariposita de primavera, / alma con alas que errante va…”. (A Miguel eso no le resultó suficiente. Y hubo de legarnos las Lágrimas negras (1928) de un desgarramiento colosal: “Aunque tú / me has dejado en el abandono…”).

También de la caliente y sísmica tierra oriental fue Sindo Garay, cuyas piezas imperecederas nos siguen cortando la respiración. Plural fue la historia de su corazón –como dijo el poeta–  y le cantó a Elvira, a Estela, a Eloisa, a Margarita, a Carmen, a Cristina, a Coralia, a Evangelina, a las vírgenes de Mantua… y a las once mil vírgenes.

Pero no sólo junto a las aguas del Mar de las Antillas floreció el género. Allá, por la cintura de Cuba, la trova espirituana nos dejó copiosa herencia. Ahí tienen a Teofilito (Ángel Rafael Gómez Mayea, 1889-1971), autor en 1915 de esa altísima cúspide de la poesía: “Pensamiento, dile a Fragancia que yo la quiero…”. O los resquemores sublimes de Miguel Companioni (1881-1965): “Si quieres conocer, mujer perjura, / los tormentos que tu infamia me causó…”. O la supererótica pieza del periodista Honorio Muñoz (1910-1977): “¿Por qué raro misterio, / la seda se hizo carne, / la carne, se hizo nácar / sobre tu cuerpo en flor…”. O la adolescente Thelvia Marín, quien espera que la tierra “eleve un himno de armonía, / de perfumes, de versos, / de trinos y color” para “entonar mi canto / de fuego y de pasión…”.

También en territorio villareño, en Caibarién, viene al mundo Manuel Corona (1880-1950), quien para todos los tiempos va a cantarle a Longina O´Farrill, una esplendorosa mulata que tiene en los ojos un “lenguaje misterioso”, acompañado –claro está–  de “ese cuerpo orlado de belleza”.

Durante los años 40 del pasado siglo, en la centrohabanera barriada de Cayo Hueso se desata un verdadero terremoto, que revoluciona la cancionística amatoria. Surge el feeling. Movimiento desde el cual José Antonio Méndez –el irrepetible King– nos zarandea recordándonos el “primer y fiel abrazo”. O César Portillo de la Luz, cuando advierte que “No hay bella melodía / donde no surjas tú”. (Se dice que, entre ambos autores, con sus piezas tan invitadoras al amor, hicieron crecer exponencialmente la tasa de natalidad en Latinoamérica).

Esta especial inclinación se prolongaría en nuestra almita musical-amatoria. ¿Un ejemplo reciente? Pues me basta recordar a Yolanda Benet, receptora de la canción en la cual Pablo Milanés se declara rendido adorador de su mano.

En pocas palabras: los cubiches, sin sonrojos, seguimos amando y cantando, al mismo tiempo.


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