Crónica polaca en un habanero pueblo de ultramar


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Saborear un texto fílmico desde la más vetusta racionalidad; construir aquilatadas rutas críticas para codificar el transitar de signos rasgados de silencios que transpiran alientos; identificar encuadres primogénitos rubricados con declarada intencionalidad; apuntar sobre una nota explicativa que se “impone” al subrayar vacíos históricos, culturales, étnicos o religiosos, son algunas de las praxis persistentes en los lectores audiovisuales cuando se adentran en una obra de puestas sublimes, de renovados modos artísticos, de singular narrativa.

Un plano general que absorbe claros de luz en medio de un abismo de quebradas neblinas. Fugas de sonidos que redoblan las grietas del mar adentro salpicando metáforas contra los rebordes de un atracadero. El garabatear de silbidos venidos de un espacio interior que persiste incólume, antiguo, descorchado.

Son estos los cuidados apuntes fotográficos de valor antropológico vertidos como esteras de luz, integrados en un discurso que adquiere valor, sentido, fortaleza, identidad en el filme documental Casa Blanca (2015), de la cineasta polaca Aleksandra Maciuszek. La brillante narradora de historias y relatos afincó la cámara en los parajes de un pueblo habanero absorto por el mar.

Estas veladas lucubraciones de luz y collage emergen como mamparas en las páginas de su texto cinematográfico, a veces como breves diarios, en otras transitan como crónicas inconclusas. Ella fotografía la voluptuosidad y el desenfado de pescadores sin nombre, “anclados” en las riberas de un puerto desde cuyas ventanas emerge la ciudad con sus andares clásicos y sus sabores de pretendida modernidad. Escribe su aguda narrativa distante, impasible, en poniente, alejada de esos escenarios que exigen lecturas de trazos intensos. Se aferra a ese otro, ya subrayado, espacio de límites conversos y encierros como si no le importara lo que más allá sucede.

Maciuszek erige al pueblo de Casa Blanca con cuidados planos, apropiándose del tiempo que allí transcurre ajeno a lo trepidante, a lo inocuo de los torbellinos que habitan en toda ciudad capital. Las imágenes transpiran como delgadas caligrafías de crónicas aguafuertes o notas de un diario donde se impone la sobriedad de los escenarios interiores, las grietas de las paredes y las calles de nichos tardíos. Son huellas de luces inconclusas trasnochadas por el salitre y el silencio. 

La cámara emplazada revela con mesura la arraigada pobreza material, el desenfado de sus habitantes, el sentido del límite ante el espacio marcado por el horizonte. Reconoce, con sus trazas de espejos traslucidos, un puerto que se torna distinto, desolado, inmenso. Un enclave de mar que cuando lo revisitamos desde los dorsos de años transcurridos, descubrimos que en ese tiempo caducado todo fue movimiento.

Nos queda visitar nuestra imaginación contenida que puede ser destrabada por dibujos a línea, en tinta fresca. En un primer tiempo avizoramos el trajinar de grúas que elevan cargas tupidas o cuadriculadas de acero intenso. En el centro, los pilotes de luz que establecen límites, rutas, espacios vedados. A la entrada de sus puertas derruidas, que antaño se cerraban con una prominente cadena, los prácticos agolpados al acecho transitan por las estrechas franjas de mar, por momento irascibles, delimitadas por un canal que esconde un túnel de brazos comunicantes.

Estas son las delgadas telas de un escenario que persiste detrás de lo que realmente le importa narrar a la documentalista. Nelsa y Vladimir son los verdaderos protagonistas de sus apuntes fílmicos. Los delinea como claro de luz, los dibuja desde una escalonada curvatura fílmica. Sin encuadres tercos, ambiguos, abigarrados; todos ellos despojados de los tecnológicos caprichos o emprendidas fotografías que algunos venden con sabor a futurismo o desvelo digital.

Ella, una curtida anciana, y su hijo, con síndrome de Down, se dejan historiar y lo hacen desprovistos de visos actorales, que en verdad son ajenos a los remiendos de sus cotidianas vidas.

La cámara bosqueja los espacios interiores de su humilde vivienda. Unas pocas cacerolas, vasos de plástico abigarrados de humedades que se exhiben desordenadas, los cubiertos de todos los retornos. La cama, que se antoja para ellos dos, frente a una ventana inconclusa de luz partida y una escalera que emerge empinada, intrigante, estrecha, son parte de la utilería recurrente en los planos signados.

Esta pieza documental ignora los compases de algoritmos altisonantes, propios de un poblado donde se dialoga cantando. No porque estos elementos importen para la escritura del filme sino porque forman parte de ese mundo exterior, sórdido por momentos, solidario muchas veces.

Nelsa destraba una verborrea imperceptible, entrecortada, de vago acento. Se empina con la tenue gestualidad de sus manos que expresan párrafos enteros, artículos completos, como libros de icónicos abrazos. Distingos de una mujer que ha degustado los ardores y poderes de la vida; a pesar de su brazo anulado, detenido, impasible, sin claros retornos.

En ese mismo plano está Vladimir. Su mirada se entrecruza, se esquiva y siempre le acompaña en los momentos de interiores, en ese diminuto espacio fragmentado, tomado por los abigarrados objetos que persisten anclados a la sobriedad y al silencio. En algunos fragmentos este actor de su propia realidad se revela inconcluso, surrealista, destronado.

Madre e hijo han sabido entenderse con textos que no requieren vocablos sustantivos de elevada literatura. Comparten ese minúsculo espacio de vida con la fuerza que imprime la ternura, la complicidad de estar juntos por muchos años a pesar de los dispares derroteros que le marcan.

La empecinada soledad, las limitaciones mentales y motoras que les arropan, el encarar un proyecto de vida más allá de los pilotes de ultramar o el no querer volar fuera de ese espacio de delgadas dimensiones, son parte de las letras de este filme documental en el que la autora se apresta a significar acentos, frases curtidas, escenas descollantes y las erigidas emociones que esculpe de veracidad a toda pieza narrativa.

Esta apuesta documental es un cuadro de acusadas imágenes, siempre sustantivas, que nos permite tocar los objetos, los olores, las memorias contenidas, los abrazos derrocados a pesar de la distancia, del tiempo narrado; incluso, el propio tiempo de filmar cada escena o cada plano, que el tiempo vierte convertido en desechos y las tecnologías depositan en alguna papelera digital.

Son distingos de la escritura fílmica que la autora documental expresa en cuadros biográficos, en breves prosas de intensa narrativa. Un reunir de relatos espaciados que buscan retratar lo marginal, lo periférico tal vez. Pero sobre todo, los anclajes humanos que les marca como seres de singulares texturas.

Aleksandra no se contenta con primeras lecturas, con lo que resulta evidente ante el posicionamiento de una cámara siempre impasible. Denota su historia con el construir de sobrios planos, significando los poderes del amor a los que se aferran sus actores, pero también a los desencuentros en los que se engarzan. Sobre todo, a los recuerdos, al deseo de estar juntos en medio de la precariedad, sin saber, o pretender saber, sobre el mañana. Van enganchados como testarudos mortales habitando en un lugar que se exhibe anodino.

La virtuosa cineasta explora con cuidada holgura a Vladimir, quién se muestra subyugado por la cámara. Testimonia sus erráticos andares por los escenarios de este poblado, a veces lustroso, siempre descolorido. Un vecindario donde habitan gente humilde pero arrogante, ambivalente, que acogen entre sus calles las reiteradas palabras del protagonista, sus entonados miedos a las travesuras de las que es objeto. Un lugar donde persiste el sabor a salitre, donde no faltan los improperios, las burlas o los atropellos ante la naturaleza de un actor que entiende la envoltura de sus claros límites.

Ante estos retratos que se distinguen como crónicas fílmicas, las preguntas acechan, las palabras estremecen, los límites encandilan. La autora los dibuja pintados con sabia y talento para romperlos, subvertirlos, hacerlos nuevamente con los tejidos de la humanidad.

 


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