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Crónica del desencuentro


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Para Enrique Núñez Rodríguez, in Memoriam

 

A la mañana siguiente de mi llegada al Mundo, la funcionaria del Registro Civil le preguntó a mi madre: “¿La bebé es hija del famoso escritor?”

Mi progenitora sonrió humildemente y respondió: “¡No! Pero, ¡ojalá lo fuera!”.

En las consultas con el pediatra, en las consiguientes matrículas escolares o en presentaciones familiares, no faltaba quien volviera a inquirir lo mismo, como si la influencia del popular autor radial y de la TV, así como destacado humorista, periodista y hacedor de textos literarios, fuera a gravitar de por vida sobre mí, para bien o para mal.

Y así fui creciendo, aclarando siempre al respecto, hasta que, ya en Primaria, la duda me asaltó y creí sinceramente que, no sabía cómo, mi madre y el afamado intelectual habían tenido una extraña y fugaz relación, de cuyos encuentros seguramente habaneros (vivíamos en un batey de la provincia de Matanzas) había surgido yo y mis cuatro hermanos anteriores a mí. ¡Y todo eso sin que mi padre se enterara!

Lo curioso era que ninguno de mis hermanos motivaba la reiterada averiguación; solo yo, a quien no le daba mucha gracia lo que mi madre y aquel “señor” le habían hecho a mi supuesto buen padre.

Por otra parte, nada sabía del mismo. Ni tampoco de su familia e hijos, deduciendo con la certera lógica de los niños (principalmente de las niñas) que estaba casado y, dada su fama, tendría un bando de hijos de todas las edades y colores, por lo que comencé a interesarme por saber más de aquel célebre sujeto del que todos hablaban bien, y cuyos apellidos coincidían con los míos.

El colmo fue el día en que la maestra de mi escuelita rural me dio “Excelente con Estrellitas”, por la composición que hice en cuarto grado, agregando en un margen de la misma lo que constituiría, más que un elogio, una ofensa familiar: “¡Alumna sobresaliente! ¡Será escritora como su padre!”

Y así. Con la disyuntiva de qué contestar cuando me hicieran la sagaz pregunta, seguí creciendo.

En la Secundaria y después en el Preuniversitario, sin proponérmelo, me fui destacando como cuentera ocurrente, y no por bufonear, sino, porque las cosas malas que me ocurrían, que no eran pocas, provocaban que mis compañeros se destornillaran de la risa, como; el día de mis 15 en el que, sobre las 8 de la noche, y a punto de arrancar la fiesta, el cañaveral del batey cogió candela y se fue la luz y de repente bajó del cielo un rabo de nubes y se llevó el equipo de música que estaba en el patio y nunca más apareció, y así, otros tantos sucesos que, al contarlos provocaban carcajadas al punto de que, los domingos en la noche, cuando regresaba al preuniversitario de Jagüey Grande, ya me estaban esperando hembras y varones acomodados sobre las literas del albergue, para que les contara algún chiste basado en hechos reales, momento en el cual también aprovechaba, para agregarles mis ya incipientes dotes de fabuladora rural.

Entrando a los veinte, y por curiosidad, ya me había leído varios textos de mi “pariente”. Y por esas cosas de los sueños, se convirtió en mi paradigma. ¡Estaba decidido! Sería como él.

Lógicamente, no me podía aparecer delante de él con un texto literario mal escrito y con faltas ortográficas que, a la sazón, tenía. No obstante, me dije, al menos debía conocerlo. Necesitaba contarle que, en una libreta, llevaba la cuenta de todas las veces y lugares que, al decir mi nombre, me preguntaron si era familia de él, y que, emocionado, se interesara en leer alguno de mis cuentos y me invitara a sus programas en la tele o a sus presentaciones literarias. Pero, una vez más la fatalidad se burló de mí.

Cuando había mejorado mi ortografía y me consideraba apta para enseñarle mi mejor relato costumbrista, Enrique murió.

Pasmada, y aún sin aceptar lo que había escuchado en el noticiero, consideré la posibilidad de ir a verlo a la funeraria. Pero no lo hice: llevaba 20 años soñando un encuentro. A solas. Una cita para reírnos a carcajadas de las “cosas de la Vida” y de la coincidencia de llevar sus apellidos sin ser “ni hostia” de él, y confesarle que sí, que me hubiera gustado que fuera, si no mi padre, el amante de mi madre, o al menos un pariente lejano. Estaba segura que alguna de las ramitas del árbol genealógico de los Núñez o los Rodríguez nos uniría más allá de la Literatura.

Por eso no fui a darle “el postrer adiós”. Ni siquiera nos habíamos conocido, y no quería verlo así, tan lúgubre y callado. Tan como nunca fue.

La impresión me conmovería tanto, que su familia, creería, al verme, que yo sería una amante joven que se ilusionó con él, o la hija de otra mujer que tuvo y, una vez más, cuando hiciera el cuento a mis amigos, se reirían de mí, de las cosas malas que me pasan. Por eso, lo lloré a solas, como quien pierde a un ser querido.

Todavía, al cabo de no sé cuántos años de su desaparición física, aún me siguen haciendo la misma pregunta: “¿Tú eres familia de Enrique Núñez Rodríguez?”


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