Cosas del danzón o cómo ser, de verdad, el que más goza (I parte)


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El devaneo cuasi obligado

Visten sus mejores galas. Él con zapatos a dos tonos, sombrero de jipi y todo de blanco; de una blancura que contrastaba con su piel oscura; nadie hubiera imaginado que de lunes a sábado era estibador del puerto. Ella, también de blanco, fino sombrero y un abanico de orlados colores con los que alejaba el calor y escondía una mirada coqueta; lo mismo que él trabajaba, solo que como despalilladora en una tabaquería en la calle Zulueta. No se conocían aún. Estaban vestidos para el baile de este domingo, para una gira en el parque Palatino y el plato fuerte era la danzonera de Antonio María Romeu con su cantante Pablo Quevedo. Es 1920. Ellos bailaban y gozaban a golpe de Danzón y se enamoraron con ellos. “Era amor de un solo ladrillito”.

En los años noventa del pasado siglo, en un Festival de Jazz se había anunciado la presencia del pianista Frank Emilio Flyn y sus Nuevos amigos. El pianista, ciego por demás, era respetado en el mundo del jazz cubano no solo por la mítica serie de discos conocidos como Descargas cubanas, sino por su maestría interpretativa; sin embargo, en esta presentación sorprendió a la concurrencia al hacer un repertorio de danzones; tal y como lo lee; tocó danzones en un evento en el que los asistentes son subyugados por el virtuosismo de los instrumentistas, por los arrebatos de notas que parecen lanzarse a la conquista del cielo y del infinito. Era como agredir el templo del Jazz Latino con una música pensada y generada hacía ya más de cien años.

Frank Emilio y sus músicos se adueñaron del escenario y el público sorprendido, poco a poco fue haciendo silencio; incluso los diletantes y los girovagantes asumieron una posición de respeto. A su debido momento cada uno de los músicos fue improvisando sobre la rutina de un Danzón, y es que el llamado paseo, o pausa para el bailador, era la brecha para que se destacaran las virtudes de cada cual. Por algo más de una hora reinó la tradición sobre la vanguardia; perdón debí escribir la vanguardia fue incorporada a la tradición; y tras el escenario, músicos de generaciones, credos y regiones distintas, no salían de su asombro. Aquella música que el gran Puchini consideró “…un bello disparate musical…”; se había integrado y se seguía integrando a las vanguardias sonoras.

Después de aquel concierto más de uno reparó en la belleza y las potencialidades sonoras del Danzón; para otros dejó de ser cosa de “viejos, del pasado”; y nuestro llamado baile nacional respiró alegre.

Hacer una selección de los mejores o los más grandes Danzones es todo un reto; la lista es larga y los gustos variables. Téngase presente que hubo danzones del ochocientos trascendentes más allá de Las alturas de Simpson; considerado el fundacional. Intente agrupar diez:

Un listado sin Tres lindas cubanas, Almendra, Penicilina, Fefita, El bombín de Barreto, El cadete Constitucional y Cicuta tibia excluye otros no menos importantes y conocidos. Entonces es obligado incorporar a esa lista —para estar a tono con el supuesto decálogo—Carraguao se botó, Isora Club, El que más goza, Mambo y así volvemos a excluir danzones importantes y necesarios que cubren al menos cuarenta años. Ante la posible duda, propongo agregar otros nombres a esta lista. Pienso en Bodas de Oro, Liceo del Pilar, Doña Olga, Angoa, Gladys; y más recientemente Valle de Picadura y A Puerto Padre.

Y qué decir de los danzones cantados. Primero fue la voz de Pablo Quevedo; una voz mítica de la que no hay registro, pero que determinó que el danzón alcanzara una nueva dimensión. Muerto este rey Barbarito Diez se coronó como el indiscutible monarca de los danzones cantados. Fue el tiempo de La mora de Grenet, de La cleptómana de Manuel Luna; tiempo en que los poetas tributaron al danzón con una inusitada maestría.

Cantar danzones dio a la trova otra dimensión humana y musical; eso lo supieron Sindo, Corona, Villalón, Rosendo, Oscar Hernández, el gran Graciano Gómez; y algunos cuyo nombre se pierde en el recuerdo.

También el Danzón tuvo sus hijos. Primero fue el Danzonete, fruto de un descarriado matrimonio que abrió las puertas a Paulina Álvarez y a su voz. Aportó material genético al Mambo de Dámaso Pérez Prado, gracias al embrujo de los hermanos López con aquello del Danzón de “nuevo ritmo” que identificó la orquesta del flautista Antonio Arcaño (una maravilla en cada instrumento); y adoró a su mejor hijo: el Cha Cha Chá.

No existen Danzones sin instrumentistas notables. Tal vez ya nadie recuerde a Cheo Belén Puig, a Papito Torroella; a Belisario López, o a Antonio Arcaño; ellos y otros más desde sus orquestas fueron aportando “la enjundia” que nos llevaría a hacer una lista de intérpretes relevantes. Sin  embargo, a los efectos de esta nota solo importa el nombre de Gustavo Tamayo; el hombre que vistió de largo un instrumento considerado menor para algunos, pero fundamental a la hora de marcar el ritmo en el Danzón: el güiro, simplemente “el guayo”.

Desde el momento que entró a formar parte de Las Maravillas de Arcaño la historia de ese instrumento y su papel en la música cubana cambiaría para siempre.

Ellos tuvieron un amor solo parecido al de las películas. Cada domingo por cerca de dos años se cruzaron miradas, caricias furtivas y hasta un discreto beso mientras bailaban sus danzones con la orquesta de moda. Cuatro años después celebraron sus bodas en El liceo del Pilar, y allí volvieron a sentir la emoción de amarse en un solo ladrillito.

Ellos enseñaron a sus hijos el amor por el Danzón y lograron que el pequeño Enrique, estudiara los rudimentos de la música; unos rudimentos que se volvieron maestría con el paso de los años. Una maestría que terminaría tomando un güiro en sus manos, sesenta y tantos años después de aquel baile en que sus padres se conocieron.

Enrique juró que un día haría un disco de danzones y pensaría en ellos.

Continuará… 


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