Contra los colores del odio


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Foto: Obra de Choco, un artista que ha reverenciado a la cultura africana

Si el mundo fuera otro, no tendríamos que dedicar cada año una jornada a una batalla por ganar contra una de los más graves atentados a la dignidad humana: la discriminación racial. Haríamos, eso sí, un alto para evocar la memoria de las decenas de sudafricanos de piel oscura masacrados por la policía en la localidad de Sharpeville el 21 de marzo de 1960 cuando se manifestaban contra las leyes del régimen del apartheid.

Sin embargo, el color de la piel sigue siendo un estigma e injustificado y criminal pretexto para promover acciones de odio. O para considerar que unos hombres y mujeres son mejores o superiores que otros y otras, lo cual, por supuesto, esconde comportamientos dictados por graves diferencias económicas y sociales en un planeta mayoritariamente dominado por las implacables reglas del capital.

A diario se multiplican evidencias abrumadoras. El escandaloso asesinato de George Floyd el año pasado por un policía, ante la mirada impertérrita de los colegas del agente, saltó a la luz pública como un símbolo de la persistencia del racismo en las entrañas de la sociedad estadounidense.

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Hay mucho más de algo que, tomando en préstamo el título con que el cineasta ruso Mijail Romm caracterizó la naturalización de la ideología fascista, pudiéramos llamar el racismo corriente. La BBC divulgó a mediados del 2020 un estudio acerca de cómo las afroestadounidenses tienen tres veces más probabilidades de morir al dar a luz que las mujeres blancas. En Nueva York, el riesgo es incluso ocho veces superior. Además, la mortalidad infantil en los bebés negros también es casi tres veces mayor que en los recién nacidos blancos. Al dar a conocer la investigación, el medio de prensa apostilló: «Una historia que devela los tentáculos de la discriminación».

Por esos mismos días se filtró una noticia sencillamente atroz. Un cementerio de Luisiana, se disculpó después de negarse a enterrar a un agente de policía local negro por una directriz de hace décadas que solo permitía que se sepultara en él a personas blancas. La junta del cementerio Oaklin Springs se reunió para cambiar su contrato tras la indignación desatada por la regla de acoger «solo personas blancas». La viuda del agente Darrell Semien, calificó como una «bofetada en la cara» el que no le dieran acceso a una parcela para su esposo «por ser negro». El presidente de la junta señaló que no eran conscientes de esta «horrible» política.

No basta con que un negro haya accedido a la Casa Blanca ni una mujer de piel oscura ocupe la vicepresidencia, ni que sean visibles rostros negros o mulatos en el Senado y la Cámara de Representantes o en las cúpulas militares o en las élites empresariales. Ni que maquillen la inexistente igualdad de oportunidades detrás de las estadísticas de las denominadas acciones afirmativas. El racismo corriente es una realidad y no solo se trata del racismo antinegro. Los ciudadanos de origen latino, particularmente los migrantes, lo saben y tienen muchas historias que contar.

Al igual que los asiáticos, diana del racismo y la xenofobia. No olvidar que el hasta hace poco presidente de Estados Unidos, Donald Trump, echó leña al fuego al nombrar repetidamente al SARS-COV-2, como el virus chino. Una coalición rastreó en ese país más de 2 800 incidentes de odio contra asiáticos entre marzo y diciembre de 2020. Según un reporte de la agencia Efe fechado el último 26 de febrero, el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, se mostró preocupado por el aumento de ataques contra asiáticos, y señaló que la ciudad está intensificando sus esfuerzos para enfrentarse a este tipo de crímenes. «Todas las comunidades han sufrido, pero ha habido mucho dolor sobre todo en la comunidad asiático-estadounidense», dijo Bill de Blasio en una rueda de prensa. «Porque además de sufrir del propio coronavirus, además de perder a sus seres queridos y sus negocios, la gente se ha tenido que enfrentar a una discriminación y un odio horrible», agregó.

El racismo corriente corroe al mundo. Sharpeville duele de otras maneras. Escuchen la voz de Eugene Kourama, un guineano asentado en Madrid: «Hace falta parar esa falsedad que Occidente se ha creído: porque las leyes dicen una cosa y la realidad pinta otra, muy negra, para nosotros. Hace falta educar en igualdad, romper los estereotipos que apuntan que un negro con capucha es un hombre peligroso. (…) Europa y todo el mundo tienen que agradecernos. Hoy, por surtir esas fruterías y ayer por lo que hemos hecho por la humanidad. Nuestras abuelas lucharon aquí y murieron aquí por las libertades de todos, se levantaron por la igualdad, en América, en África o en Europa. Nosotros lo seguimos haciendo. Nosotros somos los hijos de esas gentes que soñaron que éramos iguales. Porque todavía aquí, hoy, un negro solo importa si es espectacular. No hay que ser Obama, no hay que ser el mejor baloncestista del mundo para tener derechos. Los derechos humanos son de todos».

El compromiso de los cubanos por la erradicación definitiva del racismo y la discriminación, que perviven en nuestra sociedad, no es retórico sino visceral y consciente, tal como se expresa en el Programa Nacional adoptado en noviembre de 2019 y cuyas acciones, paso a paso, abordan el problema, bajo un enfoque integral y articulado con todos los factores de la sociedad.

El objetivo está claro. En días pasados el presidente Miguel Díaz Canel Bermúdez proclamó en las redes sociales: «Soñar y continuar un país: Programa contra el racismo y la discriminación racial, tema de todos, de negros, blancos, mulatos. Tema de nacionalidad. Necesitamos acciones a favor de personas que han sido marginadas o maltratadas en diferentes contextos. Cuba es mestiza».


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