Aunque estoy acostumbrado a las llamadas de madrugada y a los toques en la puerta por las sobrevivientes serenatas en mi ciudad de Sancti Spíritus, algo me hizo presentir en el aviso nocturno del sábado 25, la ausencia de la alegría. En la voz quebrada del amigo Argelio Santiesteban, la noticia: Se nos fue Thelvia Marín.
Inmediatamente pensé en cuántos posibles compromisos contraídos con esta mujer, capitana de todas las aventuras, insurrecta ante la fatiga y la muerte, dominante con un epitafio que sugirió: “No pedí nacer, tampoco pedí morir: tanto la vida como la muerte, están en deuda conmigo”. Esa fue siempre la incontrolable disposición de una persona admirable como ella, a la que el tiempo le resultaba un reto más que una voluble condición.
Si algo nos unió en amistad, fue una espirituanidad sincerísima, asumida en ella desde los remotos años fundadores del siglo XX, en los que escuchó de los testigos de la guerra del 95, más que las anécdotas, la voluntad del patriotismo.
En Sancti Spíritus, estimuló su pasión por todas las artes, en alto grado por su padre Rogelio Marín Mir que, desde el sonido clásico hasta la pulsión de lo popular, representó uno de los veneros más sustantivos de la ciudad, porque también fue poeta y porque en torno a la casa de Thelvia, escritores y músicos, trovadores y pintores, contribuyeron a la plenitud de las esencias.
Siempre contó las influencias familiares para su crecimiento artístico, para que la voluntad de la memoria ejerciera su exigencia a pesar del tiempo, porque aunque formada lejos de la ciudad en que nació, siempre sus recuerdos constituyeron principales estímulos.
Siempre algún que otro proyecto la aproximaba a estos predios en los cuales la emergencia de lo monumentario, exhibe la fortaleza de una plenitud inagotable.
Fuera de Cuba, múltiples son sus obras y desde lo literario su voz declara una estilística muy personal, asistida en no pocos casos por atrevimientos por encima de prejuicios y limitaciones de época. Porque fue un ser profundamente amatorio, sin ambages ni dobleces.
Y fue mujer de empeños políticos, desbordada de los arrestos de una generación con la herencia de los mambises de finales del siglo XIX, sabedora de que resultaba imprescindible un cambio desde lo social, pasando por las redes de lo estético, que sin dudas manifiesta esa recurrente inconformidad.
Su militancia en aquellas Mujeres martianas enfrentadas con extraordinaria fuerza ética a los desmanes de la dictadura de Fulgencio Batista, exige que no la olvidemos, como no es posible olvidar ni desconocer ninguno de los jalones de la historia. En esa historia estará siempre, hecha de empuje ante el estupor de la sangre y la que complementa el rumbo de la creación artística, como exigencia de la voz nacional. Historia en la cual recibió incontables reconocimientos y en la cual faltaron otros porque la vida es demasiado olvidadiza y breve. Eso lo supo Thelvia, inconforme ante el tiempo, adversario que supo derrotar con alegría y talento.
Sus amigos siempre la recordaremos en el calor de un verso y un cuadro, en sus esculturas, triunfantes sobre los espacios; la recordaremos siempre evocando un poema de aquellos poetas olvidados o desconocidos; o marcando con sus pies de juventud permanente, los ritmos de este país que fuera su añoranza y su premio.
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