El Premio Nacional de Literatura de 2014 le fue concedido al narrador Eduardo Heras León. Se ha repetido que de la “cuentística de la violencia”, surgida a fines de la década del 60 y en los primeros años de los 70, Jesús Díaz con Los años duros (1966), Norberto Fuentes con Condenados de Condado (1968) y Eduardo Heras León con Los pasos en la hierba (1970) resultan los autores más importantes. “El Chino”, como sus amigos conocen a Heras, es el único que cumple con las bases del Premio. Entonces, podría pensarse que uno de los mensajes que envía la decisión del jurado está relacionado con el reconocimiento a esta literatura. Se trata de una narrativa novedosa en su momento e incomprendida por algunos; premiada por prestigiosos jurados, pero también rechazada por funcionarios ineptos; sus textos pagaron bien caro las malas lecturas y sus autores fueron condenados a la marginación. A pesar de que ha sido muy tratado el tema del “Quinquenio Gris”, y muy comentada la “parametración” de obras y escritores de este triste período, que comenzó como un proceso a finales de los años 60 y se fue disipando hacia los 80, todavía los títulos de esta etapa son poco estudiados, y aún menos incluidos en los libros de texto de nuestra enseñanza general. Díaz abordó en Los años duros, con desnudez realista y fuerte lenguaje, los conflictos de una época heroica, mediante una dramática transparencia para relatar la lucha insurreccional contra Batista o el combate económico cotidiano librado en aquellos primeros años de la Revolución, especialmente los esfuerzos relacionados con las zafras azucareras; de este último tema es el paradigmático cuento “¡No hay dios que resista esto!”, un clásico que pone al desnudo las secuelas de la desconfianza entre compañeros. Fuentes, por su parte, reveló magistralmente en Condenados de Condado los conflictos generados por la guerra contra bandidos, terroristas contrarrevolucionarios instalados en la sierra del Escambray que fueron infiltrados antes y después de la invasión por Girón, como parte de las agresiones de Estados Unidos contra Cuba; uno de sus cuentos, también un clásico, es “La vanguardia”, que retrata con lujo de detalles el perfil de un traidor. Heras, con Los pasos en la hierba, resumió en pocas páginas la epopeya de Girón y la lucha que la antecedió, desde la perspectiva de sus jóvenes protagonistas, adolescentes que se enfrentaron a ocupantes en montañas y costas; “La noche del capitán” es un texto paradigmático de esa cuentística, al abordar con singular dominio la disyuntiva entre valor y cobardía ante una situación, un asunto nunca pasado de moda, por lo que siempre su vigencia trasciende hasta nuestros días.
Heras, sin apartarse de la tradicional manera de narrar cuentos, compartió la audacia experimental del lenguaje realista de los años 60, no pocas veces rudo e insolente, frente a hechos violentos o en circunstancias extremas ?tradicionalistas y puristas de la época consideraban “indecente” que en medio de patéticas escenas, los personajes espetaran una “mala palabra”?, y con una síntesis depurada de raíz hemingweyana, en que no pocas veces una frase del protagonista, la respuesta de uno de los personajes o un comentario del narrador proponían la solución del conflicto. Pero lo más importante es que mostraba el heroísmo cotidiano y sus protagonistas en una realidad representada con todos los matices: lo heroico no era sobrehumano y los hechos emergían en medio de la confrontación para ofrecer a cualquiera la oportunidad de heroísmo. Su pericia técnica ya la había demostrado con su primer libro: La guerra tuvo seis nombres (Premio David, UNEAC, 1968), un cuaderno excepcional que evidencia la épica de la batalla en Playa Larga y Playa Girón desde la experiencia del propio autor, quien como muchos otros jóvenes y adolescentes, estuvo dispuesto a jugarse la vida para defender la patria. Por esa razón, este primer libro tuvo un único tema: la guerra, y se titularon los cuentos con nombres que representaban a sus compañeros de lucha convertidos en personajes, héroes sin conciencia de serlo, con los defectos del hombre común y con sus desenfrenos y arrebatos de juventud. La guerra impuesta a estos muchachos que debieron ir a ella para defender la naciente Revolución de los humildes, atacada con las armas de una potencia extranjera, constituyó una sólida causa en el escenario en que crecieron como testigos de su tiempo, de ahí que se convirtiera en una motivación personal para escribir. Junto a la experiencia ganada, en esos primeros textos puede comprobarse la eficaz asimilación de la elaborada sorpresa de Poe, la aparentemente desajustada estructura dramática y el efecto de Chéjov, la deslumbrante técnica del diálogo de Rulfo o el lenguaje entrecortado y nervioso de Azuela, junto a la ?omnipresente en aquellos tiempos? herencia de Hemingway. Un texto como “Mateo”, cuyo protagonista, un joven de 15 años, habla en primera persona, con gran tensión, concentrado en su lucha personal contra un avión que ha matado a sus compañeros, de alguna manera recuerda a El viejo y el mar.
Pero más que en técnicas, resulta importante detenerse en el retrato fiel de héroes que no sabían que lo eran y de antihéroes a veces enmascarados entre “los buenos”, pues en estos relatos se hacía literatura de ficción basada en vivencias, pero no propaganda o panfleto; se recreaban los hechos vividos por el narrador, con su punto de vista, sensibilidad artística y pericia narrativa, y no como debían de haber sido las cosas según la conveniencia política. Eso fue precisamente lo que nunca entendieron algunos burócratas que confundieron el arte con la política y comenzaron a cuestionarse los conflictos, o a exigir personajes estereotipados, con un lenguaje de frases acuñadas y mensajes políticos esperados, explicaciones innecesarias que esclarecían cualquier sombra de duda política o ideológica ?las llamadas obras “sinflictivas”?, con etiquetas “políticamente correctas”, siempre con enseñanzas ejemplarizantes, “didácticas”, y soluciones finales que resultaban falsas, porque carecían de verdad artística, y por tanto, de autenticidad para la literatura y el arte: una construida tipicidad, tal y como la buscaba el realismo socialista más chato. Las problemáticas relaciones entre jefes y subordinados en el ejército, el trance en que se debate el soldado entre su angustia personal y la lucha contra su miedo, el cumplimiento del deber enfrentado a vocaciones y placeres, el tenso ambiente bajo situaciones límites en la convivencia de la tropa, la gravitación de la condición humana a veces enfrentada a una ética puesta a prueba, el estudio de la personalidad del individuo en las difíciles condiciones de vida del ejército y su reacción frente al colectivo, el lirismo y el arte escondido en hombres de enérgicas y firmes convicciones que hacen enormes sacrificios por mantener su equilibrio, los puntos de vista polémicos sobre diversas cuestiones puestos frente a la urgencia y la necesidad de la guerra, entre otros temas, han sido abordados en los cuentos de Heras, en los que han predominado criterios polémicos y opiniones encontradas, en diálogo abierto para desbrozar diversos derroteros. No resultó un lecho de rosas para los nuevos cuentistas de la Revolución que se aceptaran estos dilemas. Si hoy podemos ver seriales policíacos en la televisión, con agentes de rostro humano y con bandidos de diferentes matices, ha sido porque esta literatura abrió el camino.
Conocí a Eduardo Heras justamente cuando se debatían estos aspectos; había ganado el David con un buen libro y llegaba con ese prestigio a nosotros, estudiantes del preuniversitario militar Héroes de Yaguajay, a donde el Chino, junto a otros jóvenes de la Universidad de La Habana, venía regularmente para realizar un esperado taller literario. Esos intercambios fueron muy provechosos y todos salimos beneficiados de sus debates; sin embargo, las visitas fueron suspendidas para ir a la zafra del 70, cuando toda la sociedad se movilizó, y nunca más se reanudaron: las escuelas de hoy todavía tienen esas prácticas pendientes. Heras en esos momentos fue un apasionado polemista y nos recomendaba muchas lecturas, especialmente de los recientes autores del Boom, en que de cierta manera se insertaban los “cuentos de la violencia”. Recuerdo la ojeriza de algunos “organizadores” del preuniversitario militar, cuando preguntaban sobre los autores que los visitantes recomendaban; una vez me pidieron hacer una lista de esos escritores, y, apurado, el “responsable” del taller me pedía: “No hacen falta los segundos nombres ni segundos apellidos”, de ahí que aparecieran Gabriel García, Mario Vargas, Roberto y Pablo Fernández, una sucesión casi irreconocible. Cuando supimos que Heras había ganado Mención en el Premio Casa de las Américas por Los pasos en la hierba nos sentimos muy felices, pero después luego deI Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971, nunca más lo vimos. Posteriormente nos enteramos de que había sido expulsado de la Escuela de Periodismo y trabajaba en una fábrica de acero. El día que ingresé en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana, tuve la alegría de tenerlo como compañero de aula, una enorme satisfacción, pues seguía siendo mi consejero de lecturas más confiable. Publicó Acero en 1977, un texto que respondía a los años que había pasado en esa fábrica, y como todo verdadero escritor que tenía en su poética el realismo, escribía de su nueva experiencia. Se trataba de una ruptura temática con libros anteriores, que intercalaba en la narrativa de tema obrero, temas eternos de la literatura, con menos dramatismo que en sus libros anteriores, aunque se refiriera a la muerte, como en el que posiblemente es el cuento más importante del libro: Urbano en la muerte.
Después vinieron otros libros, como A fuego limpio (1981) y Cuestión de principios (1986), que continuaron con el mundo fabril, y se deslizaron dentro de una temática social amplia, porque más allá de los problemas estrictos de producción, en algunos de ellos se podía identificar una parábola de los problemas de la sociedad cubana de aquellos años, y el mundo del obrero y de los trabajadores se confundía con otros asuntos más personales o con situaciones relacionadas con la sociedad civil. A partir de este momento la violencia del conflicto en los cuentos de Heras no se restringía a las armas de fuego, ni a los propios escenarios del trabajo de una industria, sino se proyectaban a un contexto extendido con las armas de la inteligencia, el tesón, la prudencia, la solidaridad, la sensibilidad, la dignidad…: fue “la otra guerra”. Sus libros se potenciaron en la variedad de los temas, y la valentía o cobardía de sus protagonistas y personajes se medía por su ética cotidiana, más que por lo excepcional épico, en correspondencia con su época. De A fuego… puede mencionarse como un buen ejemplo “Consejo de Dirección”; de Cuestión…, uno de los mejores cuentos de la narrativa cubana, el brevísimo “Final de día”. Otras publicaciones prosiguieron, bien recopilaciones o textos nuevos: La nueva guerra (1989), La noche del capitán (1995), El viejo y el horno (2009), Desde la platea (2010), Cuentos completos (2012) y Dolce vita (2012). De este último resulta de gran interés humano “Amor de ciudad grande”, y como para volver a la épica, este vez desde el recuerdo, “Almuerzo en Santo Domingo”. Por si fuera poco, compiló también sus excelentes críticas de ballet, entre las que aún recuerdo con sumo placer, por su precisión y poesía, la que dedicó al debut de “las tres gracias” en la Odette-Odile de El lago de los cisnes.
Pero el Chino no solo merece el Premio Nacional de Literatura por lo publicado, sino por la generosidad con que ha desplegado su quehacer en la promoción y la enseñanza de la literatura en todo el país. Heras inauguró Universidad para Todos en la televisión cubana, mostrando algunas técnicas narrativas muy útiles para escribir y para leer en el mundo actual; de aquellas “teleclases” se derivó la voluminosa selección Los desafíos de la ficción (2001), cuyos textos, cuidadosamente compilados y editados, tanto han contribuido a los cursos para narradores jóvenes de todas las provincias del país, organizados por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, presidido por el Chino y que ha formado a más de 900 estudiantes en 17 años, muchos de los cuales ya exhiben varios premios literarios y libros publicados. No es necesario que enfatice en la extraordinaria labor de este centro, al cual hoy aspiran a ingresar muchos adolescentes en todo el país, pues brinda la posibilidad de formarse con suficientes herramientas para emprender el difícil arte de narrar y ampliar su universo cultural en otras manifestaciones. Sé de la vocación de Heras por el magisterio, pues mis primeros aprendizajes en el trabajo de edición los hice bajo su guía. También fue justamente merecedor del Premio Nacional de Edición, por su larga trayectoria desde la corrección hasta la dirección editorial. Heras narrador, profesor, editor, gran lector... vive en la Literatura desde hace muchos años. El premio llegó con algún retraso, pero siempre es bienvenido.
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