“El arte a la vida”
Vladimir Tatlin
Cuando se examina, con la ventaja de la distancia temporal y crítica, un fenómeno artístico y social como el Constructivismo Ruso, uno puede darse cuenta realmente de lo que este fue y lo que aportó al arte del siglo XX (y más allá). Fue un fenómeno inusual en la historia del arte.
Corrían los primeros años de la Revolución de Octubre y el estremecimiento social y político de poner patas arriba a la sociedad zarista y construir una nueva, una sociedad para los trabajadores, era el escenario ideal para que el arte se involucrara con todas las fuerzas de su imaginación, es decir, la de los artistas.
Una tentativa central convocó a los creadores, llevar el arte a las grandes masas del pueblo y, a la vez, romper con los códigos y cánones del arte existente. Con estas dos líneas axiales de la propuesta, se estaba definiendo una relación inédita entre el arte y el estado, en este caso, el soviético. Estamos hablando de una revolución dirigida por líderes como Vladimir I. Lenin, León Trotski y Anatoli Lunacharski, que eran también intelectuales y críticos literarios agudos. El arte había sido lanzado al vértigo revolucionario y los artistas aceptaron el reto. Se cuidaba entonces la libertad de expresión y creación y, mucho más que cuidarla, se le estimulaba y se le otorgaba un papel protagónico.
Relevantes creadores se lanzaron a este torbellino creativo: Alexander Rodchenko, Vladimir Tatlin, El Lissitzky, Liubov Popova y Bárbara Stepanova, entre otros nombres de hombres y mujeres de inmenso talento y poseedores del entusiasmo y la pasión necesarios para lo que se propusieron. Ellos crearon una suerte de identidad visual plena de experimentación interdisciplinar y mezclas de todo tipo que abarcó el diseño, la ingeniería, arquitectura, pintura y escultura, el cine y la propaganda gráfica, todo lo que en materia de visualidad fue posible abarcar. Ese espíritu de innovación y búsqueda los llevó a experimentar con códigos y elementos de otros movimientos de vanguardia como el suprematismo, el arte abstracto, el cubismo, el dadaísmo y otros. Fue una suerte de fiesta de lo experimental. La economía de recursos visuales y el tratamiento novedoso del espacio fueron rasgos definidores de la hazaña artística de los constructivistas rusos.
Pero fue, igualmente, un momento de introspección del arte en sí mismo y de su relación con la sociedad, con el hombre en su sentido más antropológico. El reconocido historiador y crítico de arte Boris Groys, al recordar, en un estudio fundamental del arte[1]en la Unión Soviética de las primeras décadas del siglo XX, cómo se radicalizó la vanguardia soviética al establecerse la dicotomía de productivismo versus constructivismo, cita al que se considera el teórico del movimiento, A.Gan, cuando este expresó: “No debemos reflejar, representar o interpretar la realidad, sino encarnar y expresar prácticamente los objetivos trazados de la nueva clase obrera activa, del proletariado”. Es decir, al interior de aquella vanguardia hubo tensiones de todo tipo, marcadas tanto por las ansias de innovación y sus diferentes perspectivas como por las relaciones entre el arte y el poder del estado. Durante los años veinte del siglo pasado estas pugnas y contradicciones no pudieron, de ningún modo, opacar la tremenda efervescencia de la creación. Otra cosa ocurrió en los años treinta, pero ese período no forma parte del presente texto.
La explosión constructivista desbordó el marco temporal e histórico del movimiento y los artistas rusos ejercieron y han ejercido una influencia sostenida en el arte posterior del pasado siglo, al punto de que para algunos especialistas mucho de lo que vino después traía, de alguna forma, su huella inconfundible.
En Cuba, además de que la enseñanza de la praxis de aquellos artistas forma parte de los programas de historia del arte y de la Universidad de las Artes, en la práctica real numerosos artistas han dialogado fructíferamente con el movimiento. Se me ocurren ahora varios nombres, entre otros: Eduardo Ponjuán, René Francisco Rodríguez, Tomás Lara, Kcho. De René Francisco son estas palabras acerca del movimiento:
“Fue un empeño por subvertir el campo hegemónico del arte, una ruptura semántica, un arte que se igualara a lo novedoso que, en lo social, trajo la revolución. Fue un arte nunca visto antes, con componentes místico-espirituales, a la vez que práctico-funcionales, fue la gran utopía, el volver al grado cero de la representación, a la reconstrucción del universo visual y simbólico existente”[2].
La valoración del reconocido artista y profesor puede redondear lo dicho hasta aquí.
Finalizo esta evocación refiriéndome a la obra que, entre otras muchas, puede emblematizar al movimiento, me refiero a la “Espiral de Tatlin” o “Torre de la Tercera Internacional”. Es una obra de sentido babélico, una doble espiral que nunca pasó de ser un boceto (la maqueta poseía cinco metros de altura y, de ser materializada, la pieza hubiese tenido alrededor de cuatrocientos metros), pero recogía lo que de utópico reflejaba el constructivismo, su aliento principal y su contenido de trascendencia. Era como una oda a la fuerza y la pujanza de la Revolución Bolchevique; era, también, el cuestionamiento, la interrogación a la continuidad de un proyecto extraordinario, a su posibilidad de culminación: la revolución social. Algunos estudiosos han elevado esta pieza al sitial de una de las obras de arte claves del siglo XX[3].
Hace un siglo justamente, por estos mismos años que iniciaron la segunda década del siglo XX, un estremecimiento telúrico, originado por un grupo de extraordinarios creadores, y estimulado por una revolución genuina, innovó las artes visuales de la Unión Soviética y del mundo.
Notas:
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