Llegaron los carnavales. Eran tiempos que esperábamos con ansiedad. Me parece estarlos reviviendo en este instante. Los días previos a su inauguración todos los muchachos de la zona a los que sus padres le permitían ir más allá de los límites naturales del barrio –no se podía pasar de la manzana en que vivíamos y jugábamos—se aventuraban a recorrer ese pedazo de la calle Malecón que se comenzaba a transformar vertiginosamente.
El área del muro cedía su natural espacio romántico para convertirse en una larga longaniza de secciones en las que se colocaban mesas y sillas de acuerdo a una distribución aparentemente anárquica. Bien podía haber en uno de esos espacios una mesa y ocho sillas, como que podían ser solamente sillas. Los espacios, denominados palcos, eran vendidos en diversos lugares y de acuerdo a su ubicación así sería el costo. También estaba la posibilidad de contratarlo de acuerdo a las necesidades familiares o de un grupo de amigos y vecinos.
Sí, porque en los años setenta no era extraño que un grupo de vecinos se reuniera en un palco a disfrutar cual si fueran una sola familia.
Por vivir en la calle 17, en el Vedado, y cerca del Malecón, disfrutaba además de ciertos privilegios en el momento que se iniciaban los carnavales o en los días previos. Uno de los recuerdos más recurrentes de esos años fue el momento en que vimos cómo se ponía en marcha una singular carroza que reproducía a escala casi natural un central azucarero. Así como lo digo y lo lee: era una copia de un central que además lanzaba humo por su chimenea. Era tan abrumadoramente enorme aquella carroza que no podía ejecutar las maniobras de giro al final de los paseos; por lo que era arrastrada por dos camiones que se ubicaban en la dirección que tocara desfilar.
En aquel entonces las fiestas de carnavales se realizaban en los días finales del mes de julio, lo que coincidía con las vacaciones y muchos disfrutábamos de cierta licencia para costarnos más tarde de lo habitual; es decir, entre las doce de la noche y la una de la mañana; sobre todo los fines de semana.
La preparación de las familias para esos días de carnavales era toda una odisea. Se debía llegar temprano para poder comprar las mejores ofertas gastronómicas; sobre todo los aporreados de cangrejo y las muelas de jaiba o cangrejo moro; y lo más importante de acuerdo a la filosofía de los adultos, tomar bien fría la cerveza.
En mi caso muy particular el llegar temprano me permitía estar cerca de la valla que separaba el paseo de los palcos antes y poder tener el privilegio de recibir, fildear o vociferar para que alguna de las azafatas que viajaban en las carrozas me obsequiara o premiara con un paquete de serpentinas (¿las recuerdan?). También podía atormentar a mis padres para que me compraran un par de pitos de metal o una matraca para ser parte de aquel universo sonoro donde reinaba una armoniosa desafinación que para nada era molesta.
No siempre se asistía al privilegio de los palcos, sobre todo porque de ellos había que salir una vez terminado el desfile y eso se convertía en un problema para las familias cuando los niños se dormían o alguno de los adultos se pasaba de “laguer”. En ese caso quedaba la opción de “la otra orilla”; o lo que era lo habitual: caminar por todo el paseo y buscar un lugar cómodo para ver el desfile.
Cuando se entraba en la categoría de “nómada de carnavales”, se precisaba disponer de una infraestructura básica a ese fin que incluía un cubo, preferiblemente nuevo, para acumular cervezas y un líder dispuesto a desplegar todos sus encantos para lidiar con las colas en los kioscos. Aunque ante ausencia del cubo lo habitual era estar presto a lucir en la mano un vaso tipo perga o de cartón parafinado, que los había con capacidad para una o para dos cervezas.
El tamaño del vaso determinaba el estatus social dentro de la familia y la comunidad. Ojo, en esos vasos también se bebía refresco.
Con particular afecto recuerdo los carnavales del año 1973.
Frente al bar restaurante Gato Tuerto, en el cruce de la calle O entre 17 y 19, y cubriendo una parte del parque que rodea el monumento al Maine, se comenzó a levantar una estructura de acero de al menos tres pisos que reflejaba en su diseño elementos decorativos interesantes, sobre todo las imitaciones de ventanas con vitrales. Una vez terminado fue rodeado de una cerca perimetral y en uno de sus laterales, el que daba justo al muro lateral del Hotel Nacional se estableció una pizzería que trabajaría las 24 horas en tiempos de carnavales.
Aquella obra, de buen gusto, fue levantada a la par que allí mismo ensayaba la comparsa del sindicato de la construcción, y ese lugar sería bautizado con ese nombre: La Construcción. La comparsa en cuestión realizaba figurados bailables pocos ortodoxos para la época, sobre todo porque su coreografía giraba en torno a las palas y los picos como elementos destacables.
Una particularidad de los carnavales de aquellos años era que cada sindicato organizaba, diseñaba y contrataba a los músicos que animarían su carroza. Tal faena implicaba los diseños de vestuarios y un descomunal derroche de imaginación creativa en lo que a las carrozas alegóricas tocaba. Los hubo desde descomunales como la construcción de un central por parte del Sindicato de los azucareros –que en la punta de la chimenea montaron una plataforma para una bailarina, que además lanzaba humo, hasta menos complejos como la carroza de la Industria Ligera donde el plato fuerte era la presencia de Pacho Alonso y su orquesta. Todo ello sin olvidar que El Pello y su Mozambique animaban la carroza del INIT (Instituto Nacional de la Industria Turística). Lo que sí era innegable era el buen gusto con el que se pensaban, se ejecutaban y decoraban aquellas carrozas; incluso las que acompañaban a las comparsas tradicionales.
Volviendo a La Construcción -que así se llamó ese espacio que incluía en su interior un restaurante, un cabaret mirador en una plataforma situada a unos ocho metros de altura y muy cerca del paseo una plataforma para cruzar a un segundo cabaret que trabajaba una vez terminado el paseo, es decir sobre las dos de la mañana, —y que fue nombrado La piragua.
Y como aquella propuesta era toda una novedad, merecía que fuera animado por alguna orquesta de moda y ese papel fue compartido entre Los Latinos que cubrían el show de La Piragua y La monumental que estaba en La Construcción.
Aquel año 1973 marcó un punto de giro en las fiestas de Carnavales. Fue el último año que se pudo disfrutar del “escuadrón de acrobacias de la motorizada de la policía”.
A las nueve de la noche, Ruperto –nombre del cañón que anunciaba desde el Morro que era hora de cerrar las puertas de la ciudad—marcaba que era hora de comenzar los desfiles. Todos los asistentes se agolpaban lo mismo a las barandas de los palcos que a las de los paseos para ver las maniobras de los “caballitos” en sus motos; que no estaban exentas de peligros, pero mostraban la habilidad y el desvelo de aquellos hombres. La maniobra más compleja era la llamada “el giro de la muerte”, que consistía en el instante que dos o más motociclistas comenzaban a dar vueltas en círculos concéntricos que se iban reduciendo hasta tomarse las manos y uno de ellos pararse sobre el asiento de su moto.
Tras ellos tocaba la hora de la llegada a la Tribuna presidencial –ubicada por años en la pared farallón que separa al Hotel Nacional de la calle Malecón—de la Reina del Carnaval con sus luceros; este fue el último año de ese evento. Entonces comenzaban los desfiles.
Otra de las atracciones notables era la aparición del “chino del Mandarín”. Aunque parezca ilógico, se trataba de un hombre de origen chino, de al menos seis pies de altura y gordo que fungía como chef de ese restaurante y que bailaba que era una barbaridad.
Para mis contemporáneos el momento de apoteosis era la aparición de la comparsa de Los guaracheros de Regla, tal vez porque nos identificábamos más con ellos que con el resto de las comparsas tradicionales. Entonces todos, hasta el más patón, imitaba los pasos y giros de aquella larga fila de hombres y mujeres y le acompañábamos por todo el trayecto siendo parte de un inacabable y siempre creciente ballet callejero.
1973 fue un gran año para los carnavales habaneros. También fue el primer paso de mi despertar social, pues mis padres me permitieron ir junto a mis amiguitos del barrio, sin supervisión de un adulto, a disfrutar de aquel momento.
La Construcción se convirtió en la pizzería más concurrida y famosa de la ciudad después de aquel año. Era común, normal y diría que hasta placentero, hacer la larga cola que siempre había allí a cualquier hora del día, mucho más en la madrugada, y comer aquellas pizzas gordas y semi quemadas que nos hacían felices, con un queso que lo mismo quemaba las manos que manchaba la ropa.
Y el lugar desde aquel año dejó de ser “la explanada del Maine” para convertirse en La Piragua. Los carnavales habaneros después fueron perdiendo su encanto hasta casi desaparecer.
Foto: Jorge Luis Sánchez Rivera/ Tribuna
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