No quisiera que pasase el mes de mayo de este turbulento año 2020, sin recordar el fallecimiento de uno de los creadores más interesantes que ha nacido en nuestra tierra. El pintor y escritor cubano Carlos Enríquez, de vida azarosa, que había llegado a este mundo, un 3 de agosto de 1900, en un poblado de Villa Clara, llamado Zulueta, que ahora forma parte del municipio de Remedios.
Los especialistas clasifican a Carlos Enríquez, entre un grupo de artistas cubanos de la plástica que lograron un novísimo quehacer en la pintura cubana, artistas rebeldes, que rompieron con la Academia, se enfrentaron a críticas y lograron formar parte de la avanzada de las artes visuales de nuestra inquietante Isla.
Carlos Enríquez, uno de los más grandes pintores de esa Vanguardia en la primera mitad del siglo XX.
Recuerdo con exactitud, un día que visité la finca, donde el pintor vivió desde 1939, hasta su muerte. La llamó el artista “Hurón Azul”, en Arroyo Naranjo, era su Taller de creación, y hoy Casa Museo y además, entre otras interesantes actividades, con una Peña Literaria, dirigida por la poeta Reyna Esperanza Cruz.
El Museo “Hurón Azul”, recoge obras y recuerdos del pintor. Una casita de madera, detalles en la escalera, en las paredes, un ambiente de humilde recogimiento de un espíritu altamente creador, que trasmite todo el ambiente exquisito que, de puro criollismo, rodea la vivienda.
Cuando por primera vez, muy joven, disfruté de algunas de los cuadros del artista, quedé impactada con ellos. No era yo una experta, pero “El rapto de las mulatas”, al decir de muchos, me transportó. Realmente este hombre, había logrado un estilo bien definido de su poética pictórica, a tal punto, que muchas de sus creaciones muestran un común denominador en los trazos, quizás el vuelo del pincel, la manera original de mezclar colores y atemperarlos, y lo que es más importante, la destreza a través de la proyección sentimental, para llegar a cada uno de los que en algún momento nos acercamos a su obra, y hacernos estremecer con su cubanía.
No había duda, un sello lo distinguía, y así sus lienzos “Manuel García y el Rey de los Campo de Cuba”, “Campesinos Rebeldes” , “Dos Ríos” y por supuesto “El rapto de las mulatas”, señalado anteriormente, para muchos críticos, marcan pauta en la historia de la pintura cubana de la primera mitad del siglo XX.
En una ocasión, supe que como muchos buenos creadores, su obra fue alcanzando el clímax que lo situaría entre los más destacados artistas de nuestro suelo. Fue premiado y muy reconocido.
De muy joven, estudió en su ciudad natal, y en la Habana. Después en Pensilvania, inicia un curso de Contaduría, y se inscribe en un Curso de Verano de pintura, también en los Estados Unidos. Viaja por Europa, España, Francia, e Inglaterra, y en América, se nutre mucho del arte mexicano y haitiano y regresa a Cuba. En 1925, un atormentado matrimonio con una norteamericana pintora, llamada Alicia Neel, lo hace alternar sus creaciones pictóricas con sus labores en la Lonja del Comercio, como contador. Tiene dos hijas, pierde en poco tiempo a la primera y después, tiene su segunda hija. A pesar de que el matrimonio adopta los mismos criterios artísticos sobre el arte nuevo y la búsqueda incesante de algo diferente que rompiera con lo establecido, lamentablemente ocurre el divorcio de la pareja.
Cuando menciono esta época, siempre resalto que el surgimiento de la Revista Avance, marca un hito en la cultura Cubana de todos los tiempos. Es justamente en 1927, cuando Avance, al presentar el Movimiento de Vanguardia en Cuba, en una Exposición de Arte Nuevo que rompe con la Academia, aglutina nombres y sentimientos que valoran la identidad de la presencia pictórica que exige ese momento histórico de la Patria.
Una presentación muy valiosa para la Historia de la Pintura Cubana y en esa exposición de Arte Nuevo, el nombre de Carlos Enríquez.
Algo muy significativo que es bueno destacar, es el hecho acontecido en 1929, cuando el entonces Historiador de la Ciudad, Emilio Roig de Leuchsenring, protegió a Enríquez, al brindarle el espacio en su bufete, para que el artista colocara sus obras, con el tema del desnudo, que se negaron a exponer en el Lyceun, las socias habaneras, mujeres adineradas, porque las consideraban un escándalo. Dicen que la muestra fue admirada por importantes personalidades del momento. El pintor también fue censurado, años después, al no dejarlo exponer algunas de sus obras, en la Asociación de Reporteros de la Habana.
Etapa difícil para la Cuba de entonces. Sobre 1930, ya comienza Enríquez, a definir su estilo. De esta época, es La Virgen del Cobre, muy mestiza, muy nuestra, muy cubana. Se va alejando del expresionismo y se acerca mucho más al descubrimiento de su tierra antillana.
Vuelve de viaje por el viejo continente. Tanto este periplo por varios países, como el anterior, le sigue aportando extraordinarios conocimientos. Llega muy seguro de sus propósitos y despliega en sus obras las mejores inspiraciones. Al encontrarse con amigos pintores, intercambia ideas y proyectos. Avanza el año 1934.
Mientras continúa recreando el desnudo, se propone crear obras abiertas a evidencias sociales, al que pertenecen los grandes lienzos que lo distinguen y que se ha dado en llamar, “El romancero criollo o guajiro”. El mundo del campo cubano, aparece recreado, en sus fabulosos cuadros.
En una entrevista comentó: “Actualmente me interesa interpretar el sentido cubano, americano y continental de ambiente, pero alejándome de las Escuelas europeas”.
De esta manera, escaló un sitial distinguido y dejó una huella imperecedera en todos los artistas que le sucedieron.
Siempre le interesó la literatura.
Escribió artículos en publicaciones de la época, diseñó una escenografía, ilustró libros, entre ellos: “El Son Entero”, de Nicolás Guillén. Escribió dos novelas, la primera llamada “Tilín García” y en la década del 40, “La Vuelta de Chencho, y aquí les inserto unas palabras de Graziella Pogolloti, que lo conoció muy bien, y desde muy niña:
“Carlos Enríquez se identificaba con Tilín García, el héroe justiciero de una de sus novelas y con el personaje de La vuelta de Chencho, texto lamentablemente olvidado, quien regresa de la muerte para repartir bienes entre los desamparados de su vecindario”.
Su última novela, “La feria de Guaicanama”, se publicó en 1959, al triunfo revolucionario.
En resumen, podemos decir que sus estudios logrados por viajes y relaciones de diversa índole, lo fueron definiendo como el artista que fue. Conoció la pintura de los grandes maestros españoles Goya, Velázquez, El Greco, y de otras latitudes que lo nutren y lo fortifican. En él se mezcla el conocimiento de las técnicas pictóricas alcanzadas en el Mundo, el erotismo, y la anatomía femenina, pero también, las leyendas del campo cubano, sus héroes, los patriotas y el sincretismo religioso.
Ya el más alto compromiso con la problemática social política y económica de aquellos difíciles tiempos de la Patria, está presente especialmente en los trabajos cargados de ironías de Marcelo Pogolloti y en la caricaturas de Eduardo Albela, con aquella serie tan popular y apreciada de “El bobo”.
A finales del 30 y mediados del 40, paseó el artista su obra por distintos países de América, continuó con la literatura y dio conferencias y escribió mucho como siempre quiso hacerlo. Fue una etapa de intensa actividad intelectual que enriqueció su obra, para bien de la cultura nacional.
Los amigos lo fueron abandonando, el alcohol, la soledad…
Cuentan que Carlos, preparaba una exposición de algunas pinturas en la Editorial Lex, cuando lo sorprendió la muerte y otra vez, la hija de Marcelo, nuestra querida Graziella, recuerda aquellos momentos:
“Como Chencho, Carlos Enríquez sufrió padecimientos atroces en el hospital Calixto García. Una mañana, apareció su cuerpo sin vida en el portal del Hurón Azul. A su lado, permanecía tan solo, fidelísimo, el perro Calibán”.
Era el 2 de mayo de 1957, el artista no había cumplido aún los 57 años de vida. La exposición pendiente, fue inaugurada en su memoria, el mes de junio del mismo año de su muerte.
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