En 1947, mientras los teatristas se empeñaban en cambiar el rostro del teatro cubano incorporando al mismo los rasgos que definían en aquel entonces la vanguardia y las poéticas contemporáneas en una apasionada faena que nuestra historia teatral ha reconocido como la etapa del teatro de arte en Cuba, una joven venida del centro de la isla, con apenas unos quince años ingresó en la recién fundada Academia Municipal de Artes Dramáticas de La Habana (AMAD), a la vez que comenzaba a trabajar en la radio y, cada tanto que ello era posible, sobre las tablas.
Una década después, cuando el arte teatral definía su futuro en la Isla a partir de la permanencia en los escenarios, para lo cual asumió las estrategias de las pequeñas salas y levantó sus pequeñas empresas vinculadas a los ingresos de la taquilla, la joven actriz, tras breve estancia en una de las academias teatrales norteamericanas de la época (dos niveles de actuación, uno de luces y otro de dirección en el Bown Adams Professional Studio) figuraba en el reparto del grupo más interesante del período y uno de los medulares en el proceso de fundación del teatro contemporáneo cubano: el mítico Prometeo, del legendario Francisco Morín, donde comparte escena con Helmo Hernández, Manuel Pereiro, Ernestina Linares, Lilliam Llerena, llega a ocupar lugares prominentes en los elencos de varias puestas en escena y resulta ya reconocido su talento y rigor profesional; fruto el último de la autoexigencia y el ansia permanente de conocimientos.
En dicha agrupación se inicia su trayectoria en la dirección escénica cuando, ante un viaje que debía emprender, Morín la nombra directora sustituta y le encomienda culminar el montaje por él iniciado de la pieza de Charles de Peyret Chappuis El difunto Señor Pic, que también protagonizó, recibiendo los premios de actuación y dirección (este último junto a Morín) otorgados por la Asociación de Reporteros Teatrales y Cinematográficos (ARTYC) correspondientes al año 1957. Ya la osada discípula presentaba credenciales junto al maestro.
Al inicio de 1959 protagoniza un espectáculo del Patronato del Teatro (El águila de dos cabezas), lo cual constituye todo un signo acerca del reconocimiento de su madurez en el medio escénico. En 1960 retorna a las labores de la dirección teatral y logra resultados impactantes con la Santa Juana, de Bernard Shaw, que se presenta en el Palacio de Bellas Artes. En 1961 ingresa a Teatro Estudio ―fundado desde 1958― donde permanece hasta los albores de los noventa y toma parte en una de las grandes sagas de la historia teatral cubana. En la memoria colectiva se inscriben las puestas de Madre Coraje y sus hijos, Fuenteovejuna, El perro del hortelano, Contigo pan y cebolla y en todas ellas una actriz con un desempeño de excelencia que transita con igual pericia por muy diferentes registros, estilos, sistemas teatrales y quien, al lado de otros artistas inmensos, presenta modelos de performatividad y sienta ya cátedra con un personalísimo sello en su actuación.
En esta primera etapa del referido conjunto escénico dirige La casa vieja, de Abelardo Estorino (en 1964). Luego, en 1966, trabaja nuevamente con la dramaturgia cubana; tres obras de autores nacionales, entre las que se incluye una propia se levantan sobre las tablas de su mano (Todo los domingos / Antón Arrufat; ¿Quién pidió auxilio? / Berta Martínez; y La lata de pintura / Lisandro Otero). En 1967 se aventura fuera de las lindes de Teatro Estudio y prepara La reina de Bachiche, de José Milián, con la Compañía de Arte Teatral La Rueda, proceso que no culmina al decidir regresar a su grupo de origen. Las memorias que quedan de este abortado montaje y los sucesos que vendrán permiten concluir que, en tanto directora, la artista se hallaba buscando su cuerda personal.
Desde tal perspectiva 1969 se insinúa al estudioso como un momento definitivo. En el Don Gil de las calzas verdes que estrena entonces fraguan los tanteos y pruebas de Bachiche. La conocida obra de Tirso de Molina se configura en un espectáculo de vibrante energía, en el cual los movimientos de conjunto adquieren una importante presencia y son elaborados cuidadosamente y donde se subrayan los signos netamente populares y la presencia del folclor español; ritmos y canciones tienen su espacio.
La convergencia en una misma persona de saberes y habilidades relativos a la dirección teatral y el diseño escénico colabora en la experiencia de establecer los símbolos escenográficos a partir de los cuerpos de los actores, prescindiendo de todo otro recurso material para tal fin, a la par que incorpora la iluminación a la dramaturgia del espectáculo mientras se vale de ella para completar la creación de imágenes de memorable hondura y belleza. Al respecto, el segundo empeño con La casa de Bernarda Alba, en 1972 (el primero fue Bernarda, de 1970), es definitivo.
Los espectáculos se caracterizan, además, por el elocuente manejo del espacio, la precisión y la limpieza en acciones y secuencias, el sentido del ritmo. Los personajes son cincelados hasta resaltar el rasgo más sutil, se cuida particularmente la emisión de la voz y la enunciación del texto. El trabajo de preparación es extenso e intenso pues el espectáculo se va levantando paso a paso sobre el lugar de ensayo, allí se someten a prueba los recursos complementarios, sean largas varas de madera, abanicos, hojas enormes, altas sillas, vastos paños partiendo siempre de visiones predeterminadas; la improvisación tiene pautas.
En este tiempo las faenas de la dirección escénica aun se simultanean o alternan con la actuación. En el difícil año de 1974, en pleno quinquenio gris, realiza una nueva y memorable creación con otro espectáculo del binomio Brecht /Revuelta: en Galileo Galilei Berta interpreta a la Señora Sarti y comparte plenamente la escena con Vicente, a cargo del Galilei.
En 1979 tiene lugar en su trayectoria el estreno absoluto de Bodas de sangre y es este uno de los más altos momentos del teatro cubano. La estremecedora belleza lograda con una extraordinaria economía de medios expresa un poderoso discurso ideológico que inserta la relectura de los símbolos lorquianos. Y es que, dentro del teatro cubano contemporáneo, el quehacer de Berta Martínez, como el de Vicente Revuelta, se distingue muy especialmente del resto por la persistencia e intensidad de su elaboración ideológica, de su discurso sobre las sociedades, su estructuración y funcionamiento y su relación con las vidas y destinos individuales. Ambos realizan el examen desde perspectivas dialécticas y materialistas encontrando siempre, como artistas de gran talla, las formas idóneas para comunicar sus visiones; imágenes que por la legitimidad de sus naturalezas potencian el enunciado y su significación. De ahí que La casa de Bernarda… sea un impresionante estudio desde la perspectiva de género y que del tejido poético de Bodas de sangre emerja con tal fuerza el tema de los intereses económicos, en una exposición de tantas resonancias que llega a incorporar al cierre el tópico del asesinato del poeta.
Stanislavsky, Brecht y, sobre todo, Meyerhold personalísimamente asimilados, junto a determinadas experiencias e influencias más cercanas han conformado una concepción del arte teatral de intensa síntesis que se expresa en un estilo pleno de signos propios. Se trata de un teatro de audacias y renovaciones que se levanta sobre una vasta información plástica, musical y un estudio minucioso de fuentes históricas y literarias. El discurso, por fuerza, se muestra barroco, polisémico y por momentos demanda un espectador avezado.
En 1984 trabaja con Shakespeare, curiosamente un autor poco representado en nuestra escena, y realiza una audaz interpretación de Macbeth la cual, luego, no la complace; tal vez por la ausencia de sutileza, de ocasiones para la revelación y el descubrimiento. En 1986 retorna al universo lorquiano, esta vez en la vertiente festiva de La zapatera prodigiosa.
Queda demostrado que los recursos estilísticos con los que ha configurado un singular lenguaje valen tanto para la tragedia como para la comedia. El espectáculo, de imaginativas soluciones, trae nuevamente a la escena el folclor musical español, entreteje humor y belleza y realiza una lectura agridulce, humanísima, que vuelve a dar lustre a tópicos como las contradicciones entre la realidad y el deseo, los estrechos límites en que transcurre la vida humana.
Muy pocos meses separan dicho estreno de aquel de La aprendiz de bruja, único texto teatral carpenteriano, que se prepara con elenco de Teatro Estudio pero desde la institucionalidad del Teatro Nacional de Cuba. Tras su segunda representación, donde tuvo lugar un accidente lamentable, la obra baja de cartel.
En 1988 el teatro cubano se reorganiza estructuralmente y emerge el sistema de proyectos artísticos. La actriz y directora permanece dentro de Teatro Estudio y recrea para la escena dramática, en sendas versiones pensadas para actores, en lugar de para cantantes líricos dos títulos muy conocidos del llamado género chico español: La Verbena de la Paloma o El boticario, las chulapas y los celos mal reprimidos (1989) y en 1991 El tío Francisco y las leandras (20 de abril), ambas éxitos de público desde sus primeras temporadas.
Las ociosas diferencias entre teatro culto y popular presentes aun en nuestros sistemas de valores estéticos sustentan el desconcierto inicial que producen en ciertas zonas de la audiencia la aparición de tales títulos en la trayectoria de la directora; se olvidan una vez más que el llamado arte culto de común se erige sobre manifestaciones de la creación popular (desde Bachs hasta Roldán, por solo mencionar un arco temporal perteneciente a la música) y que, en cuanto a la expresión teatral en específico, tanto Lorca como Shakespeare (al igual que Lope de Vega, Tirso y todo el teatro del Siglo de Oro español así como el teatro isabelino) son representantes de un arte capaz de satisfacer las expectativas de públicos situados en diferentes zonas de la estructura social y, ante todo, autores de elaboraciones artísticas donde resulta nítida la impronta de la cultura popular.
Ambas piezas (La verbena… y El tío Francisco…) corresponden a una de las vertientes raigales de la cultura cubana y de su escena. Para los teatristas cubanos de la generación de Berta, Vicente, Raquel, Roberto, otras anteriores e, incluso, algunas posteriores el teatro español es referente obligado. Fue espacio de sus ejercicios de aprendizaje, de sus entrenamientos para dominar el verso. Sobre él, y muy especialmente a partir de sus entremeses y pasos, de sus tonadillas ―que inundaron La Habana de primera mitad del XIX― de su producción sainetera y de su producción lírica en formato de zarzuelas ―grandes y chicas— tiene lugar la elaboración de un teatro propio, nacional, cubano. Y a este fenómeno fundacional, a este maridaje cultural aluden las recreaciones que la directora realiza a partir de estas obras del género chico, las cuales exploran las fronteras entre procacidad y arte apelando, como el mejor teatro popular de cualquier época, a la complicidad inteligente y gustosa del público para completar el sentido de una frase, imagen o secuencia y realizar la lectura más fecunda de los subtextos.
Dichas producciones se inscriben en sus investigaciones sobre los referentes del teatro cubano que si bien antes la habían conducido por el mundo de la picaresca, ahora la sumergen en el ámbito del espectáculo musical popular, estableciendo las relaciones entre el denominado género chico y ese fenómeno de similar raigambre que es el bufo cubano.
Sin embargo, siendo coherentes con el camino recorrido por la directora entre el lejano 1957 y su última revisitación a Lorca de 1986, la selección de estas últimas piezas parecía más bien constituir un preludio, “un paso”, hablando en términos teatrales, para acceder a empresas más altas. De hecho, durante cierto tiempo La Martínez ―apelativo con el cual la reconocía la crítica ibérica durante sus exitosas giras a la península y del que nos apropiamos, con admiración y cariño y un poco de esa socarronería nuestra, sus discípulos y colegas cubanos— anunció un próximo mayor empeño que vaticinaba ser, desde perspectivas más complejas e integradoras un tributo a las esencias de nuestro teatro popular. ¿La pícara Coraje?
Por otra parte, nos hallamos ante una directora que tiene como método alzar sus creaciones espectaculares sobre una teatralidad previa expresa en una escritura teatral que le antecede. ¿Acaso tal texto esté aún por descubrirse, por emitir sus provocaciones?
Regresando al trazado cronológico, El tío Francisco…, que retoma el espíritu del Don Gil a la vez que la línea del musical abierta en 1976 por Héctor Quintero con Algo muy serio en el espectro genérico de Teatro Estudio, es el último espectáculo que realiza la paradigmática institución en su sala habitual y con los recursos humanos que hasta ese instante le correspondían. Se produce el último cisma de su extensa historia en el contexto ―ya aludido― de reforma estructural de las artes escénicas y desde 1992 sus próximos estrenos tendrán por espacios al Teatro Nacional de Cuba y La Casona de Línea, mientras surge de su seno una nueva agrupación dramática: la Compañía Teatral Hubert de Blanck, que tuvo a la actriz Ana Viñas como primera Directora General.
Las circunstancias que animaron esta nueva ruptura y, en especial, aquellas que dieron lugar al conjunto emergente ―en el cual no se distinguía un líder artístico y cuyo funcionamiento en los años sucesivos no estuvo regido por un sistema de dirección colectiva, ya fuese en forma de junta, comité o consejo director―, se relacionan con el posterior desarrollo de la vida del mismo y de la trayectoria particular de sus miembros, sin excluir de tal análisis las específicas circunstancias sociales y económicas de los últimos decenios.
Después del estreno de El tío Francisco… Berta llevó a cabo reposiciones de grandes títulos como Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba y los dos arriba mencionados; ello ha implicado el montaje de ciertos papeles con nuevos actores, además de la revisión de toda la partitura escénica y la recreación de algunos de sus momentos tal y como es legítimo en un hecho vivo como el teatro y en una auténtica creadora como la artista de quien se trata; no obstante, no hemos tenido el placer de disfrutar de una nueva propuesta.
A estas alturas contamos con varias generaciones de estudiantes, de estudiosos del arte teatral y de espectadores para los cuales sus resultados no figuran entre los referentes activos, sensibles de que pueden disponer.
El examen de la cronología de espectáculos producidos por otro grande, Vicente Revuelta en este caso, a partir de la década del noventa muestra un panorama en cierto grado semejante (Medida por medida, 1993; Ñaque o de piojos y actores, 1994; La zapatera prodigiosa, 1998), lo cual me lleva a pensar en el segundo período de Teatro Estudio y en Raquel como Directora General del mismo. Bajo su dirección ―cualquiera haya sido su estilo de trabajo— se consiguió sostener un dinámico ritmo de presentaciones y estrenos a lo largo de más de veinte años (entre 1968 y 1991) con la presencia en escena de todos sus directores artísticos, en una institución que contaba regularmente con cuatro o más figuras en tales funciones y que transitó por etapas sumamente complejas, marcadas por el segundo cisma de Teatro Estudio (1968, con la fundación de Los 12 y el Grupo Teatro Escambray) y la denominada “parametración” (1971-1976).
También parece ser un elemento a atender la alternancia que se ofrece a la vista del investigador entre los espectáculos firmados por cada uno de estos directores, cual si se llevara a cabo una emulación, consciente o no, entre ambos, o tal vez dicha concurrencia temporal exprese las estrategias propias de la Dirección General a que he aludido con anterioridad: en septiembre de 1964 Berta estrena La casa vieja y, para diciembre, Vicente lo hace con El perro del hortelano. En mayo del 66 la directora realiza la trilogía ya mencionada de obras cubanas y en noviembre tiene lugar el estreno de La noche de los asesinos, a cargo de Vicente. En enero de 1972 sube a escena Las tres hermanas y en mayo La casa de Bernarda Alba. En 1979, en el mes de noviembre disfrutamos de Bodas de sangre y en diciembre de El precio. La casa de Bernarda… se repone en 1981 y La duodécima noche se termina en 1982. Macbeth tiene su estreno en enero de 1984 y en febrero Vicente muestra la trilogía de teatro norteamericano que incluye Antes del desayuno, Cuento del Zoo y, para marzo, El canto del cisne. La zapatera prodigiosa se presenta en mayo de 1986 y en junio tiene lugar el estreno de En el parque.
Luego, Vicente no regresará a escena como director hasta 1993 (con Medida por medida, de Shakespeare, tras el cisma del 91 que abre la última etapa de Teatro Estudio). Berta tendrá sus dos últimos estrenos, hasta la fecha, en 1989 (La verbena…) y 1991 (El tío Francisco…).
El tema se relaciona con el asunto del patrimonio intangible, su cuidado y conservación. En ambos casos las puestas en escena no quedaron registradas en soporte de ninguna índole mientras que, con respecto a Berta, tampoco se logró garantizar el aprovechamiento colectivo ulterior de su talento y experiencia. El tópico rebasa la tradicional dimensión material (recursos y condiciones) en que acostumbramos a pensar estos asuntos para trascender al área volitiva y la puesta a punto de las capacidades: una dimensión más sutil y compleja.
Entre las generaciones posteriores inmediatas es factible encontrar resonancias, discípulos. Entre los actores, cuyas edades rebasan los 50 años, varios son hoy primeras figuras de la escena cubana. Entre los directores y los diseñadores de luces el número es sumamente reducido. En el primer caso, Lauten y Díaz se han declarado herederos de tal legado y no es difícil enlistar a algún otro; en el segundo figuran Cruz (Saskia) y Repilado.
En todas estas zonas de especialización la impronta podría haber gozado de mayor impacto y repercusión toda vez que se trata, sin duda, de una artista excepcional, de alguien que por razón de su enorme talento, del dominio alcanzado en varias de las especialidades y oficios que concurren en el arte teatral es una de las grandes figuras del teatro cubano. Ello, y las circunstancias de la etapa de su existencia en que se mantuvo alejada, por voluntad propia, de los escenarios y también de la trama teatral, alimentaron la leyenda. No obstante, en un arte como el teatro, efímero, trasmitido sensiblemente de maestro a discípulo, donde participar íntegramente de ese intercambio inenarrable de energías que sucede entre la escena y el espectador resulta vivencia definitiva, las leyendas, aunque imprescindibles, legitimadoras y estimulantes, no son suficiente a menos que las alimentemos con los detalles que las acercan a lo humano y que las convirtamos en reales lecciones de profesión y vida. Sin dudas el esplendor y la maravilla de la magna obra nos torna exigentes, insatisfechos, insaciables, tal y como la propia Berta se nos mostró y nos enseñó que debemos ser.
El Teatro es un arte arduo, revelador de pasiones: todo al fuego, demanda sin contemplación alguna. Ella lo supo desde el primer instante y se dio toda, por eso, en las tardes más transparentes y perfumadas una y otra vez la brisa de la Isla la nombra.
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