Así empezó la historia del Che (I)


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el jóven Guevara

El 26 de julio de 1953 pudo ser un día como otro cualquiera en nuestra historia. No lo fue. A las 5:15 de la madrugada eran asaltados por unos ciento cincuenta hombres los cuarteles Moncada, en Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo.

Al anochecer de ese día una pequeña columna intentaba ganar la cordillera de la Gran Piedra con el propósito de adentrarse en las primeras estribaciones con las que la Sierra Maestra declina al este su orografía en la bahía santiaguera. Compuesta por dieciocho hombres débilmente armados, encabezada por el joven abogado Fidel Castro, era una reducida parte del contin­gente protagonista de los sucesos ocurridos pocas horas antes. 

Alejándose de Santiago de Cuba a campo traviesa, siguiendo las líneas del ferrocarril rumbo a San Luis, caminaba solitario un joven de veintidós años. Había integrado esa mañana el grupo que ocupó el Palacio de Justicia, aledaño al Cuartel Monca­da, en una de las operaciones de apoyo a la acción principal. Su nombre: Raúl Castro.

A unos diez kilómetros de Bayamo, tres de los participantes en el ataque al cuartel Carlos Manuel de Céspedes lograban la ayuda de varios campesinos de la zona de Santa María. De esa manera, “Ñico”y Darío López, Calixto García y Mario Darmau habían podido subir a un ómnibus interprovincial que los regresaba a La Habana.

El 26 de julio de 1953 también pudo ser un día como otro cualquiera para un joven médico argentino que en esos precisos momentos caminaba por las calles de La Paz, capital de Boli­via. No lo sería. Cuatro meses atrás había terminado sus estudios. Un mes antes había recibido su título. Veinticua­tro meses más tarde, exactamente en julio de 1955, conocería en Ciudad México a quien había dirigido las acciones revolu­cionarias del 26 de julio de 1953 en Cuba. Cuarenta meses después sería uno de los ochenta y dos expe­dicionarios del Granma.

En busca de una Revolución

“Cuando Ernesto partía desde Buenos Aires con rumbo a los países latinoamericanos —relata su padre—  (1) lo fuimos a despedir muchos familiares y amigos a la estación Retiro del ferroca­rril Belgrano. Al arrancar el tren, antes de subir al estribo y caminando por el andén, vestido con un traje de campaña, revoleó sobre su cabeza un bolsón donde llevaba su ropa y gritó: ?Aquí va un soldado de América’."

¿Germen de actitud... decisión... broma?  La práctica, determinante de la verdad, dirá a través del tiempo que en aquel Ernesto Guevara de la Serna, que todavía no era el Che, existía realmente un soldado de América cuando veinte días antes del asalto al Moncada —el 6 de julio de 1953— sale por tren desde Buenos Aires hacia La Paz. Lo cierto es que en Bolivia decide no ir ya a Venezuela, donde lo esperaba su amigo Alberto Granados con una oferta de ocho­cientos dólares mensuales para trabajar como médico.

Aún queda en el Altiplano cierto aire que recuerda los comba­tes que durante tres días, quince meses atrás, estremecieron el valle de La Paz cuando los mineros de Milluni se unieron a los trabajadores fabriles, a la pequeña burguesía, a los estudiantes y a los pobladores marginales, mientras los obre­ros y campesinos paralizaban en San José de Oruro y Papel Pampa a los regimientos del sur, impidiéndoles ir en apoyo del ejército de casta que sostenía en la capital a la élite oli­gárquica. El Movimiento Nacionalista Revolucionario capitali­zaba la insurrección popular y venía de su exilio en Argentina Víctor Paz Estensoro. Era el inicio de una semirevolución que en el decurso de los años los dirigentes mismos del MNR harían involucionar.

El médico Guevara conoció entonces en Bolivia a Juan Lechín y a otros líderes.  ¿Qué vio, qué supo, qué intuyó para detectar las inconsecuencias de aquel proceso hasta el punto de hacer los bártulos y seguir rumbo al noroeste, hacia la Guatemala nacionalizadora de los inmensos latifundios de la United Fruit Company?

En un camión cargado de campesinos se le verá pasar con su compañero de viaje, Carlos Calica Ferrer, la frontera boliviano-peruana. Calica era hijo del doctor Ferrer Moratel, uno de los médicos que atendía de niño a Ernesto en Altagracia, Córdoba; desde entonces databan sus relaciones.

Ya en Perú, tras la oceánica imagen del Lago Titicaca, el Puno. Y el Cuzco. Y de nuevo las legendarias ruinas incaicas de Machu Picchu, que en 1952 lo impresionaran durante su primer tramonto andino de Chile a Perú, a Colombia, a Venezue­la.

En Lima (septiembre de 1953), es inútil su gestión ante la policía odriísta para que le devuelvan la literatura boliviana que le habían decomisado al entrar al país. Allí Calica Ferrer decide regresar a la Argentina, pero Guevara no quedará solo. Se le une otro argentino, el abogado platense Eduardo “Gualo” García, con quien sigue viaje a Ecuador.

A excepción de su posterior estancia en Guatemala y México, no ha sido posible establecer con precisión el tiempo que perma­nece en cada uno de los países que integran el itinerario de este recorrido. A juzgar por las dos cartas que envía a su familia desde el Ecuador los días 4 y 21 (la siguiente estará fechada en Panamá el 29), en Guaya­quil debió estar la mayor parte del mes de octubre.

Durante ese octubre de 1953 en que Guevara permanece en Ecua­dor tratando de resolver su tránsito hacia el istmo centroame­ricano, en la mayor de las Antillas concluye jurídicamente el capítulo del Moncada. El día 6 se dicta sentencia contra veintinueve de los participantes en las acciones del 26 de julio: cuatro son condenados a trece años de prisión; veinte, a diez años; dos, a tres años; y a siete meses las dos únicas mujeres que acompañaron a los "moncadistas". El día 13 son conducidos en dos aviones militares DC-3 hacia el Reclusorio Nacional para Hombres de Isla de Pinos, mientras Haidee Santama­ría y Melba Hernández viajan hasta el Reclusorio Nacional para Mujeres de Guanajay. El día 16 Fidel Castro es conde­nado a quince años, tras una arbitraria vista en un pequeño salón del Hospital Saturnino Lora en Santiago de Cuba. Su autodefensa de aquel día devendría uno de los documentos políticos más divulgados en América Latina.

El joven argentino, que espera en esos días un barco en Guaya­quil para trasladarse a Panamá, no podía imaginar entonces que veintidós meses después su existencia iba a quedar unida a la historia de esa vanguardia que a más de tres mil kilómetros de donde él estaba era arrojada a la cárcel por defender la libertad de su patria y la justicia social. En Perú, Guevara había conocido a varios dirigentes apristas y conversado de nuevo varias veces con el científico Hugo Pesce, ligado al Partido Comunista, a quien conociera el año anterior cuando con Granados se dirigía a Venezuela.

En Guayaquil, las conversaciones con intelectuales y dirigen­tes de la Juventud Comunista; un ejemplar de Huasipungo, dedicado por su autor Jorge Icaza; y una espera de veinte días por el barco de la United Fruit, en el que en definitiva arriba a Panamá.

La inevitable visión de la zona del canal, una crónica sobre Machu Picchu y la necesidad de empeñar sus libros de medicina para continuar viaje hacia el norte, hacia donde la pequeña Guatemala lucha sola contra la internacional de la reacción encabezada por el imperialismo yanqui, serán las imágenes con las que llega en compañía de “Gualo” a Costa Rica.

Costa Rica era propicia escala a la migración revolucionaria y pseudorevolucionaria de esa época. Los regímenes reacciona­rios que pululaban en el área como versión latinoamericanizada del anticomunismo occidental de posguerra, en lo que bien ha dado en llamarse la internacionalización del macarthismo, volcaban sobre las playas ticas miles de dominicanos, haitia­nos, venezolanos, peruanos, hondureños, nicaragüenses...

Los primeros cubanos

“Allí, en San José, había un café que era el centro de reunión de muchos de los extranjeros en la capital. Aunque se llamaba Hotel Palace nosotros le pusimos El Internacional, pues siem­pre había personas de distintos países hablando en las mesas sobre conspiraciones”, explicó Severino Rosell al autor, un día de junio de 1973.

Habían pasado veinte años desde que Severino Rosell llegara a Costa Rica el 3 de noviembre de 1953. En ese año formó parte de la emigración cubana dispersa por Centroamérica después del golpe del 10 de marzo. Participante en el asalto al cuartel Moncada, fue uno de los dieciocho hombres que, junto a Fidel, comenzaba a subir la cordillera de la Gran Piedra aquel 26 de julio de 1953, cuando el joven Ernesto Guevara caminaba por las calles de La Paz. Entre los pocos de aquella columna que pudieron eludir la persecución del ejérci­to de la tiranía, Rosell llegó hasta La Habana, se refugió en la Embajada de Uruguay y obtuvo asilo en tierra costarricense. Allí se encontraría con otros compañeros del Movimiento; entre ellos, uno de aquellos tres combatientes que lograron escapar en ómnibus desde las proximidades de Bayamo, quien igualmente asilado en una embajada también viajó a Costa Rica, Calixto García. Ambos se trasladarían posteriormente a México después de hacer una escala en Honduras. Pero eso sería después, en 1954, y Rosell(2) aún relata lo ocurrido en Costa Rica en diciem­bre de 1953:

Hay algo que muchos no conocen y es con relación al Che. Los que formábamos ese grupo de cubanos en Costa Rica fuimos los primeros moncadistas que conocimos al Che. En ese Café Internacional de que hablamos, nosotros lo conocimos. Hicimos amistad con él. Era pintoresco, sin preocuparse de la apariencia. Me acuerdo de que andaba con una especie de mochila al hombro. Lo dejamos de ver y pasaron varios meses. En 1954, en México, conoceríamos que después de nuestro encuentro en Panamá él había partido para Guatemala. Cuando la caída de Jacobo Arbenz nosotros ya estábamos en México. Y allí lo vemos otra vez.

La información, sorpresiva, incentivaba el inicio de una minuciosa reconstrucción histórica. Documentos, libros, indagaciones directas con testimoniantes y el correspondiente cotejo permiten esclarecer muchos de los aspectos de esta etapa de la vida del Che.

Es así que puede aseverarse que Ernesto Guevara de la Serna estuvo, en efecto, en Costa Rica en diciembre de 1953. Una carta a su familia fechada en San José el 10 de ese mes lo demuestra. Pero, ¿y después?

Severino Rosell lo deja de ver cuando el joven argentino, en unión de “Gualo” García, continúa viaje rumbo al norte. Al estilo de su época estudiantil, a pie, en un camión o en cualquier otro medio de transporte, llega al pueblo de Peñas Altas y pasa la frontera. Ha entrado en la tierra de Augusto César Sandino.

A la izquierda, la inmensidad azul del Pacífico; a la derecha, el lago Nicaragua. Ya cerca de la población de Rivas seguirá en un auto donde viajan tres exiliados argentinos, Gustavo Rojo y los hermanos Walter y Domingo Beveraggi Allende. Más rápida de esta forma la travesía por el territorio nicaragüen­se. Pasa a Honduras. Empeoran los caminos. Escasea el dinero. Se venden las gomas de repuesto y las herramientas y, finalmente, el automóvil. Cinco caminantes argentinos arriban así, el 20 de diciembre de 1953, a Ciudad Guatemala.

Diez meses antes el presidente Jacobo Arbenz había expropiado los doscientos veinticinco mil acres de tierra de la United Fruit Company. Seis meses después será derrocado.

El joven médico argentino ha conocido en Bolivia un recién nacido proceso revolucionario que a los quince meses se ave­jenta. En Guatemala vivirá el final de otro proceso que será violentamente aplastado. Mas, entre el abril boliviano de 1952 y el junio guatemalteco de 1954 se ha gestado el 26 de julio cubano. En Guatemala, el joven Guevara oirá hablar de nuevo, ahora con más vehemencia, acerca de lo ocurrido en Cuba en 1953.

En Guatemala, “Ñico” López

Tres meses antes un grupo de cubanos había arribado a esa tierra de los tzuluhiles, de los quichés del fabuloso Popol Vuh, y de los cachiqueles; la que conserva las huellas enig­máticas del desaparecido imperio Maya; la de los interminables maizales y los treinta y tres volcanes reproducidos en las aguas de sus lagos. Y tan vinculada al emigrante mambí del XIX que hasta en la letra de su himno está la voz bayamesa de nuestro José Joaquín Palma, el poeta de la Revolución del 68.

Justo en el septiembre en que las repúblicas centroamericanas conmemoran su independencia de España, algunos de los jóvenes sobrevivientes de las acciones del 26 de julio, vía Embajada en La Habana, habían llegado a Ciudad Guatemala; “Ñico” López, Antonio Darío López, Mario Darmau y Armando Arencibia.

El recién graduado médico argentino pudo haberlos conocido el 31 de diciembre en la casa donde el exiliado inte­lectual nicaragüense Edelberto Torres vivía con su esposa Marta Rivas y sus hijos Myrna, Edelberto y Grazia. Myrna había organizado una fiesta para cuando regresaran disfrazados de un paseo en camión por la Sexta Avenida; algo así como un trasplante a Centroamérica del carnaval habanero, iniciativa del entusiasta “Ñico” López. Reunido con un grupo de venezolanos, Guevara no asistió.

Su encuentro se efectuaría en la primera semana de enero en la propia casa de los Torres. A partir de entonces, aunque también Guatemala era anfitriona de una nutrida colonia multinacional de exiliados políticos, sería con los cubanos con quienes más estrechamente se vincularía Ernesto, al extre­mo de ir a vivir con ellos en la casa de pensión —subvenciona­da por el gobierno— donde estos residían, aunque durante poco tiempo, en el mes de abril de 1954.

“La primera vez que lo veo en Guatemala él va con los zapatos rotos.  En aquellos momentos tiene una sola muda de ropa, es el recuerdo inicial que retiene Antonio Darío López. (3)

En criterio de Mario Darmau, "en ese momento muestra ya un gran desarrollo político, tiene un pensamiento marxista muy claro, ha leído muchas obras de Marx y de Lenin, toda una biblioteca marxista". (4) Ambas apreciaciones son correctas.

De una parte, el hecho de no ser exiliado político lo excluye de una posible subvención oficial. Para vivir requiere dispo­ner de sus propios medios. No acepta en manera alguna las ofertas de ayuda económica que de la Argentina le hace su padre, hasta que pueda encaminarse; en sus cartas solo pide que se le envíe yerba mate. Algo va obteniendo con una traducción inglés-español. Con el doctor Betancourt, un médico exiliado venezolano, viaja hasta la planicie selvática del Petén, la casi desconocida región norteña de los altos chicozapotes chicleros y de los grandes bosques de maderas vírgenes, y a su regreso se ofrece para trabajar como médico en esa inhóspi­ta zona. Pero se le exige la reválida del título y esto tomaría más de un año.

A fines de marzo va con los cubanos a algunas poblaciones del interior como vendedor: unos pocos quetzales apenas para subsistir. No será sino terminando abril que obtiene un puesto como sanitario interno en el Centro de Maestros, local donde a partir de entonces duerme. Pero esto solo le durará unos dos meses, justo el tiempo que le queda en el gobierno a Jacobo Arbenz.

Por otra parte, en efecto, el joven Guevara estaba familiari­zado desde temprana edad con la literatura clásica socialista que no faltaba en la biblioteca de su familia. Y a la lectura de este tipo de obras sumaba dondequiera que estuviera las de su profesión y las referidas a los problemas sociales, espe­cialmente las relacionadas con la historia y los problemas contemporáneos indoamericanos.

Cuando en la primera semana del año 1954 Ernesto Guevara conoció a aquel joven cubano —extremadamente alto y delgado, sencillo pero fervorosamente activo en su entusiasmo revolu­cionario—, que era “Ñico” López, ¿cómo hubieran podido anticipar que treinta y cinco meses después navegarían juntos por el Golfo de México en un primer y último viaje que vincularía para siempre sus nombres en una misma historia?

No se caracterizaba el reducido grupo de cubanos en Guatemala, precisamente, por la cultura política de que podían hacer gala otros grupos migratorios de esa época. Sin embargo, el discu­tidor joven argentino que llega a conocer desde adentro el proceso guatemalteco; que se interesa en los problemas de las clases más humildes y el desarrollo de los entonces al uso ensayos de reforma agraria; que critica abiertamente las posiciones apristas y ha querido conocer a Haya de la Torre, al paso de este por Ciudad Guatemala, para corroborar directamente sus puntos de vista; que ha conocido a Juan Bosch en Costa Rica, donde también habla con el jefe venezolano Rómulo Betancourt, que no ha de satisfacerle; que capta y demuestra las debilidades “emenerreístas” bolivianas casi desde el momento mismo de la asunción de ese partido al poder; este joven argentino, a quien no satisfacen en general las tácticas de las izquierdas de los países que ha conocido, estrecha relaciones, sin embargo, con este vehemente “Ñico” López que le habla de la organización del Movimiento liderado por el joven abogado Fidel Castro, ahora preso en Cuba; de cómo se organi­zaron, de quiénes lo forman, qué se proponen y de la confianza plena que tienen en el triunfo de la causa por la que luchan. Mas, quizás sobre todo la empatía deviene de una circunstancia concreta; en este joven médico preocupado por la injusticia social que ha visto reproducida a lo largo de la América en la familia hambreada y enferma y prematuramente envejecida del minero chileno de Chuquicamata, igual que en la del boliviano de Catavi como en la del bananero centroamericano, ya existe el médico que intuye que no será con la práctica de su profe­sión como podrán curarse esos males de las clases desposeídas. Y lo más importante: en este joven médico existe aquel mismo adolescente Fuser que no gustaba exponer la cabeza ante las fuerzas represivas, en las manifestaciones estudiantiles, sin un fierro en las manos para repeler las agresiones. Y he aquí que, de pronto, encuentra a este “Ñico” López desconocido, más entusiasta que teórico, que le habla un lenguaje con el que de inmediato simpatiza, el de la experiencia concreta de haber utilizado las armas contra dos fortalezas militares, en lo que se planeó fuese la acción inicial de un vasto plan de insu­rrección popular contra una tiranía.

Y será en casa de los Torres, y cuando trabajaron juntos en el interior del país, y en la excursión de aquel fin de semana al Lago Amatitlán que hablan estas cosas antes de que “Ñico” parta hacia México, semanas antes de la caída de Arbenz.

El enero, febrero, marzo y abril guatemalteco de este joven argentino transcurre en esa búsqueda de empleo y de aloja­miento, en ese afán por conocer el país, en esas indagaciones políticas y en ese permanente contacto con otros exiliados: la peruana Hilda Gadea, que sería su esposa después en México; la hondureña Elena Leyva de Holst, dirigente marxista de la Alianza de Mujeres...

Y conoce a Alfonso Bauer Páiz, el ministro de Economía, y a Díaz Roezzoto, el secretario de la Presidencia, y al diputado Marco Antonio Villamar... Y asiste al homenaje público de recordación a Augusto César Sandino, el 21 de febrero, cuando ya su compañero de viaje “Gualo” García ha regresado a la Argentina.

Y va a El Salvador por cuatro días, en la última semana de abril. Y hace escala en Puerto Barrios donde trabaja dos días en la estiba de plátanos. Y se marcha sin cobrar, pues solo quiso saber las condiciones infrahumanas en que sobrevivían los trabajadores bananeros.

 

NOTAS:

 

(1)  Ernesto Guevara Lynch en entrevista con el autor.

(2)  Severino Rosell González en entrevista con el autor.

(3)  Antonio Darío López García en entrevista con el autor.

(4)  Mario Darmau de la Cruz en entrevista con el autor.


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