En un momento en el que la imagen visual es cada vez más la forma preferente de la comunicación global, resulta importante revisitar aquellos hechos de nuestra cultura visual que, en mayor o menor medida, han contribuido a hacer del arte cubano uno de los cauces centrales de nuestra identidad como nación. En esta línea se presenta el Centenario de la Asociación de Pintores y Escultores (1916-2016) y la exposición que le rinde homenaje bajo el sugestivo título Ardid para engañar al tiempo, razón de nuestra presencia en este “templo del arte” –como diría Federico Edelmann, si la máquina del tiempo funcionara, permitiéndole estar de nuevo entre nosotros.
En efecto, la presente exposición es un verdadero “ardid”, porque si algo no admite el engaño, es el tiempo. Por más que se le maquille o arregle, él siempre tendrá la última palabra, para dejarnos desnudos con nuestras verdades y sueños al hombro. Y, justamente, la razón de ser de esta exposición y de la acuciosa investigación que hace el contenido del catálogo que le asiste, de la autoría de su curadora, la especialista Delia María López, es mostrarnos el contexto genésico de los Salones de Arte y sus protagonistas, pertenecientes a la llamada Generación Histórica del Cambio de Siglo, así como las estrategias expositivas y de venta seguidas por estos, en tanto aspectos esenciales para comprender el momento histórico a partir del cual se establecieron las bases estéticas y de promoción para un nuevo paso de nuestras artes plásticas hacia su definitiva inserción en las vanguardias del nuevo siglo. Y subrayo “nuestras artes plásticas” con toda intención, porque nuestras artes gráficas ya lo habían dado en la obra de caricaturistas de la talla de Rafael Blanco y Conrado Massaguer, y de ilustradores para las publicaciones periódicas como Jaime Valls y Enrique García Cabrera. Es sintomático que el mismo año de la creación de la APE y de su Primer Salón de Bellas Artes, sea también el de la aparición de la revista Social, cuyo ascendente derrotero en la comunicación visual la convertiría en una de las mejores revistas de arte y literatura del ámbito mediático hispanoamericano de los años veinte. (1) Igualmente lo es, la favorable acogida que en dichos Salones tuvieron los caricaturistas, lo que dio lugar a reconsiderar razones organizativas y estéticas que, indefectiblemente, llevarían a la creación del Primer Salón de Humoristas en 1921. Y, por último, que el diseñador “estrella” de Social, José Manuel Acosta, fuera el primero en presentar un retrato de evidente signo cubista, lo que ocurrió en el Salón de 1924, rompiendo con ello la ya pertinaz presencia de estilos artísticos desfasados de la polifonía visual de la vanguardia plástica internacional. De hecho, la APE y los Salones que propició, contribuyeron a romper el nudo gordiano del arte del período, dando fe de que este no era huérfano de antecedentes aptos en lo estético e ideológico para propiciar el cambio cualitativo que demandaba el país en este campo.
En consecuencia, Ardid para engañar al tiempo, es una exposición tan necesaria como oportuna, porque nos permite visibilizar el derrotero de la pintura y la escultura cubana en un período de tránsito entre dos siglos y dos formas de encarar el arte. Si hoy día todo lo nuevo es pos, entonces todo lo nuevo fueron ismos. Nuestra República no fue mejor ni peor que otras repúblicas ?por supuesto, la de Platón fue la mejor de todas, porque de los libros no pasó. Y así como en ella se formó la Generación del Centenario y los mejores ideales que alentaron el primer estado socialista del hemisferio occidental, en las aulas de sus academias de arte se formaron muchos de los artistas que hoy honran nuestra Historia del Arte, situándola al mismo nivel de lo que se hace en el mundo que llamamos desarrollado. Permítanme recordarles un aporte indiscutido de la antañona Academia, del cual siempre seremos deudores: darnos testimonio visual de hechos trascendentes de nuestras guerras de independencia, que, por las atípicas circunstancias en que ocurrieron los mismos y el nivel técnico de la fotografía de la época, esta no pudo dar. Me refiero a obras ya imprescindibles como La muerte de Maceo (1906) de Armando García Menocal, y La muerte de Martí en Dos Ríos, de Esteban Valderrama, obra esta última expuesta en el Salón de 1916. Como es notorio, dicha obra fue destruida por su autor ante una crítica desproporcionada e injusta; algo, por demás, que no falta en ninguna época. Cuatro años más tarde, en el Salón de 1920, Valderrama expondría Dura tierra; una nota crítica se expresaría sobre esta obra en los siguientes términos: “Valderrama se presenta con Dura tierra, cuya tela nos parece muy inferior a sus admirables retratos al pastel. A pesar de esto, creemos que Dura tierra es un paso de avance del artista, si recordamos su infortunada Muerte del Apóstol.” Sobran los comentarios.
Para todos los presentes será una experiencia de gran saber y goce estético, volver a ver, de manera pensada y ordenada, un Romañach a partes iguales tentado por los tonos ocres y la luz; un Armando García Menocal en Niño pescador, entregarnos la luz toda que aprehendiera de su estudio de los pintores levantinos españoles, en particular, de Sorolla; un Juan Gil García nacionalizar el subvalorado género “naturaleza muerta”, con piñas y naranjas de las que pocas veces vemos en el agro; y un Víctor Manuel muy joven todavía, retratista de rostros marginales premonitorios de su futura Gitana Tropical. Mientras que la escultura, siempre echada al lado de la pintura –al menos, en nuestros salones?, nos entrega una obra emblemática en cuanto a la interpretación del icono de mayor trayectoria de nuestra cultura visual, me refiero a la cabeza de José Martí, de Juan José Sicre. Obra concebida en 1926, que no por mal reproducida desde entonces en cuanto rincón martiano vemos por ahí, deja de ser el punto de partida de una verdadera intelección plástica del pensador que fuera ?y es? nuestro Hombre Mayor.
Pero, sobre todo, nos será muy grato y revelador ver a un número de paisajistas adscritos a un impresionismo tardío, todos buenos muchachones y muchachonas, que responden a los nombres de Amelia Peláez, Carlos Enríquez, Eduardo Abela y Rafael Lillo. La trayectoria futura del citado cuarteto, bien pondría de manifiesto que el impresionismo fue un movimiento artístico devenido entonces tendencia rupturista hacia nuevas dimensiones del quehacer plástico de estos artistas, así como de muchos otros que, a veces, injustamente, dejamos de recordar, obnubilados por las pedrerías del presente. Por ejemplo, el paisajista Domingo Ramos, del cual parten algunas de las más importantes poéticas visuales relacionadas con este género.
Estas obras evidenciarían a fines de la década del veinte, en lo que a la pintura vernácula respecta, que solo el género del paisaje había evolucionado lo suficiente, como para hacer más lógico en términos estilísticos y cronológicos el tránsito entre los códigos plásticos representativos del siglo anterior y el que se iniciaba, donde tampoco faltó el magisterio cierto de un número pequeño pero influyente de profesores académicos. Sin obviar, en este punto, que aun cuando se hizo firme la necesaria reacción de los “nuevos” a los postulados estéticos e ideológicos representados por la Academia, estos siempre mantuvieron consigo los medios e instrumentos aprendidos en sus aulas. No otra es la idea que confirma la siguiente confesión de Amelia Peláez: “En San Alejandro aprendí aquello que me iba a permitir aprovechar al máximo todo lo que el extranjero podía enseñarme”. (2)
A no dudar, el “ardid” ha sido bien concebido, tanto como lo puede ser todo acto expositivo que nos relacione de manera honesta e inteligente con un saber y un hacer representativo de un período histórico concreto. Ellos en su tiempo hicieron lo que estuvo entonces a su alcance hacer, y lo hicieron lo mejor posible. La mejor prueba está en la presencia y continuidad de este legado, de manifiesto en la presente exposición, y la capacidad del mismo para fermentar nuevos gustos y grados de belleza, que aún perduran y perdurarán por siempre entre nosotros.
Notas:
(1) Este año también se cumple el Centenario de Social, cuyo número inicial apareció en enero de 1916.
(2) José Seoane Gallo: Palmas reales en el Sena, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1987.
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