El 11 de noviembre de 2020 estaremos celebrando el 45 aniversario de la instauración de la República Popular de Angola. Para los cubanos, obviamente, no es una fecha más en el calendario; fuertes y antiguos son los lazos que nos unen a ese país del África austral, tanto como los heroicos sucesos de la historia contemporánea.
Tenemos sangre africana, de lo que ahora es el sur de Angola, desde el fundamento de nuestro etnos nación: de allí fue traída buena parte de los esclavizados, los llamados congo, y han quedado impresos en nuestro acervo elementos culturales de extraordinaria fuerza, como lo son las expresiones de religiosidad popular vinculadas al Palo Monte o Regla Conga; conocimientos ancestrales de medicina natural, así como algunos giros musicales que perduran en la rumba. La lengua, ese indicador esencial de los procesos formativos de la nación, está también plagada de voces pertenecientes al área etnolingüística bantú: cachimba, fufú, gandinga, ñame, quimbombó, sandunga, timbales, zangandongo…
Hubo africanos de Angola, y sus hijos, en nuestros campos libertarios; los hubo también en la masa humilde que sobrellevó la República, y hay de su ADN en los cubanos de hoy. Por eso unirnos al llamado para la liberación de su tierra no fue solo solidaridad internacionalista, sino un compromiso humano y existencial.
Entregamos junto a ellos sangre y arrojo. Cuanto perdimos, lo hicimos juntos. Cuanto ganamos, juntos también.
Una operación militar con nombre de esclava rebelde –Carlota– fue decisiva no solo para la independencia e integridad territorial de Angola, sino además para la soberanía de Namibia y, sobre todo, para la conquista de una victoria justa y largamente añorada: el fin de la política del Apartheid en Sudáfrica.
Así ha de perdurar para la Historia la relación entre Cuba y Angola, como un legado de eterna y entrañable reciprocidad de hermanos.
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