“… la elocuencia es arenga, y en el noble tumulto, una mujer de oratoria vibrante, Ana Betancourt, anuncia que el fuego de la libertad y el ansia de martirio no calientan con más viveza el alma del hombre que la de la mujer cubana”.
José Martí
Desde los primeros días de abril de 1869, el poblado de Guáimaro recibió la visita de las tropas patrióticas levantadas en armas contra la Metrópoli. Después del último encuentro entre Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte, en que finalmente se arribó a un pre-acuerdo de unidad entre orientales y camagüeyanos, se produjo el arribo de más y más patriotas que rebasó la capacidad de alojamiento del poblado; hubo que apelar a tiendas de campaña y bohíos levantados al efecto para acoger a los centenares de hombres que allí se congregaron (solamente el contingente oriental sobrepasaba los trescientos soldados). Realmente no existe mejor descripción que la que hizo José Martí sobre la Asamblea Constituyente y su entorno, pero me parece atinado hacer algunos comentarios sobre cuestiones que fueron importantes en aquella histórica ocasión y que incrementan un tanto el cuadro pintado por Martí, tales como las reuniones privadas (o secretas) entre los diferentes grupos, la mayor cordialidad entre la tropa que entre los recelosos jefes regionales, las fiestas continuas en las noches y el cabildeo por debajo de la superficie entre los principales líderes orientales y camagüeyanos, con los villareños y los sesenta habaneros acabados de llegados en una expedición. Por encima del tapete, todo fue alegría, festejos, consignas patrióticas, música y jolgorio libertario, mientras que, por debajo, fue la política y el regateo proselitista entre los jefes de los bandos lo que concentró los esfuerzos de los líderes independentistas. Dos banderas diferentes, aunque con los mismos colores, ondeaban en el pueblo como símbolo de las dos tendencias rivales. Vale aclarar que esa rivalidad estaba centrada en los métodos para llevar a cabo la guerra, solo en eso.
Ante un panorama así, protagonizado fundamentalmente por los hombres, es difícil imaginarnos, desde el presente, la determinación de una mujer que, en 1869, en medio del júbilo reinante en Guáimaro, interviniera en los mítines que se realizaban, a la par de un hombre más, y pronunciase las primeras palabras expresadas en defensa de la igualdad de la mujer en la historia patria. Se dice fácil, más fue una página singular de aquellos días fundacionales. Como se sabe, esas actividades políticas eran entonces exclusivas de los hombres y las mujeres no socializaban de esa manera, ni siquiera parecida, en el siglo XIX; para ellas estaban reservadas las labores domésticas y la atención a sus esposos y familia. Por otra parte, Ana Betancourt de Mora, a quien me refiero, se antepuso a la natural timidez de intervenir en un escenario dominado por los grandes dirigentes del levantamiento que estaban gestando la Nación con sus discursos, actos e ideas.
Recogen los testimonios y las versiones historiográficas que la camagüeyana Ana Betancourt ocupó resueltamente la tribuna improvisada en la noche del 14 de abril, en una esquina de la plazuela central del poblado y a la luz de las antorchas lanzó al viento sus palabras:
“Ciudadanos: la mujer cubana en el rincón tranquilo y oscuro del hogar esperaba paciente y resignada esta hora sublime, en que una revolución justa rompe su yugo, le desata las alas… Todo era esclavo en Cuba: la cuna, el color, el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna, peleando hasta morir si es necesario. La esclavitud del color no existe ya, habéis emancipado al siervo. Cuando llegue el momento de libertar a la mujer, el cubano que ha echado abajo la esclavitud de la cuna y la esclavitud del color, consagrará también su alma generosa a la conquista de los derechos de la que es hoy en la guerra su hermana de caridad, abnegada, que mañana será, como fue ayer, su compañera ejemplar”.
Según testigos presenciales, Guáimaro vitoreó su arenga (ella misma dijo después en una carta que “fueron atronadores los aplausos) y el presidente de la República en Armas recién electo, Carlos Manuel de Céspedes, se le acercó y la abrazó mientras le decía las siguientes palabras: “El historiador cubano, al escribir sobre este día decisivo de nuestra vida política, dirá cómo usted, adelantándose a sus tiempos, pidió la emancipación de la mujer”[1]. Céspedes también le dijo que ella se “había ganado un lugar en la historia”. Reconocimiento más que digno y representativo para el arranque y la virtuosa intervención de Ana Betancourt en los días luminosos de Guaímaro”. Tenía razón Céspedes, el historiador cubano no ha dejado en el olvido las palabras de aquella extraordinaria mujer, es imposible hacerlo. Martí, años más tarde, haría el reconocimiento que aparece encabezando este texto. Si se revisa detenidamente el breve discurso de la camagüeyana, se podrá ver que no solo planteó la apelación feminista, sino que abarcó como preámbulo el tema ciudadano, el de la desigualdad y el racial, también el hecho cierto del apoyo real de las mujeres a los combatientes por la independencia, fue un discurso tan breve como sustancial.
Poco después, Ana vio arder el poblado que fue incendiado por sus habitantes antes que entregarlo a las tropas españolas que se aproximaban, un intento patriótico similar al del incendio de Bayamo, ocurrido solo tres meses antes, realizados ambos para demostrarle al enemigo que los cubanos estaban dispuestos a los mayores sacrificios para liberar la patria.
Ana y su esposo, Ignacio Mora, coronel del Ejército Libertador, permanecieron en la manigua por varios meses, hasta que en julio de 1871 fueron capturados por una guerrilla. Ana, mediante una treta, logró que Ignacio escapara. Comenzó entonces para ella una etapa difícil en la que recibió de los españoles numerosos daños físicos y psíquicos con la intención de que le escribiera a Ignacio para se entregara. Entre las torturas recibidas fue atada a un árbol durante semanas (se habla de meses, pero eso parece casi que imposible), a la intemperie absoluta y sufrió al menos un simulacro de fusilamiento, pero no se doblegó, lo que provocó que enfermara de tifus y reuma. Ha trascendido su respuesta plena de hidalguía a los torturadores: “Prefiero ser la viuda de un hombre de honor a la esposa de un hombre sin dignidad y mancillado”. Su actitud fue limpia, de un valor y un decoro absolutos. Los españoles no pudieron sacar nada de ella que ultrajara su credo independentista. Logró escapar y salió del país.
En 1871, ya en la emigración, en Estados Unidos, se entrevistó con el presidente Ulises Grant, para pedirle que intercediera en el proceso a favor de los estudiantes de medicina que finalmente fueron fusilados por los españoles. Pasó a residir a Kingston, Jamaica, donde, en 1875, recibió la dolorosa noticia de que su esposo había sido fusilado por los españoles. Soportó privaciones y carencias de todo tipo, sin embargo, no dejó Ana de ayudar, transcribió el diario de guerra de Ignacio, escribió apuntes biográficos de otros cubanos independentistas y entregó los pocos fondos que pudo conseguir a la causa patriótica. Igual colaboró durante la guerra de 1895.
Murió el siete de febrero de 1901, en Madrid, España, de una bronconeumonía fulminante. Contaba con sesenta y nueve años de edad y se encontraba en esos instantes gestionando su regreso a Cuba, recién concluida la guerra independentista contra España.
Coda
Ana María de la Soledad Betancourt Agramonte, nació y creció en una familia camagüeyana acaudalada y formó parte de la alta sociedad de la otrora Villa de Santa María del Puerto del Príncipe. Casada a los veintiún años con el abogado y hacendado Ignacio Mora, también camagüeyano de alcurnia, aprendió con él varios idiomas y otros conocimientos inusuales para una mujer de su época. Mora era un hombre embebido de la ideología liberal radical galopante en el mundo europeo y norteamericano y del pensamiento republicano que, en aquellos años, equivalía a un pensamiento revolucionario.
Cuando llegó el momento conspirativo previo a 1868, su casa fue centro de actividades revolucionarias y en marzo de 1869 ya estaba Ana en Guaímaro, a la espera de los mambises que llegarían al poblado en cualquier momento. Por su esposo, sabía ella de las reuniones que Ignacio Agramonte y Carlos Manuel de Céspedes sostenían desde hacía unas semanas, con tal de lograr la unidad de los patriotas insurreccionados, pues Ignacio Mora acompañó a Agramonte en las mismas (luego las prosiguió desde la comitiva del bayamés) y Guáimaro, por su ubicación geográfica, era el lugar que se había seleccionado para la reunión de unificación de los patriotas.
Cien años más tarde, en 1968, se celebró por todo el país el centenario de la primera guerra por la independencia y por gestiones de la dirección del gobierno (de Celia Sánchez personalmente), los restos de Ana Betancourt regresaron a la patria en septiembre de ese año. Primero, fueron expuestos en la base del Memorial José Martí, en la Plaza de la Revolución, donde recibieron el respetuoso tributo de millares de habaneros y luego fueron depositados en el panteón de las Fuerzas Armadas, en la necrópolis de Colón. Una década más tarde, fueron trasladados, a propósito de un aniversario más de la Asamblea de Guaímaro, a un mausoleo erigido en ese pueblo, un hermoso conjunto monumental construido expresamente para perpetuar su memoria.
Las Constituciones del país, desde la aprobada en 1976 y las subsiguientes, han consagrado los derechos sociales de la mujer que Ana Betancourt vislumbró con su encendido alegato en la primavera de 1869, aquellos días extraordinarios en que surgió la República en Armas. Puede considerarse, por tanto, como la precursora de los derechos de la mujer en nuestro país. Téngase en cuenta que, cuando nació Ana, en 1832, el feminismo y los derechos de la mujer apenas comenzaban a promoverse en Europa, en las voces de algunas adelantadas como Flora Tristán[2]. En nuestro continente, recién liberados los nuevos países del sistema colonial y en la Isla, aún una servil colonia española, ese pensamiento prácticamente no existía a la altura de 1869. Es cierto que ella no volvió sobre el tema, al menos en documentos que se conserven, pero no importa, su centelleante intervención pública en Guaímaro la consagró en la historia. Su mérito fue indiscutible.
Sirva este texto como evocación de esta mujer excepcional, valiente, adelantada a su época y patriota como otros miles de mujeres que hicieron de las batallas por la independencia cubana escenario de sus virtudes, sacrificios y martirologio.
Notas:
[1]Ver libro Ignacio Mora, de Gonzalo de Quesada, Imprenta América, Nueva York, 1894, pp 63-64.
[2]Otras adelantadas fueron: Olimpia de Gouges, con su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, de 1791 y Mary Wollstonecraft con su libro Vindicación de los derechos de la mujer, de 1792, en Francia e Inglaterra respectivamente. Realmente no hubo muchos antecedentes y en América menos.
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