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Al Cuty lo que es del Cuty: Una guía para la seducción


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Gustavo César Echevarría Estrada (El Cuty).

Un antiguo aserto romano rezaba que la mujer del César no solo debía ser honrada, sino además parecerlo. La frase, como sabemos, se la dedicó el gran Cayo Julio César a su segunda esposa Pompeya, de quien se dice que era una mujer de notable belleza, pero de precario entendimiento. Según el relato que ha llegado hasta nosotros, César se divorció de Pompeya porque asistió a una Saturnalia, suerte de carnaval orgiástico al que el poeta Catulo llamó “el mejor de todos los días”. En opinión de otros historiadores, Pompeya se habría dejado seducir por un amante en su propia morada. Al final, podríamos aplicar aquí otra frase, y es aquella de que “a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César” … o lo que es lo mismo, el soberano nunca debe ver desmerecida su honra ni su buen nombre, aunque luego en su vida privada haga todo lo contrario, como sucedía con el afamado conquistador de las Galias, de quien todos conocían sus inclinaciones bisexuales, sus muchas infidelidades y sus amoríos juveniles con príncipes extranjeros como Nicomedes, rey de Bitinia. 

He tomado esta anécdota romana, llena de morbo y erotismo, como coartada legítima, desde mi doble condición de historiador y amante del buen arte, para hablar de otro César, en este caso un artista contemporáneo que ha dedicado su obra precisamente a mostrarnos el desnudo y la sensualidad de los cuerpos, sin puritanismo ni hipocresía, con buen gusto y generosidad. Gustavo César Echevarría Estrada, el Cuty, uno de los pintores cubanos más perturbadores y tiernos que conozco. Estamos en presencia de un hombre bohemio y terrenal, dueño de una estética personalísima, diría única, y esto ya sería razón suficiente para tenerlo en cuenta. Pero además porque el Cuty pinta descripciones densas -en el sentido que le otorgó Clifford Geertz a este concepto- búsquedas de significados, semióticas del desnudo y de los fluidos corporales que otros desdeñan, por temor al prejuicio, la mojigatería o la maledicencia, o peor, a ser considerados publicistas de un tema “menor”, “obsceno” o “escabroso”.  De este modo, la franqueza y la transparencia del pintor, al asumir lo erótico, o lo considerado impúdico o lujurioso, como hecho cultural, natural y auténtico, son insobornables. No debemos olvidar que la producción de significados en toda obra artística es un hecho que se produce socialmente, tiene un carácter público, y en este sentido los fluidos que Cuty pinta son también fluidos de conductas humanas y de su discurso social, tramas de significación que esperan ser decodificadas, más allá del cliché del desnudo como una mera representación frívola de los cuerpos.

En su ya extensa y provocadora obra, el Cuty no ha dejado por un momento de practicar su osadía ni ejercitar su desprejuicio, es decir, su vocación a  construir metáforas del placer y cartografías del cuerpo, en algunos de sus costados más inquietantes, voluptuosos o íntimos, como sucede cuando la mujer penetra en el baño para lavarse o masturbarse;  o se levanta semidesnuda y se sienta a tomarse una taza de café, brindar con una copa de vino o fumarse un puro, con esa mirada insolente o despiadadamente dulce que nos desarma. El hecho estético que predomina en buena parte de los dibujos, acuarelas y óleos del Cuty es un acto fisiológico y de una singular privacidad: el de la mujer en el momento de ir al baño a orinar, sin que nunca sepamos bien si está iniciando o concluyendo esa breve micción. El tiempo del cuadro se detiene en una postura anatómica intermedia y ambigua. Ella generalmente está sentada o semi inclinada hacia atrás o hacia adelante, casi siempre ocultando pudorosamente su sexo, en una actitud que tiene algo de indescifrable y comunicativa al mismo tiempo, pues Ella en ocasiones ladea la cabeza, en otras sonríe, nos mira extrañada o simplemente cruza las manos o los pies como una bailarina.

Ella, nos dice el pintor en los títulos de sus cuadros, sabe esperar, no se sienta en baños públicos y pocas cosas le dan pena, parece que hasta podría empezar a contarnos algo de su vida íntima, como si nos tumbáramos sobre la hierba húmeda a su lado, aunque no nos gusten las flores…No hay nada inmoral o impúdico en sus gestos, que más bien son indolentes, elegantes y delicados. Precisamente en esa aparente despreocupación, en esa estudiada indiferencia, reside una misteriosa fijeza del cuadro que nos inquieta y la hace a Ella parecer enigmática. Lo que sí sabemos es que Ella todo lo hace con destreza, diría que hasta con un eficaz desparpajo, adornada por cierta sofisticación en el vestuario (botas, sombreros, camisetas ajustadas, carteras, algún collar), en ocasiones con las piernas bien abiertas y los pechos apremiantes -las tetas que todas quisieran tener y todos quieren tocar, nos dice con malicia-, con una extraña mixtura de naturalidad y lascivia, como esas hembras insaciables que pueblan el imaginario del director de cine italiano Tinto Brass, más cercano en mi opinión a la estética del Cuty que las  mujeres siempre al borde de la histeria de Pedro Almodóvar.

Todo este ritual se produce en un baño de paredes invisibles, donde las fronteras entre lo público y lo privado se tornan imprecisas y porosas. Pensamos ingenuamente, desde afuera del cuadro, que es Ella la que nos invita a ingresar en su intimidad, como si dejara la puerta entreabierta, pero en realidad somos nosotros los que empujamos para entrar, los que no resistimos la tentación de echarle un vistazo, de observarla con fruición, de no perdernos ni un ápice de sus gestos, sus fantasías cuando se erotiza o su desgano a la hora de bajarse el blúmer o ajustarse la tanga. Ella no toma precauciones, simplemente se muestra, nos desafía y también nos desdeña, pues se sabe inalcanzable. Sin embargo, pronto nos percatamos de que se trata de un placer compartido, pues de algún modo secreto somos observados por Ella, o por terceros que nos rodean silenciosos, y que también quieren disfrutar de ese instante de regodeo frente a una mujer imperiosa y displicente.

Los (ad) miradores de la obra del Cuty no somos voyeurs en el sentido estricto de esta palabra, que se refiere a quienes observan patológicamente la sexualidad ajena, sino que somos sus compinches, ilustrados en el íntimo encanto del atisbo sensual, un poco descarado, es cierto, pero nunca cruel ni ofensivo. Mirando sus cuadros, de trazos limpios y colores sepias, terracotas o pasteles, con manchas de color y veladuras que disimulan un tanto las formas, saciamos con naturalidad nuestra hambre de visualizar mujeres bellas, hedónicas, opulentas y algo maternales. Nos dejamos someter por una concupiscencia de la mirada, que tiene mucho de hechizo y de intensa devoción. Esa contemplación furtiva y deliciosa nos hace cómplices del autor y nos deja visibles al mismo tiempo, todo lo contrario del voyeur, que prefiere mantenerse en la sombra. No queremos espiar la sexualidad de los otros ni expiar ningún pecado original, queremos sencillamente disfrutar, gozar y sentirnos bien.

La pintura del Cuty nos conmueve además por su visceral honradez y su candorosa humanidad. Conocedor profundo de la historia del arte, en él no hay poses esteticistas ni impostura académica alguna. Tampoco predica falsos moralismos. Incluso, cuando se permite ciertos cuadros, que algunos timoratos calificarían de políticamente “incorrectos”, en los que un Lenin muestra su sexo mientras orina u observa de soslayo, bajo un emblema pop de la hoz y el martillo, una sensual muchacha, no podemos menos que pensar en un homenaje al Lenin hombre, criatura de carne y hueso, y no al cadáver momificado en una urna o en los manuales hemipléjicos del estalinismo.

Lejos de querer epatar o molestar con su obra, Cuty quiere contentarnos la existencia, inquietar nuestra mirada, hacernos cómplices de su lucidez y de su alegría de vivir. Y logra, con una obstinación admirable, seguir mostrándonos el lado más humano de las personas y de las cosas, que puede ser el del dolor interior y el malestar físico, pero también el del placer en su estado primordial, el goce apenas contenido y la delectación más genuina. La calidez y el oscuro esplendor de los cuadros de Cuty nos lo hacen sentir muy próximo y querible. Con ello quiero decir que, aunque nunca lo confiesen, muchos quisieran tener alguna de esas (per) (mas) turbadoras imágenes en su poder, para sublimar o exorcizar íntimas fantasías eróticas. Yo, que tengo una cartulina del Cuty colgada en mi habitación, confieso que no tendría ningún problema con llenar toda una pared con varias de sus obras.

He visitado algunos mediodías a Cuty en la sala de su casa, ese sitio donde tan bien se está y donde recibe a los amigos, después de frecuentar las delicias de noches interminables y libaciones cosacas. Sentado tras una mesa atestada de objetos inverosímiles, con el cabello desordenado y la barba curtida, suele invitarnos a degustar unos epicúreos almuerzos preparados por él mismo. El Cuty que conozco es un refinado sibarita, una mezcla de Pantagruel con el Bosco y Toulouse Lautrec, aliñado con dosis de Bukowski, una ración de Berlanga y algo de Pasolini, de Buñuel y de Alfred Hitchcock. Pero también le atañen el divino Dalí o el último Picasso, dos erotómanos convictos y confesos.

Como un Buda sereno, Cuty prodiga su don de gentes con magnificencia y esmerada delicadeza. Idolatra el afecto y cree con fervor en la lealtad de los buenos amigos. Su conversación es fácil, inteligente y fluida, con algún que otro resoplo para sazonar el diálogo. Su oronda anatomía se desliza con suavidad entre los muebles y los lienzos que esperan ser terminados. Mientras comemos, todas las mujeres que nos acompañan silenciosas desde las paredes, también nos miran y sonríen con picardía, entre ellas una, su inspiración de siempre, como queriendo sentarse a nuestro lado, a compartir el espléndido banquete.


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