Breve introducción
La conmemoración hace varias semanas de las Palabras a los intelectuales, discurso de Fidel Castro en una amplia reunión con personalidades de la cultura artística y literaria, ha permitido recordar nuevamente este documento que suele presentarse como el que fijó la política cultural de la Revolución Cubana hasta el presente.
El rápido recorrido a continuación, pretende ensanchar la mirada evaluativa acerca del texto, una de las piezas claves de su pensamiento político y de sus capacidades de liderazgo, sin el deseo de agotar su riqueza expresiva y de matices, ni de convertirlo —como se ha hecho en más de un caso— en un modelo de obligado seguimiento eterno. Lo que quiero es llamar la atención acerca de sus más amplias circunstancias dentro de la historia de la Revolución, sin buscar en modo alguno agotar el tema. Y, sobre todo, ojalá que muchos lo lean y no se queden exclusivamente con una de sus frases, cuando ahora necesitamos precisamente la frescura de las ideas y el mismo espíritu de establecer el liderazgo mediante el intercambio, el diálogo, el aprendizaje con los variados sectores del pueblo.
El paso del tiempo suele medirse diferente por la historia respecto a quien lo ha vivido. Para aquella, interesada en los sucesos y los procesos más o menos largos, medio siglo no parece ser un período tan extenso de tiempo; pero en la vida de una persona, sin embargo, ya va resultando una buena parte de su existencia. No obstante, para la historia, como para cada uno de nosotros, hay acontecimientos y períodos de tanta intensidad social que lo mismo sepultan algunos asuntos muy rápidamente en un pasado lejano, como mantienen otros con frescura durante muchos años.
Lo último parece suceder con Palabras a los intelectuales, esa conversación de Fidel Castro con un grupo de creadores cubanos que el 30 de junio de 1961 dio punto final a la tercera y última reunión efectuada en la Biblioteca Nacional para tratar temas relacionados con la cultura artística y literaria.
Presentadas casi siempre como el documento en que se trazaron las líneas maestras de la política cultural de la Revolución Cubana, con la frecuente consideración de que ha mantenido desde entonces plena vigencia —enjuiciamientos ambos reiterados en las numerosas referencias provocadas por su 55 aniversario—, estas “Palabras” han gozado por ello de sistemáticas referencias y citas, y figuran entre las intervenciones quizás más difundidas del líder revolucionario.
No deja de ser curiosa esta situación para el historiador, quien a veces se ha preguntado por qué no ha ocurrido lo mismo con las palabras de Fidel al explicarle al pueblo su renuncia al cargo de primer ministro en julio de 1959, ante las retrancas que imponía a las transformaciones revolucionarias el presidente Manuel Urrutia Lleó. Aquella fue una crisis política manejada con habilidad y tacto por Fidel Castro, quien derrotó moralmente al antiguo magistrado mediante el procedimiento de hacer pública las razones de su retiro y propiciar de ese modo la expresión del apoyo popular a su liderazgo para impulsar los cambios revolucionarios, manera de actuar empleada en muchas ocasiones por el líder a lo largo de su ejecutoria ante situaciones parecidas.
El historiador también se pregunta por qué tampoco no se han sometido a análisis las intervenciones de Fidel en el Congreso obrero, cuando se buscaba la unidad del movimiento sindical en torno a la Revolución, y ocurrieron serios enfrentamientos de ideas y por ver qué grupo de los que habían combatido a la tiranía batistiana resultaba mayoritario en la conducción de la CTC. Lo escasamente publicado entonces y después permite entender aquel como otro momento de crisis política, agravada en este caso por tratarse de enfrentamientos entre los revolucionarios y por la conducción de una fuerza social tan significativa como el movimiento obrero organizado.
Serían muchos los ejemplos que pudieran aducirse, los que, entre otras cosas indican el muy débil análisis de la investigación histórica del proceso revolucionario cubano desde 1959, ni siquiera en los momentos críticos por los que este ha atravesado.
No se trata, desde luego, de rebajar la importancia de aquellos encuentros de Fidel y de otras personalidades de la dirección revolucionaria de la época con los intelectuales. Hasta donde sé nunca antes las máximas autoridades gubernamentales del país se habían sentado a escuchar y a debatir con una numerosa representación de ese sector. Y aunque en la vida cubana los creadores artísticos y literarios no tenían entonces el peso numérico actual, no eran desdeñables el prestigio y la influencia como formadores de opinión de buena parte de sus integrantes. Políticamente resultaba estratégico ganar a la mayoría de ellos para una Revolución que desde un principio tuvo entre sus propósitos principales elevar sustancialmente el nivel educacional y cultural de las grandes mayorías.
No puede olvidarse que a escasos tres meses antes del encuentro en la Biblioteca Nacional, la Revolución tuvo que afrontar el desembarco mercenario por la Ciénaga de Zapata, organizado por el gobierno de Estados Unidos, agresión militar que tensó al país donde ya se vivían las escaseces y dificultades propias del bloqueo económico y financiero que esa poderosa potencia imponía a la Cuba revolucionaria, y cuando paralelamente ocurría la salida masiva de la burguesía y de su clientela, en la que descollaban técnicos y profesionales de experiencia y valía laboral. Recomiendo el acertado examen de este contexto histórico por Fernando Martínez en Cubadebate (“Acerca de Palabras a los intelectuales, 55 años después”).
La respuesta revolucionaria fue comenzar el proceso nacionalizador de la gran propiedad en manos extranjeras y de la burguesía cubana, y adscribirse al socialismo. Dada la situación internacional y la experiencia de las luchas anticapitalistas de la época, el planteo socialista, por un lado, alineaba a la Isla con la Unión Soviética —y su bloque aliado europeo y asiático—, el principal oponente de Estados Unidos y las llamadas potencias occidentales, mientras que, por otro lado, su experiencia histórica en la edificación de un sistema socialista tendía a funcionar como un modelo.
Luego, durante aquel año de 1961 avanzó rápidamente la difusión con cierta masividad de los principios de la teoría marxista, especialmente desde las versiones soviéticas, y, sobre todo, la adopción del modelo estatista del socialismo, mientras que en el plano de la política interna la Revolución se enfrascaba en armarse velozmente para resistir hasta un ataque directo estadounidense, en encontrar un abastecedor de alimentos y combustible para evitar el paro del país, y en alcanzar la unidad de las agrupaciones revolucionarias.
Esas tres tareas prioritarias exigían un consenso popular, logrado a pesar del serio desbarajuste que significó el cese de las relaciones con la metrópoli económica norteamericana, la emigración de parte significativa del trabajo calificado, y, en el plano ideológico, el funcionamiento de los prejuicios anticomunistas desatados durante la guerra fría, en pleno apogeo entonces.
De hecho, y con la rapidez inusitada de unas pocas semanas, los conflictos de la política interna se modificaron sustancialmente. Durante los dos primeros años del poder revolucionario, las tareas propias de la liberación nacional, tales como una reforma agraria contra el latifundio y a favor de la pequeña propiedad campesina y la ruptura de la extrema dependencia económica de Estados Unidos —demandadas desde decenios anteriores—, pudieron aglutinar a todos los sectores populares y hallaron sobre todo la oposición frontal de los afectados por las leyes revolucionarias, es decir, por la burguesía y el imperialismo estadounidense, quienes muy pronto comenzaron a acusar a la Revolución de comunista. Así el primer desgaje en la política interna del país en Revolución ocurrió cuando esta demostró que no se detendría con el fin de la sangrienta y corrupta tiranía batistiana, sino que avanzaba en el rescate de la nación.
Mas la declaración de las miras socialistas sobreponía al debate nacionalismo versus imperialismo y sus aliados, el choque abierto entre dos modelos socio-económicos y sus respectivas ideologías. Ello implicaba, pues, que no todos los que se consideraban nacionalistas aceptaran semejante giro y, de hecho, hubo quienes se sintieron traicionados en sus ideales democrático burgueses, y se apartaron o se convirtieron en francos opositores.
Osada y hasta riesgosa fue la declaración del carácter socialista de la Revolución el 16 de abril de 1961, justo cuando comenzaba la agresión militar desde el exterior. Se ha dicho que Fidel Castro confió en el masivo apoyo de un pueblo armado, a lo cual habría que añadir su talento político para hacer converger ese propósito socialista con el nacionalismo y el antimperialismo. No hay evidencia alguna de presiones soviéticas para semejante decisión, y quizás, aunque el primer ministro soviético, Nikita Jruschov, había tenido la audacia de ofrecer el suministro de petróleo y la compra del azúcar al denegarse por Estados Unidos la cuota azucarera cubana, lo real es que, vista a la distancia histórica, la actuación soviética puede calificarse todavía de cautelosa durante los primeros meses de 1961.
Puede ampliarse y matizarse este análisis, pero lo que deseo resaltar es que la Revolución requería fortalecer la unidad del país, tanto de los grupos revolucionarios como de los sectores sociales del pueblo cubano.
Lo interesante, por su originalidad y miras de largo alcance, fue que en medio de aquellas circunstancias la Revolución dedicase también un esfuerzo masivo para terminar en ese año de 1961 con el analfabetismo, escalón imprescindible para elevar los niveles culturales del pueblo, y que, en proceso aún no estudiado en todos sus resortes y características, se produjese una verdadera explosión creadora en el campo de la cultura artística y literaria, no solo meramente cualitativo. Cambiar la sociedad capitalista exigía cambiar a sus individuos, luego no bastaba con transformar la propiedad, las relaciones económicas internacionales y la correlación de las clases sociales: era imprescindible una revolución cultural afincada en sus raíces y tradiciones nacionales. Y de este modo lo manifestó Fidel desde el comienzo: “Nosotros hemos sido agentes de esta Revolución, de la Revolución económico-social que está teniendo lugar en Cuba. A su vez esa Revolución económica y social tiene que producir inevitablemente también una Revolución cultural en nuestro país.”
De hecho, reconocía así Fidel que la intelectualidad en sus diversas expresiones tenía un espacio propio en las transformaciones revolucionarias, luego sus cultivadores resultaban imprescindibles para ejecutarlas y afianzarlas desde su ámbito particular. Vistas así las cosas más de medio siglo después, es congruente la dedicación y la escucha por la dirección revolucionaria de las intervenciones en aquellos encuentros, y que el propio primer ministro del Gobierno Revolucionario diese sus criterios a los allí sentados.
Las palabras de Fidel han quedado enmarcadas como dirigidas a los intelectuales, dado el título que se les dio al editarlas. En verdad, aquel público estaba restringido a la intelectualidad artística y literaria: no reunía a otros grupos que cabrían perfectamente bajo ese término. Ello, desde luego, no disminuye su importancia, sino que quizás la aumenta por ser artistas y escritores muy directos formadores de opinión y de conciencia por la vía de los sentimientos, y por sufrir entonces con frecuencia los más disparatados prejuicios promovidos por el subdesarrollo, a pesar de que la mayoría aplastante de sus expositores no disfrutaban de un nivel de vida tan alejado del de las grandes masas trabajadoras y de que en muchos casos hasta no podían sustentarse mediante la práctica artística con exclusividad.
Luego creo que un punto nodal del documento es su señalamiento de un asunto político entonces decisivo: el mantenimiento de la Revolución frente a sus enemigos externos e internos. No puedo afirmar que ello fuera explícitamente manifestado por quienes lanzaron la convocatoria, pero las palabras de Fidel así lo dejan sentado claramente en largo párrafo del que solo cito una frase.
“Nosotros creemos que la Revolución tiene todavía muchas batallas que librar, y nosotros creemos que nuestro primer pensamiento y nuestra primera preocupación deben ser: ¿qué hacemos para que la Revolución salga victoriosa?”
Tan claro estaba su pensamiento al respecto que no vaciló en comparar esta preocupación básica, inevitable dadas su condición y su responsabilidad como líder político, con las que motivaron la reunión, cómo preguntó en ese mismo momento de su discurso, con franqueza poco usual entre los hacedores de política: “¿La preocupación de que la Revolución vaya a desbordar sus medidas, de que la Revolución vaya a asfixiar el arte, de que la Revolución vaya a asfixiar el genio creador de nuestros ciudadanos, o la preocupación de todos no ha de ser la Revolución misma? ¿Los peligros reales o imaginarios que puedan amenazar el espíritu creador o los peligros que puedan amenazar a la Revolución misma?”
De hecho, pues, ya en este planteo inicial, aunque establecía una jerarquía en la atención de los asuntos dentro de la política nacional, Fidel no dejaba de lado el que precisamente motivaba su presencia allí: las relaciones del poder revolucionario con la intelectualidad, relaciones en las que advierte “peligros reales” junto a otros que considera imaginarios. Por consiguiente, tal idea reafirmaba para él la necesidad del encuentro para conocer, debatir y afrontar aquellos “peligros reales”, dado el valor político que asignaba a aquel intercambio, algo demorado de efectuarse a su juicio, pues aunque considera que “quizás en los primeros instantes de la Revolución había otros problemas más urgentes que atender”, declara a continuación que “podríamos hacernos también una autocrítica al afirmar que habíamos dejado un poco de lado la discusión de una cuestión tan importante como esta.”
¿Dónde estaban esos peligros reales e imaginarios? Fidel lo abordó directamente, sin tapujos: “… el problema fundamental que flotaba aquí en el ambiente era el problema de la libertad para la creación artística…” Y precisaba: “El temor que aquí ha inquietado es si la Revolución va a ahogar esa libertad; es si la Revolución va a sofocar el espíritu creador de los escritores y de los artistas.”
Ese temor era comprensible hasta cierto punto. La experiencia histórica del socialismo en la Unión Soviética y Europa oriental lo sustentaba, ya que desde mucho antes de la Revolución cubana, la cultura artística y literaria estaba allá firmemente constreñida dentro de los rígidos marcos fijados por las concepciones de que el arte era —o debía ser— un mero reflejo de la realidad, por lo que su función consistía en sostener el nuevo régimen social que se construía en aquellos lugares. Así, buena parte de la experiencia artística y literaria de la primera mitad del siglo XX fue generalmente condenada al ostracismo y calificada como decadente y burguesa.
Bajo ese patrón, para esos años sesenta ya se había fijado el concepto de realismo socialista como la forma única capaz de expresar la creación artística y literaria apropiada para el socialismo. Y el propio Jruschov, a pesar de haber sido quien desencadenó el proceso llamado de desestalinización tras el XX Congreso del Partido Comunista, más de una vez emprendió furibundos ataques descalificadores contra toda forma artística que no cayera dentro del realismo socialista. Por ello el cierto y breve deshielo en algunas disciplinas sociales y en la filosofía manifestado en la URSS a inicios de los sesenta, no abarcó jamás a la política hacia la creación artística y literaria.
Si a ello sumamos que en varias instituciones culturales gubernamentales cubanas fueron situados por entonces algunas personalidades procedentes del primer partido marxista, era lógico ese temor detectado por Fidel, que se extendía además al campo filosófico y de las ideas en general, dado que el socialismo soviético desde los tiempos de Stalin no solo fijó como ideología sino también como doctrina oficial y única admisible la que fue llamada marxismo-leninismo.
Fidel evidenció en sus palabras clara comprensión de todo cuanto había detrás de la inquietud por la prohibición por aquellos meses de exhibir un documental acerca de La Habana nocturna. No era simplemente el temor de que se hiciera práctica común un caso de censura desde una institución cultural gubernamental, sino que este proceder abarcara todas las esferas del quehacer intelectual.
Por eso el entonces primer ministro cubano se veía obligado a disipar esa desconfianza y al mismo tiempo a respaldar la existencia de instituciones estatales que impulsaran la política cultural del Gobierno Revolucionario. Ello explica que casi la mitad de sus palabras se muevan en ese terreno buscando un acomodo entre la libertad de creación y la acción del estado.
Lo primero fue reconocido por él como un pleno derecho, cuando dijo: “Se habló aquí de la libertad formal. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que se respete la libertad formal. Creo que no hay duda acerca de este problema.” A lo segundo dedicó un buen espacio de su plática, sobre todo para destacar la ejecutoria a favor de la alfabetización, de la elevación de los niveles de escolarización, y del acceso de los sectores populares a las expresiones de la cultura.
“La Revolución no puede pretender asfixiar el arte o la cultura cuando una de las metas y uno de los propósitos fundamentales de la Revolución es desarrollar el arte y la cultura, precisamente para que el arte y la cultura lleguen a ser un real patrimonio del pueblo.”
Difícil ese equilibrio a veces, no sostenido siempre plenamente en la historia de la ejecutoria revolucionaria, pero cuyo principio de la libertad formal se ha reiterado sin dudas hasta nuestros días, al punto que ni aún quienes no lo comparten se atreven hoy a objetarlo abiertamente.
A mi juicio, aquí está uno de los aspectos claves de las Palabras a los intelectuales, quizás más que en la frase, inevitablemente convertida en consigna de “dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada.”
A propósito de este aforismo, en este nuevo aniversario del documento se ha vuelto a plantear la necesidad de corregir la cita mal hecha que ha sustituido “contra” por “fuera”. Es necesario, sin dudas, hacer la corrección, sobre todo por la manera en que Fidel enfocó la condición de los intelectuales revolucionarios y de los no revolucionarios, ángulo que puede parecer sorprendente, pero que se conjugaba a la perfección con la política preconizada por él de unidad en torno a la Revolución.
Repasemos sus ideas: “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución ningún derecho.” El enunciado es claro: por un lado, no se admite derecho alguno contra la Revolución; por otro, se abre el derecho dentro de la Revolución hasta a aquellos que no se consideraban revolucionarios. Si se reconoce el derecho a la plena libertad formal, entonces al hablarse aquí del derecho dentro o fuera de la Revolución, ese derecho no se identifica, obviamente, con la capacidad y la ejecutoria creadoras en la cultura artística y literaria sino que se dirige hacia la práctica social, como al parecer, y según la conducta seguida con posterioridad, fue entendido por la gran mayoría de los asistentes.
Por aquí anda otro elemento esencial de los planteos de las Palabras... Me refiero al ofrecimiento por Fidel de lugar protagónico a la intelectualidad dentro de las transformaciones revolucionarias, que no se cerraba a aquellos que no se consideraban revolucionarios, pero que él llamo intelectuales honestos, en los cuales ve plausible que haya temores, dudas, incertidumbres.
“Y es correcto que un escritor y artista que no sienta verdaderamente como revolucionario se plantee ese problema; es decir, que un escritor y artista honesto, que sea capaz de comprender toda la razón de ser y la justicia de la Revolución sin incorporarse a ella se plantee este problema.”
Para ellos, y explícitamente para los revolucionarios, es vigoroso el llamado a la unidad y a ganar para la Revolución a esos intelectuales no revolucionarios pero honestos.
“Aquí se señaló, con acierto, el caso de muchos escritores y artistas que no eran revolucionarios, pero que sin embargo eran escritores y artistas honestos, que además querían ayudar a la Revolución, que además a la Revolución le interesaba su ayuda; que querían trabajar para la Revolución y que a su vez a la Revolución le interesaba que ellos aportaran sus conocimientos y su esfuerzo en beneficio de la misma.” En consecuencia, señala “…y es deber de la Revolución preocuparse por esos casos; es deber de la Revolución preocuparse por la situación de esos artistas y de esos escritores, porque la Revolución debe tener la aspiración de que no sólo marchen junto a ella todos los revolucionarios, todos los artistas e intelectuales revolucionarios.”
No era un extraño privilegio que concedía el líder político al sector intelectual, sino que se trataba del ajuste hacia ellos de un principio que para él debía ser consustancial de la Revolución: la búsqueda de la mayor unidad posible.
“La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no sólo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no sean revolucionarios, es decir, que aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución sólo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios. Y la Revolución tiene que tener una política para esa parte del pueblo; la Revolución tiene que tener una actitud para esa parte de los intelectuales y de los escritores.”
De alguna manera el propio Fidel nos entregó así un balance de aquellas reuniones, que iniciaron una práctica continuada en otros foros con la intelectualidad cubana, ya no solo con la del ámbito artístico y literario, y cuya necesidad sigue vigente, quizás hoy más que hace 55 años atrás: “Pero por encima de todo ha habido una realidad, la realidad misma de la discusión y la libertad con que todos han podido expresarse y defender sus puntos de vista. La libertad con que todos han podido hablar y exponer aquí sus criterios en el seno de una reunión amplia y que ha sido más amplia cada día; de una reunión que nosotros consideramos como una reunión positiva; una reunión donde pudimos disipar toda una serie de dudas y de preocupaciones.”
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