Próximo a cumplir noventa años (nació en Abeokuta, Nigeria, el 13 de julio de 1934), Wole Soyinka es uno de los escritores más sobresalientes de las últimas seis décadas. Tras la aparición en 1958 de The Swamp Dweller, su primera pieza teatral importante, la carrera literaria de Soyinka –que cubre teatro, poesía, novela, cuento, ensayo y memorias– alcanza sesenta obras que han sido representadas, editadas y traducidas en numerosos países y muy diversas lenguas. Además de trabajar para la televisión y la radio de su país, ha sido profesor en universidades de Nigeria, el Reino Unido y los Estados Unidos, y ha obtenido reconocimientos y honores en una decena de ellas.
Paralelamente a esa trayectoria –que incluye el Premio Europe Theatre en 2017–, ha desarrollado un permanente compromiso y activismo político que se remonta a su participación en la campaña por la independencia de su país del dominio colonial británico, y que lo ha llevado a sufrir prisión y exilio. Se ha involucrado, asimismo, en incisivas polémicas. No es casual que a menudo se cite como suya, de manera imprecisa, esta frase: “Un tigre no proclama su tigridad, salta”.
En 1986, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Soyinka dedicó el discurso de aceptación al luchador sudafricano Nelson Mandela, aún prisionero en cárceles del apartheid. No era nada raro para alguien como él, que quince años antes había interpretado el papel de Patricio Lumumba en la obra de Conor Cruise O'Brien Murderous Angels.
Hace sesenta años, cuando la Casa de las Américas organizó el Festival de Teatro de La Habana y el Primer Encuentro de Teatristas, el entonces muy joven Wole Soyinka participó como invitado. Regresaría a nuestra institución en enero de 2001 para pronunciar las palabras inaugurales del Premio Literario. Con el título de “Escritor, brujo y hereje”, aquella espléndida intervención –traducida por María Teresa Ortega– fue reproducida en el número 222 de Casa de las Américas, de donde la tomamos.
Hasta donde nos es posible confiar en la tradición oral de las sociedades y, por supuesto, en la historia documentada y la literatura, incluso hasta el día de hoy –en dependencia de la sociedad que se tenga en mente– siempre se ha considerado a las brujas la variante más funesta de la especie humana. Podían volar... casi siempre en escobas. No hay duda de que levitaban. Miraban dentro del alma humana, eliminaban todo subterfugio y osaban revelar lo que veían. Tenían la extraña facultad de la previsión, la capacidad de mirar el futuro... o se creía que la poseían, lo que venía a ser lo mismo. Que todo esto fuera o no real carece en realidad de importancia: lo importante era que la sociedad las creía capaces de ello. Incluso si en el esfuerzo curativo la «bruja» utilizaba las mismas hierbas y pociones que los demás para la tos, el reumatismo o los ataques, el hecho de proceder de las brujas imbuía a los medicamentos de poderes sobrenaturales, en opinión de la sociedad, y por tanto los hacía culpables de algo que olía a anormal. Pero casi nunca a una anormalidad benévola. Se decía que las brujas estaban confabuladas con los poderes de la oscuridad, que eran capaces de conjurar fuerzas de los reinos satánicos. Que lograran curar lo que los sangradores y boticarios aprobados por el estado no habían podido era en sí prueba de sus poderes siniestros. Advertir a la comunidad del advenimiento de inundaciones o sequías, o sea, leer con intuición excepcional los signos que la naturaleza brindaba con tanta generosidad al discernimiento, las hacía culpables del atroz crimen de satanismo. Y, por supuesto, como la hechicería afirmaba su posibilidad de realizar revelaciones, que se suponen prerrogativa total de las órdenes teocráticas consagradas, se condenaba doblemente a las brujas. Por último, a fin de garantizar las bases teológicas para quemar infelices en la hoguera o destruirlas en la rueda, en muchas sociedades teocráticas se denunciaba a la bruja como hereje.
Las víctimas de la cacería de brujas de Salem, de infausta memoria, dramatizada con tanta fuerza por Arthur Miller, fueron rehabilitadas hace unos dos o tres años, o algo más, por el Presidente Clinton... trescientos años después de haber sido torturadas y ahorcadas. Mucho bien debe de haberles hecho esto, pero creo que es correcto que la sociedad vuelva a examinar estas imbecilidades colectivas, contagiosas y muchas veces terminales. El factor motivante de estas «revisiones de la historia» –una fase positiva del revisionismo– va más allá del cierre final de los libros de cuentas del pasado. De hecho, estas revisiones son cualquier cosa menos un «cierre» de cuentas, pues reabren las hojas oscurecidas del cálculo, los más y los menos de las evaluaciones sociales y, sobre todo, el asunto inconcluso del entronizamiento de la racionalidad y el reconocimiento de la falibilidad humana.
Aquella cacería de brujas, la más famosa de los Estados Unidos, se produjo hace tres siglos. Pero ¿acaso está verdaderamente superado ese acondicionamiento mental? No sería demasiado inadecuado, propongo, que la brujería nos sirviera de metáfora para un aprieto social contemporáneo a fin de enfrentar la pregunta ¿hay sectores de la humanidad que correspondan hoy a la categoría de brujos por la forma en que los perciben otros sectores de la sociedad? Creo que así es. Existe una tribu transcultural conocida como artistas, escritores e intelectuales, y a ellos, como a las brujas, se les ve en gran medida bajo esa luz hereje. Esta pudiera ser otra de las causas, que muchas veces se pasan por alto, de que las oligarquías dominantes, a lo largo de la historia, hayan tendido a ver a los escritores y artistas con ese mismo temor supersticioso que en un tiempo se les tenía a las brujas. Tomemos a los intérpretes japoneses del kabuki. Según invaden las tablas europeas y estadunidenses, se hace en ocasiones difícil creer que en un tiempo se les considerara heces peligrosas o despreciables de la sociedad... pero así era considerada la cultura japonesa de antaño. Tan plenamente despreciada era su condición en la sociedad, que se les consideraba blanco legítimo del samurái errante. Al samurái que se le metiera en la cabeza realizar prácticas de espada con un actor de kabuki desarmado e indefenso sencillamente no se le llevaba a juicio. Hoy, este mismo kabuki se ha convertido en una de las exportaciones culturales más solicitadas del Japón, y los espectadores desvanecidos que pueden no entender ni un gruñido de los que se profieren en escena lo reciben y tratan con reverencia.
Y también podría uno desear saber por qué, siempre que un disidente con buen poder de expresión o un supuesto enemigo del Estado es arrojado a presidio, la primera regla que le imponen sus captores es privarle de material de lectura o escritura. Desde la Rusia estalinista y la Isla Robben del apartheid hasta las cárceles de Arap Moi en la Kenya supuestamente democrática, encontramos que las plumas y los libros se tratan en muchos climas con el mismo temor al satanismo que en un tiempo se aplicó a las escobas de las brujas y a la mesa de trabajo del alquimista.
Podemos hacer una gira mundial de estos ejemplos a lo largo de la historia, aproximando el recuerdo estadunidense a su propia prolongada fase de cacería de brujas comunista expresión que se utilizó muy adecuadamente en aquel momento y que todavía se utiliza- en que los principales blancos fueron escritores, artistas teatrales, músicos, actores y productores de cine. A los estadunidenses les agrada tranquilizarse pensando que se trató de una aberración singular, pero conocemos lo suficiente del instinto social que se lanza sobre chivos expiatorios convenientes para reconocer que esto, sencillamente, no es cierto. La situación de vida y muerte del antiguo Pantera Negra Mumia Abu Jamal, todavía en el pabellón de los condenados en el estado de Pensilvania, pudiera parecer a los estadunidenses un simple asunto de crimen y castigo, pero estoy convencido de que se trata de algo más profundo. Abu Jarnal ha utilizado su tiempo en la cárcel para atacar el carácter inhumano del sistema carcelario estadunidense, más bien para atacar las propias bases de la justicia estadunidense. En una etapa tenía un programa radial y escribía regularmente para un diario. Resulta difícil descartar por completo la sospecha persistente de que la denegación de un nuevo juicio, o la negativa del gobernador del estado a ejercer su prerrogativa de clemencia hacia esta persona, tenga sus raíces en el hecho de que este preso se negara a envainar su pluma, que sus escritos lograran llamar la atención sobre la falibilidad demostrada del sistema judicial estadunidense, su contexto racista estadísticamente probado y, sobre todo, la criminalidad de sectores cruciales de los organismos de detección penal.
En un terreno más distante, sin embargo, los horrores que en estos momentos desencadenan extremistas religiosos, con o sin apoyo estatal, en Egipto, en Afganistán, y en Argelia, la India e Indonesia -en nombre de la pureza de las culturas religiosas-, deben recordamos que siempre que el virus de la intolerancia ataca, los chivos expiatorios de primera línea son los hacedores de cultura. El grito de batalla es familiar: nuestra cultura se ha contaminado, llegó la hora de la purificación. Desaparecen las supuestas impurezas: la música extranjera, el arte extranjero, la literatura extranjera, el pensamiento extranjero, las ropas extranjeras, las parábolas de satélite, etc., etc. Pero, en realidad, y más profundamente, las artes heréticas, o sea, las artes nacionales que desafían el statu quo. ¿Recuerdan a Hastings Banda, presidente vitalicio de Malawi? Estableció una junta de censura permanente que trabajaba el año entero. Chinua Achebe, el conocido escritor nigeriano, fue una de las víctimas de este Índice en crecimiento constante. También lo fui yo. Mi contribución fue modesta: The Trials of Brother Jero.
Los peores excesos de Hastings Banda palidecen, sin embargo, si se les compara con el horror que ha sorprendido al mundo con la purificación cultural de Argelia. Como siempre, los productos reales de la cultura abrieron el camino, pero los hacedores de cultura los siguieron poco después. Al diezmar las filas de productores, o aumentar su inaccesibilidad con cordones protectores oficiales o por medio del exilio, los proveedores –a los que de modo más tendencioso se llamaba traficantes– de estos productos culturales pasaron a ser el blanco siguiente, luego los sospechosos de ser consumidores, después los supuestamente contaminados, lo que siempre se traduce en cualquier persona, cualquier grupo, cualquier familia o aldea que se considere que no participa en la orgía farisaica de limpieza cultural. Se descubre a los «brujos» y proliferan en cada rincón de la tierra, hasta el momento en que nada calma la sed de una existencia prístina ficticia si la tierra no se baña en sangre de inocentes. Recuérdese a Naguib Mafouz, el egipcio laureado con el Premio Nobel, que fue apuñalado en el cuello por fanáticos religiosos solo porque se consideraba a sus escritos culpables de contaminar el pensamiento islámico. Está en juego más que el premio nebuloso del alma. Lo que se juega es el muy real premio del poder, un territorio de dominio que solo puede garantizarse por medio de la conformidad hacia el exterior. De modo que encontramos que, al fin y al cabo, hay solo dos amplias categorías de cultura: la cultura que lisonjea y sostiene al poder y la cultura «hereje» que lo critica y desafía.
Cuba como país conoce qué es, todavía hoy, ser considerado un país embrujado por lo que hoy pasa por no conformismo ideológico, una condición que los países más poderosos consideran una amenaza y una presencia desestabilizadora hacia su forma de vida, sus valores y sus ambiciones mundiales. Cada visita que hago a Cuba me revela un país que se renueva de modo constante, que de hecho se reinventa. A mi entender, pudiera describirse con precisión a Cuba no solo como el inconformista, sino como el hereje del Hemisferio Occidental. Si Cuba tiene una lección que impartir al mundo, ésta sería garantizar que en su propio suelo reconoce la naturaleza de brujo que hay en el escritor, en el artista en general, un ser poseído por visiones incómodas, incluso a veces perturbadoras desde el punto de vista social, devastado por dentro por intuiciones aparentemente herejes. Los premios literarios y artísticos existen para honrar el matrimonio de esta imaginación original, no complaciente, con la industria y el arte. Es esto lo que hace a nuestra profesión soportable, e incluso a veces honorable. Es la aceptación social de esta misión como nuestra razón de ser lo que justifica la red mundial de conciliábulos de brujas de los que la Casa de las Américas es parte vital. Es esto, por encima de cualquier otra consideración, lo que da validez a nuestra celebración de la creatividad humana.
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