Palabras sobre Abel Prieto en la Fundación Fernando Ortiz.


palabras-sobre-abel-prieto-en-la-fundacion-fernando-ortiz

Cuando Miguel me invitó a decir unas palabras en ocasión de la entrega del Premio Internacional Fernando Ortiz a Abel, pensé que inevitablemente tendría que empezar por referirme a lo que han sido mis relaciones con él, desde el pasado remoto.

Esa línea de tiempo empieza por un aula de la Escuela de Letras, en el edificio Dihigo, donde coincidimos en el año de gracia de 1968. Yo tenía 20 años y él estaba cumpliendo 18. Aunque parecía que tenía menos, pues desde entonces ha parecido más joven de lo que es. Como Dorian Grey. Yo soy menos de tres años mayor que él y mírenme a mí.

Ambos éramos pichones de escritores, y compartíamos la misma aula, donde la doctora Beatriz Maggi nos explicaba a Homero y a Shakespeare. Discutiendo acerca del significado del bufón (the fool) en el Rey Lear, nos podíamos pasar una hora de clase. Allí aprendimos que la literatura sirve no solo para disfrutarla, sino para pensar y pensar bien. A relacionarla con la condición humana, desde la visión de ese “tonto de la colina”, que dice la verdad y actúa como conciencia crítica, advirtiendo aspectos de la realidad que otros no ven, y que él capta con su imaginación afilada, a la manera de los artistas y escritores.

Así aprendíamos en aquella época, no solo con profesores excepcionales como la Maggi, sino en otras actividades no menos enriquecedoras. Por ejemplo, el trabajo voluntario. Recuerdo como si fuera ayer que estábamos desyerbando cítricos en Jagüey Grande, al inicio de la zafra de los Diez Millones. Imagínense una inmensa plantación de naranjas y toronjas, en un llano que nunca se termina, con arbustos repetidos hasta el horizonte. Y que, en medio de ese paisaje, hay tres muchachos guataqueando yerbitas y conversando sobre lo cubano en la poesía, o el reciente viaje a la Luna de la Apolo XI, o el curso de la guerra de Vietnam, o a recitarnos versos de la “Rapsodia para el mulo” de Lezama.

Cuando parábamos para la merienda, que nos traía un camión pipa cargado con jugo de naranja, el tercero de nosotros, Julián García Padrón, solía improvisar lo que hoy se llamaría un espectáculo unipersonal. Lo mismo escenificaba un himno a los pioneros que había compuesto una profesora suya del pre, que fantaseaba en torno a cualquier hecho, real o imaginario. Así fue que un día se le ocurrió que había tenido una visión del futuro.

En esa visión, Rogelio Quintana –un compañero nuestro del aula de Letras— iba a desaparecer y nadie más iba a saber de él; yo, iba a entrar en un estado de locura, hablando solo y caminando detrás de las guaguas; y, por último, Abel Prieto iba a convertirse en miembro del Buró político del CC del PCC.

Al cabo de treinta años de aquella alucinación de Julián en Jagüey Grande, nos dimos cuenta de que Rogelio Quintana se había esfumado sin dejar rastro; yo estuve más de dos años medio turulato; y ya ustedes saben acerca de la no tan escondida senda que condujo a Abel Prieto hacia su destino.

Quiero aclarar que no es mi intención convertir estas palabras en una cadena de anécdotas personales más o menos memorables. De hecho, en busca de caracterizar a este Abel en relación con el alto reconocimiento que hoy le otorga la Fundación, hice mi pequeña investigación.

Como todo el mundo, fui a ver lo que decía Wikipedia sobre él.  Revisé los artículos en español y en inglés, que curiosamente no dicen lo mismo. Uno de ellos refiere que su papá, Abel Prieto Morales, era un notable educador de Pinar del Río. Registrando por mi cuenta en ponencias e investigaciones pinareñas, encontré que provenía de una familia de origen humilde, y que, aunque padecía problemas de salud, había alcanzado, contra viento y marea, a graduarse de la Escuela Normal, y a ejercer como maestro rural en Sumidero, un sitio de Minas de Matahambre en medio de las lomas. Aunque había llegado a fundar una escuela en la capital de la provincia, su trayectoria lo había dotado de una experiencia desde abajo, que se reflejaba en sus ideas sobre la educación.

Por ejemplo, en 1950, la revista Todo por Pinar del Río, publicó un artículo suyo que afirmaba: "la penetración de la cultura norteamericana ha superpuesto a ese buen señor Santa Claus, que a todas luces se aparta de nuestra tradición, de nuestra hermosa tradición, en ese afán desmedido de transformar todo lo nuestro. De ahí que se considera que el arbolito de navidad envuelto en nieve y el Santa Claus desplazando a los magos de Oriente son los síntomas más relevantes de que cambiamos la mentalidad y que a impulsos de nuestro "snobismo" nos estamos acercando más al coloso del norte” (Pág. 5). Esto escribía en 1950, año en que su hijo nació.

No tiene nada de raro que Armando Hart lo invitara a incorporarse como experto a la campaña de Alfabetización, y que en esa calidad llegara a ocupar puestos de dirección dentro del MINED, como director y viceministro a cargo de enseñanza primaria.

Hablando de su hijo, que es mi misión aquí hoy, creo recordar que, en alguna de nuestras conversaciones, durante los años pasados en la Escuela de Letras, en aquellos luminosos trabajos voluntarios, o quizás luego, me comentó una vez que su papá era un crítico de los exámenes como manera de medir la calidad y el rendimiento de los alumnos. Si fue así, me parece que su papá estaba tan adelantado que todavía no hemos alcanzado ese escalón en la educación cubana; y que, si ese momento llegara, podría representar una contribución clave a un salto de calidad, tan necesario.

No sé si la memoria me traiciona, pero también me parece recordar que su papá no estaba muy contento con que Abel tuviera el pelo largo. Como sabemos, no había que ser un ortodoxo, un conservador, ni nada por el estilo, para compartir el código de vestimenta, porte y aspecto de aquella época, especialmente en las escuelas, pero también fuera de ellas. De manera que las barbas y las melenas se percibían como una influencia occidental ajena a las tradiciones y a nuestra identidad. Por muy paradójico que fuera. Puesto que quienes pusieron de moda las barbas y las melenas en el mundo fueron los rebeldes de la Sierra Maestra.

Creo que una de las grandes aporías de aquellos años fue que un estilo generado aquí se representara como un símbolo del enemigo. Esta no es una digresión anecdótica, puesto que estamos hablando de alguien conocido por sus contribuciones sustanciales en todos estos años al entendimiento de lo que significa la colonización cultural.

Nuestro Abel no inició su vida laboral en Sumidero, ni en el pueblo de Sandino, como otros graduados de aquel grupo de Letras, sino en la Isla de la Juventud. Clases al Destacamento pedagógico, si la memoria no me falla. Sus biógrafos podrán narrar cómo esa experiencia de enseñar a jóvenes pineros (no pinareños), además de la huella familiar, marcó su carácter, sus ideas y desarrolló su capacidad de comunicación. En todo caso, cuando dejó la enseñanza y llegó al libro, sus cualidades como dirigente no parecían haber despuntado como para hacerse evidentes. De hecho, su jefe y amigo en aquella etapa editorial me contaba que cuando lo designó director de la editorial Letras cubanas, Abel le había confesado que él no sabía dirigir, y que, por favor, le quitara aquel cargo de encima. Porque a él lo que le interesaba era escribir. Sin embargo, al parecer, Pablo Pacheco lo convenció de permanecer. Y de ahí en adelante, iría ocupando otras responsabilidades institucionales en el campo de la literatura y la cultura.

No es mi misión aquí y ahora narrar la trayectoria laboral de Abel en aquellos años 80, tan presentes en nuestra memoria del socialismo. De entonces, conservo sus dos primeros libros de cuentos, dedicados por él, Los bitongos y los guapos (1980) y No me falles, Gallego (1983). No sé si tengo el tercero, Noche de sábado (1989). Todos firmados como Abel Enrique Prieto, nom de plume que luego dejaría de usar.

Seguramente sus biógrafos o autores de tesis doctorales dedicadas a su obra demostrarían que la dialéctica entre bitongos y guapos, o entre Fredy Mamoncillo y Marco Aurelio, los protagonistas de El vuelo del gato (1999), su primera novela (que también tengo), está inextricablemente ligada a su pensamiento crítico sobre los problemas de la cultura, la sociedad y la política. 

Antes de concluir mis improvisadas palabras con una muestra de su pensamiento crítico, no quiero dejar de apuntar algunos rasgos sobresalientes de la proyección de Abel como dirigente en la cultura y la política cubanas. Esas cualidades fueron una revelación incluso para quienes, como yo, lo habíamos conocido durante los 20 años antes de que se convirtiera en presidente de la UNEAC, en la difícil coyuntura de fines de los 80 y la eclosión del Periodo especial.

No es lo mismo desempeñar un cargo que construir consenso en un gremio tan complejo, así como tampoco mantener ese consenso que conseguir un liderazgo reconocido; ni reflejar los intereses legítimos de ese gremio y al mismo tiempo ganar la confianza y el respeto de la máxima dirección política. Esa capacidad de diálogo hacia abajo y hacia arriba resultan rasgos más bien excepcionales.

De esa capacidad de liderazgo, reconocimiento, prestigio y autoridad fuimos testigos en los consejos de la UNEAC con la presencia de Fidel, donde el encuentro y el diálogo real entre el liderazgo de la Revolución y los intelectuales del campo de la cultura artística y literaria escribirían un capítulo nuevo, que no tenía parangón desde los años 60.

Convertir a la cultura en la punta de los cambios que irían abriéndose paso en todo el sistema, y a los artistas y escritores en ese segmento de la cultura y la intelectualidad en que se empezó a legitimar el trabajo no estatal, el libre flujo de salida y regreso, la apertura y profundización del debate de ideas y la libertad de expresión; en “lo primero que hay que salvar”, recuperando su papel central en la conceptualización del socialismo, en el desarrollo social más allá de un paquete de reformas económicas y de formulaciones ideológicas, hizo que se volviera otra vez a poner el centro del socialismo en el hombre, en su conciencia, sus valores, y sobre todo, en la naturaleza de sus relaciones sociales, que son el núcleo de su cultura política. En esa eclosión de ideas de los años 90, más allá del arte y la literatura, el rol de Abel fue descollante.

Un botón de muestra de aquella circunstancia y de esas virtudes suyas fue la revista Temas, que menciono solo porque ilustra su capacidad para defender la cultura con inteligencia, determinación y coraje, frente a las corrientes del dogmatismo y el sectarismo. Cualidades que no todos los dirigentes tienen. Podría hablar sobre esa experiencia durante varias páginas, pero cumpliendo las orientaciones de Miguel, debo ajustarme al tiempo, así que me voy a concentrar, para finalizar, en la contribución de Abel al pensamiento crítico en el campo de la cultura.

Un aspecto muy conocido por ustedes es su aporte al pensamiento decolonial, y el rescate de ese legado, especialmente en América y el Caribe, desde los años 60. En un momento tan complejo como el actual, su crítica demoledora a la mercantilización de la cultura, el imperio de la banalidad en los patrones de consumo y el papel de los medios hegemónicos en la estandarización de la producción y el pensamiento se han convertido en un referente imprescindible entre nosotros.

Quiero referirme, sin embargo, a una dimensión de ese aporte suyo en el campo de la cultura y el pensamiento crítico no menos importante, y que para mí reviste singular valor: el que examina las enajenaciones surgidas como parte de la fábrica del propio socialismo, el llamado real, y el asociado a concepciones y prácticas heredadas, nacidas de visiones esquemáticas acerca del papel del arte en una conciencia transformadora de la sociedad.

En ocasión de este merecido premio, quisiera evocar dos textos suyos que deberíamos volver a publicar, para que se relean y se compartan otra vez, muy especialmente entre quienes no los pudieron conocer en su edición original.

Uno es “La cigarra y la hormiga: un remake a final de siglo”, escrito en noviembre de 1996. Me limito a citar en extenso, a manera de titulares, algunos fragmentos subrayados en mi ejemplar de La Gaceta de Cuba de enero-febrero de 1997, donde se publicó.

Habrá algún día que evaluar la influencia del pragmatismo yanqui, del modelo de “prosperidad sin poesía”, de esa “prosperidad siempre incompleta”, en los prejuicios anticulturales que sobreviven en nuestro país.

Nada habríamos adelantado los revolucionarios cubanos si algún día, derrotado el bloqueo, salimos de la crisis, y alcanzamos cierta “abundancia” económica para descubrir entonces que se nos ha vaciado el alma: que tenemos hombres y mujeres “prósperos” y embrutecidos por ese “bullicio” zoológico que vio Martí en el modelo yanqui; hombres y mujeres sin cultura, sin coherencia ni densidad espiritual, sin memoria ni patria.

Hay, por otra parte, una “zona de contradicciones” que no debemos eludir: se revelan con frecuencia en nuestro arte en nuestra literatura, las angustias, dudas y desgarramientos de un minuto como el presente, y muchas veces esto no se comprende, y “se le echa la culpa al termómetro de la fiebre del paciente”. 

En nuestras condiciones, en las condiciones que enfrenta la Revolución Cubana, ¿debemos promover un arte difícil, complejo y crítico? ¿Es practicable nuestra política cultural ante los intentos de rendir por hambre a la Revolución, y de fragmentar la sociedad cubana, y de hacernos la guerra por todas las vías? ¿Resulta posible (como diría Cintio) continuar fundando “un parlamento en una trinchera”? ¿Puede afectar ese arte la unidad del pueblo (nuestra arma más preciada) frente a un enemigo desmesurado y hostil, y capaz de todo, y frente a sus servidores, los anexionistas externos e internos?

En esa política abierta, plural, anti dogmática, están las bases conceptuales y prácticas de la unidad del movimiento intelectual cubano.

En la frivolidad del “colonizado cultural”, en la intemperie del lumpen, en el que sólo busca atontarse y “desconectar”, y ya renunció al placer de la inteligencia, y en la ignorancia presuntuosa, en los prejuicios de los “duros” contra el arte, por muy “revolucionarios” que pretendan ser: ahí están. Samaniego, “las partes blandas”, las más expuestas ideológica y culturalmente a la influencia de nuestros enemigos.

El “problema ideológico” más grave que se nos presenta con relación a la cultura, es (precisamente) la falta de cultura.

Mientras no desterremos los prejuicios e imágenes incompletas y rígidas del arte, de los artistas y de su papel, la cultura no ocupará el lugar que merece entre nosotros, el lugar que necesitamos todos que ocupe. No sólo sufre el arte con tales postergaciones e inconsecuencias: sufre nuestra sociedad, que requiere hoy con urgencia de una sólida defensa cultural frente a la yanquización y el anexionismo.

Un arte que aborde nuestros conflictos de hoy con valentía, responsabilidad y profundidad, ayuda a la Revolución: puede señalarnos deformaciones en nosotros mismos y en nuestro entorno, e inquietar al acomodado, y actuar sobre la inteligencia y los sentimientos del que vive al día, y prepararlo para descubrir el sentido de la épica presente donde sólo está viviendo fragmentos dispersos y la agresividad de la vida cotidiana.

El otro texto que quiero mencionar es un ensayo titulado El humor de Misha: la crisis del socialismo real en el chiste político, un profundo análisis sobre el chiste popular en la URSS y Europa del Este como espejo de las contradicciones que atravesaban aquel socialismo. Leí este ensayo excepcional por su originalidad y audacia intelectual en una copia mecanografiada que me prestó su autor, antes de que se publicara en forma de pequeño libro por la editorial argentina Colihue, en 1995.  Recojo aquí apenas un puñado de ideas sobresalientes que tengo subrayadas.

El hecho de que la teoría se presente como traicionada por la práctica o como una construcción irrealizable, tiene una enorme acción deslegitimadora en un sistema que insiste, continuamente, en su condición de fruto genuino de un cuerpo doctrinario. La contradicción teoría-práctica se agudiza en el contexto de separación entre la dirigencia y las masas, que es también presentada una y otra vez.

Por un lado, se cuestiona la teoría que considera inevitable la universalización del socialismo como escalón superior del progreso humano; por otro, se revela el doble lenguaje, la doble realidad, la sociedad de la propaganda y la sociedad de todos los días.

La pérdida de credibilidad —entre los jóvenes— del discurso doctrinario-propagandístico, alcanza a todas las esferas de la cultura no prohibida, que se hace equivalente a cultura "oficial".

Habrá que preguntarse hasta qué punto cápsulas idealizantes [como las de los diccionarios de Filosofía] no sólo se movían de arriba hacia abajo, sino que hipnotizaban con su efecto tranquilizador a los sectores dirigentes, contribuyendo a su distanciamiento de los conflictos reales.

El chiste político brotado en el socialismo real, fue construyendo una respuesta integral a todo el cuerpo doctrinario y propagandístico, a todos los llamados mecanismos legitimadores que se utilizaron en estos países. Algunas de las tendencias centrales que se advierten en estos chistes, apuntan contra los fundamentos conceptuales del sistema: desacreditan el carácter científico de la teoría y de la práctica; revelan la traición al pensamiento de los fundadores, o atacan las bases de ese mismo pensamiento; ridiculizan la "planificación" y la "racionalidad" de la economía y de toda la organización social y, obsesivamente, contrastan esta "sociedad superior", este "escalón más alto en el progreso humano", con el sistema capitalista, para exaltar la "modernidad" occidental y hacer befa de la "antimodernidad" socialista.

Al examinar, desde la Cuba de 1995, las constantes del humor político proveniente de la URSS y de los países socialistas europeos, resulta inevitable volver sobre la originalidad de la Revolución Cubana con respecto a aquellos procesos. Esa originalidad se nos revela, con mucha fuerza, al evaluar las tendencias principales del chiste político cubano a la luz de algunos aspectos que hemos venido examinando.

El célebre Pepito, protagonista de innumerables chistes políticos cubanos, denuncia con su palabra incisiva malformaciones, disparates y carencias; pero su espíritu travieso, abierto, a veces brutal, nada tiene que ver con los escindidos europeos.

Tanto los chistes sobre las carencias, como los que se refieren a la emigración, se colocan en la tradición picaresca cubana: centran muchas veces su atención en las técnicas del pícaro para procurarse el alimento o para salir de la isla. Los personajes de estos cuentos, independientemente de su posición política, no están contaminados de esa pasividad o biliosa resignación ante el fatalismo socialista que se advierte en muchos chistes del socialismo real.

La tendencia central de los chistes contrarrevolucionarios cubanos, incluso de los más incisivos, parte de una tesis sintetizada en la frase “Esto no hay quien lo tumbe, pero tampoco hay quien lo arregle”, que resulta útil analizar a la luz de la antimodernidad socialista expresada en los chistes europeos. Con esta frase la Cuba revolucionaria se inscribe en el fatalismo antimoderno (no puede arreglarse ni organizarse racionalmente), pero ese mismo fatalismo, por una misteriosa causalidad, alimenta su carácter irreversible. El chiste GUSANO, construido sobre este fundamento, no tiene más remedio que proponer respuestas individuales, propias del pícaro: un solitario por definición, incapaz de un pensamiento político mínimamente organizado. Esto influye, incluso, en la índole del mecanismo que nos hace reír, que en la mayoría de los chistes cubanos no es propiamente político.

Saludo en Abel su eterna juventud, no solo física, sino espiritual. La de una misma indivisible personalidad creadora, en cuya brillantez se funden el intelectual y el político. 

La Habana, 22 de abril, 2025

 


0 comentarios

Deje un comentario



v5.1 ©2019
Desarrollado por Cubarte