En el centenario de José Donoso


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Se cumplen este 5 de octubre cien años del nacimiento del escritor chileno José Donoso.

Desde que en 1955 apareciera su libro Veraneo y otros cuentos, con el que ganaría al año siguiente el Premio Municipal de Literatura de Santiago, la obra de Donoso no cesaría de crecer. En 1957 publicó su primera novela, Coronación, a la que seguirían, entre otras, El lugar sin límites (1966), El obsceno pájaro de la noche (1970, considerada la mejor y más ambiciosa de ellas), Tres novelitas burguesas (1973), Casa de campo (1978, Premio de la Crítica), La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), El jardín de al lado (1981), Cuatro para Delfina (1982) y La desesperanza (1986).

Su cercanía a los más conspicuos integrantes del llamado boom de la narrativa latinoamericana, veleidoso a la hora de incluir o excluir a sus miembros, le permitió escribir el volumen Historia personal del boom (1972), interesante y discutido acercamiento a ese fenómeno literario y de mercado.

Miembro de la Academia Chilena de la Lengua desde 1980, Donoso recibió diez años más tarde, el Premio Nacional de Literatura y, en 1994, la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral en el grado de Gran Oficial.

En 1967, la revista Casa de las Américas publicó en su número 41 un fragmento de su segunda novela, Este domingo, que ofrecemos según la versión definitiva. Sirva para recordar al notable escritor que enriqueció uno de los momentos más significativos de la literatura continental.

Este domingo (frag.)

Abre la puerta con cuidado, como si temiera encontrar algo peligroso que no dejó en su escritorio al salir cinco minutos antes. Es porque no quiere derramar el agua de la teterita que fue a buscar al repostero. ¿No la habrá llenado demasiado? Con el pie arrincona la estufa eléctrica contra el radiador de la calefacción central, que ya no se usa porque no vale la pena el gasto de calentar un caserón entero sólo para él y la Chepa. Claro que esta calefacción eléctrica seca el aire. Pero solucionó el problema comprando la teterita, que colocada encima de las tres paralelas incandescentes hervirá poco a poco, hasta que el vapor vaya suavizando el aire, dejándolo a punto para cuando regrese dentro de una hora y media o dos.
       Sí. La teterita de fierro esmaltado celeste está demasiado llena. Si la deja así sobre la estufa puede rebasar mientras él está afuera. Necesito algo, ese florero, para deshacerme del dedo de agua que sobra. Una saltadura…, claro, las sirvientas: no se les puede confiar ni una tetera porque todo lo rompen. Es una saltadura negra en la arista inferior, que se extiende también hasta la base, como uno de esos lunares que algunas personas tienen montado sobre el labio y la mejilla. Estoy pensando en alguien, alguien que conozco poco y me desagrada, pero que ha estado aquí en mi casa y que tiene un lugar como la saltadura de la tetera en la arista del labio. Alguien…, quién será: en fin, no importa. Lo que importa es que a veces los nombres se me quedan atascados en los repliegues del cerebro. Lástima no poder darle un golpe como a una máquina para que el nombre caiga.
       —Después…
       Pero a veces ni siquiera después se acuerda.
       Vierte el agua en el florero de vidrio Gallé —están volviendo, están volviendo: sonríe como si esto fuera un triunfo personal suyo. Pone la tetera sobre la estufa pasando su dedo por la aspereza de la saltadura, que su piel reconoce: retira el dedo disgustado.
       Le disgusta por ahora. Quizás más tarde tenga miedo. Incluso terror. Más tarde hoy, esa misma tarde. Porque ha decidido hacerlo hoy sin falta. No puede esperar más. Después del almuerzo, en lugar de encerrarse a oír su ópera, llamará a su yerno para que lo acompañe a su dormitorio y ahí se lo mostrará. Se sacará la camisa y la camiseta. Lo tiene allí desde siempre, sobre su tetilla izquierda: jamás lo había notado hasta que empezó a crecer, a oscurecer sobre su piel blanquísima, a ponerse áspero como la saltadura de la tetera que indica que las cosas comienzan a deteriorarse: el principio del fin. Estará muy atento a la expresión y al tono, sobre todo al tono, de su yerno. Lo conoce muy bien, con su aire de superioridad de médico joven. Él le dirá que no, que cómo se le ocurre, que no son más que sus nervios ahora que está jubilado y no tiene nada que hacer, pero que si quiere una biopsia, para quedarse tranquilo… Le tendrán que arrancar un pedacito para examinarlo. Estará alerta: las palabras demasiado rápidas o demasiado lentas o con un énfasis inhabitual o exageradamente afectuosas, o unas palmaditas en la espalda o la ayuda al ponerse la camisa, no se preocupe, don Álvaro, no creo que sea nada, el cáncer muy rara vez se presenta así, póngase la camisa no más, no se vaya a resfriar: cualquier cosa puede delatarlo para iniciar el terror esta misma tarde. Ha estado creciendo. En las tres últimas semanas ha devorado cinco pelos que antes eran libres. Y la aspereza… Sí, hoy, este domingo. Pensó hacerlo el domingo pasado, pero se resistió. Le tuvo más miedo a la expresión de paciencia que pone su yerno cada vez que lo consulta por alguno de sus males —esa cara de «qué le vamos a hacer, hay que aguantar a este pobre viejo imbécil»—, que a la posibilidad de que en ese momento mismo se estuvieran multiplicando las metástasis mortales, instalándose en los rincones más queridos de su organismo. Tiene cincuenta y cinco años —la década del cáncer. Cuatro días para hacer la biopsia, esas cosas de brujos que los médicos llaman «cultivos»…, y después de ese breve aplazamiento la caída al fondo del terror y no dormir nunca más hasta dormirse definitivamente.
       O no.
       ¿Quién sabe si el próximo domingo a esta hora, liberado del miedo, me estaré preparando tal como hoy pero más liviano, para ir a buscar las empanadas a la casa de la Violeta? El domingo próximo y cincuenta, cien, quinientos domingos más en el futuro, como otros tantos domingos en el pasado.
       Se mira en el vidrio del mayor de sus anaqueles. No, así no. Doblado sobre su brazo el cuello de su abrigo no debe caer junto al ruedo, es necesaria una diferencia, el cuello a la altura del Stendhal empastado en tela verde flordelisada, el ruedo más abajo, sobre el Carlyle en una pasta bastante ordinaria que tantos deseos tiene de cambiar. Ahora, a su regreso, se va a sentar a leer el diario por si anuncian algún remate de libros, y si encuentra paz en la voz de su yerno, su manera de celebrarlo será asistir a ese remate y comprar algo. Un Carlyle, por ejemplo. Y si no, mi viejo, te conformas con la pasta corriente que tienes y te pasas la tarde encerrado en tu escritorio leyendo On heroes and hero worship, que al fin y al cabo no es mala preparación para la muerte.
       Acércate un poco más al vidrio. La luz de la ventana cae a tu espalda de modo que casi no puedes verte. Pero acercándote mucho más al vidrio, hasta empañarlo con tu aliento fresco de Listerine, si sostienes tu aliento, podrás ver los detalles con más claridad en el vidrio de este anaquel que en el espejo de tu baño lleno de luz —hasta que tengas que soltar el aliento otra vez y desapareces como en una nube. Pero alcanzas a ver: tus ojos son demasiado chicos y juntos, lo más débil de tu rostro, y no los quieres porque en los ojos es donde más se te notan los años que no pasan en vano, mi viejo, que no pasan en vano, el iris descolorido, el perfil de los párpados apenas enrojecido, escasez de pestañas que nunca fueron abundantes…, mira tus ojos que pueden estar muriéndose. Hoy tienen menos fuerza que nunca. Como si las metástasis ya sembradas en tu hígado, en tu próstata, en tu cerebro, en tu rodilla, en tu vejiga hubieran chupado todo el vigor de tu organismo. Y tu piel. Tócala en ese vidrio antiguo. Reconoce con las yemas atentas las mutuas imperfecciones; el granito de arena justo encima de la P de Prescott es también la pequeña herida que te hiciste esta mañana al afeitarte —¿o estaba desde antes ahí donde tu cuello y tu mandíbula se juntan?
       Ella será la última en saberlo. Hará que su yerno se lo prometa, que se lo jure como hombre que desea manejar su propia muerte para que no se la arrebaten. Ella siempre se ha reído de sus aprensiones. Jamás ha sentido respeto por el sacrificio de sus dietas y sus fumigaciones, y por eso tiene que ser la última de todos en saberlo. Pedirá que se lo digan sólo cuando ya no haya absolutamente nada que hacer, en caso de que lo tengan que llevar al hospital, por ejemplo, o si debe guardar cama para que lo cuiden. Que no lo sepa. Una venganza elegante, si uno quisiera vengarse. Pero no es eso. Ella es una perra parida echada en un jergón, los cachorros hambrientos pegados chupándole las tetas, descontenta si no siente bocas ávidas de ayuda, de consuelo, de cuidado, de compasión, pegadas a sus tetas. Ella se quedará sin participar en su muerte. No es venganza. Es miedo de que se la arrebate.
       —… porque tú ves lo rara que se ha puesto la Trinidad. Las Estévez dicen que el visón de la Trinidad no piensa en ser nada del otro mundo. Yo que no entiendo lo encontraba regio. Claro que la Trinidad es tan misteriosa. Una vez me dijo que Mario se lo había comprado en París. Anoche dijo que en Londres. En todo caso está convencida de que no existe un visón más perfecto. ¿Y te cuento? Me aconsejó que te obligara a que tú me compres uno —dijo que conocía a no sé qué gringa que se vuelve a USA, que liquida el suyo… Alguien le dijo que la Legión de Honor de una mujer es un visón… ¿Te imaginas yo con visón, a mis alturas? ¿Para qué, digo yo? ¿Para prestárselo a la Rosita Lara de la población, cuando vaya a hacer el trottoir porque Lara se emborrachó con la paga de la semana? Mira, si yo me pongo como la Trinidad de ridícula con los años, que me despachen con una inyección como a los animales. Me estuvo contando cómo cuidaba su visón en Londres. Tanto seguro, tanta caja de fondos, qué sé yo, está convencida de que la Scotland Yard no tenía otra cosa que hacer que cuidarle su famoso visón. Claro que las Estévez…
       Desnudo mientras se miraba en el espejo de su baño, dejó la puerta abierta para oírla desde su dormitorio. Hoy no se había encerrado, para tener así a la Chepa al alcance de la voz por si de pronto, al quitarse la chaqueta del pijama, descubría que durante la noche la mancha se había extendido como una araña desperezándose sobre su pecho, y en ese caso, sólo en ese caso, hubiera gritado pidiendo auxilio: Chepa, Chepa, me muero.
       Se acercó a su espejo después de haberse duchado y secado: un pelo más, un pelo que ayer a esta misma hora estaba sólo medio englobado, hoy quedaba adentro. Cinco pelos. Bajo esa mancha como una condecoración que campeaba sobre su pecho, su corazón se saltó un latido. La cosa no era como para gritar. Como para no seguir postergando la consulta con su yerno sí, pero no como para gritar. Tocó su mancha, esa condecoración desconocida para su mujer, sobre la que no podía hablar ni hacer gestiones como con la otra, la Legión de Honor, ese otro botoncito áspero que propusieron darle por su cooperación con la comunidad francesa residente durante la guerra, y que después no se la dieron, tal vez porque se habló demasiado del asunto. No dejaría que la Chepa hablara sobre esta condecoración hasta que la tuviera definitivamente colgada sobre su pecho.
       Sólo un grano de arena sobre la P de Prescott. Pasa sus dedos blancos de notario sobre su pómulo y estira la piel hasta su sien. No. No. ¡Cincuenta y cinco es tan poco! ¡Todavía no! Mira su reloj. Se le está pasando la hora. Se pone el abrigo, abre la puerta del escritorio, sale y la vuelve a cerrar. Cruza la sala donde la sirvienta está limpiando la alfombra Wilton con el aparato eléctrico.
       —Voy donde la Violeta a buscar las empanadas para el almuerzo. Ya vuelvo…
       —Sí, señor…
       ¿Para qué decírselo? Ella sabe que a esta hora los domingos en la mañana sale en su auto a buscar las empanadas a la casa de la Violeta. Pero el hecho de haberle callado lo de esta mañana a su mujer, de postergar el grito para hacerla creer que hoy el ritual de Lux y Odorono y Colgate y Listerine y Yardley que dura meticulosamente dos horas todas las mañanas fue igual que los demás, ese silencio lo impulsa a comunicarle algo a alguien, aunque no sea más que esto a la sirvienta, que por lo demás ya lo sabe. Quizás la Violeta. Quizás lo adivine, atenta desde hace tantos años. Pero tampoco. Tampoco le dirá nada. Hasta después.
       En el jardín los ruidos son menos intrusos que en la casa: un pájaro perdido en la neblina, un auto que pasa, la gota reiterada en la canaleta, un niño que ríe en la casa de atrás, una radio en alguna parte… Abre el garaje. Lado a lado los dos autos: macizo, gris acero el suyo, casi redondo, pequeño y azul el de la Chepa, acurrucado a su lado. Un poco obscena esta coquetona intimidad del auto femenino acurrucado junto al auto macho en la misma cama…, absurdo. Nunca se imaginó que una mujer pudiera deleitarse tanto con la llegada de la menopausia como la Chepa con la temprana llegada de la suya: un suspiro hondo, la jubilación, la coartada metabólica. A una simplemente no le dan ganas. Nunca le gustó el amor. Y ahora dejaba el auto insinuante junto al suyo. ¿Cuántos años hacía que no dormían en el mismo cuarto, ambos muy tranquilos y conformes? Primero fue por las niñitas: era necesario dormir con la puerta de la pieza abierta para oírlas si algo pasaba. ¿Qué? Bueno, cualquier cosa, que se enfermen, por ejemplo, y después, cuando iban a fiestas, para oírlas llegar. Luego los nietos: ella tendida en cama la mañana del domingo con sus cinco nietos en pijama saltando, tomando mamadera, inventando historias, leyéndoles cuentos, acurrucados en su tibieza de perra parida. Y claro, sus pobres. Cada día más importantes. Teme que los niños crezcan. Que la Meche y la Pina se los arrebaten. Pero ninguna de las dos es maternal y se los dejan gustosas. Hasta que los niños se aburran y encuentren otros amigos y otros intereses en el colegio y la dejen sola…, entonces están sus pobres. La Chepa sale temprano y llega tarde todos los días de la semana. Lo deja solo en la casa sin nada que hacer ahora que ha jubilado, sin preguntarle siquiera cuál es su programa para el día, si quiere que hagan algo juntos como los demás matrimonios de su edad y posición, ir al cine, o alguna visita de familia o de pésame. Ella se va. Quién sabe dónde. Ah, sí. Donde sus pulguientos. Y en la noche regresa despeinada, con los zapatos embarrados, con olor a parafina o a fuego de leña en la ropa. El siente sus olores desde el otro lado de la mesa cuando se sientan a comer cualquier cosa, un plato de sopa muy sanito o un charquicán, y ella al frente contándole su día. Si ella no le hubiera insistido tanto que estaba demasiado joven para jubilar, quizás no habría jubilado.
       Hizo retroceder el auto, sacándolo del garaje con cuidado de no rozar el cuerpo de la Chepa con el suyo. Y luego por el sendero hasta la calle. Detuvo el auto frente al portón. Claro, y después la Chepa le echaba en cara que era un desconsiderado: cómo no, otro tocaría la bocina para que una de las sirvientas acudiera a abrir el portón y cerrarlo. Pero él no, con esta llovizna o neblina. Las pobres están demasiado viejas. Y se demoran y no terminan nunca y se les cae la cadena de las manos y se enredan…, prefiero hacerlo yo. Pese a lo que diga la Chepa —no lo dice, no se atrevería jamás, pero lo implica como sabe implicar tantas cosas—, yo no soy un desconsiderado. Se baja, abre el portón y saca el auto a la calle.
       Entonces, vuelve a bajarse, pensando que quizás hubiera debido abrigarse un poco más, ropa interior de lana, por ejemplo, porque está cayendo esta neblina delgada, pegajosa, penetrante, que no es neblina sino llovizna y uno queda impregnado de frío. Arrastra el portón, una hoja y después la otra, y las amarra con la cadena. Es necesario hacer arreglar esta puerta. Justo las cosas que la Chepa debía preocuparse si pasara más tiempo en la casa, llamar a uno de sus «hombrecitos» y, en un par de horas, asunto despachado. Hay que arreglarla lo más pronto posible, sobre todo con tipos como éste rondando.
       Está como escondido detrás del acacio, un borrón que avanza un poco en la llovizna y se define: una bufanda rodeándole el cuello y cubriéndole la boca, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, los hombros encogidos. El hombre titubea al acercarse, se detiene y vuelve a avanzar otro par de pasos. Después de fijar el candado, Álvaro se queda esperándolo con los puños apretados.
       —Don Álvaro…
       —Sí…
       ¿Para qué se tapa la boca con la bufanda?
       Primero sus ojos: vencidos, pedigüeños como los de un limosnero a la puerta de una iglesia, disueltos en lo que se ve de ese rostro desarmado por la miseria. Y sin embargo endomingado. Endomingado de una manera que podría ser hasta cómica. La gente vencida no se endominga. A este tipo le queda algo. Sí, el jopo brillante de grasa. Nada más, porque la camisa está inmunda y el traje azul que le queda grande se ha desteñido hasta parecer morado. Pero el jopo es airoso y agresivo a pesar de la lluvia y de los ojos imprecisos.
       —Buenos días, don Álvaro…
       —Buenos días…
       Mantiene la puerta del auto abierta. Como el hombre no se decide a seguir hablándole, sino que se queda parado frente a él tiritando en la llovizna que mancha los hombros de su traje, se sube al auto y cierra la puerta. Abre un poco la ventanilla. La cara del hombre está a pocos centímetros de la suya. ¿Por qué no se quita la bufanda de la boca si quiere hablarle?
       —Sí…
       —Don Álvaro…
       —¿Qué quieres?
       —La señora Chepa…
       —No se ha levantado.
       —Ah…
       —Es domingo…
       —Claro. ¿Cuándo puedo hablar con ella?
       —¿Eres de la población?
       —No…
       —¿Quién eres?
       La pregunta está de más. Aunque no sabe su nombre, sabe que si se quitara la chalina de la boca le vería el lunar montado en la arista del labio superior. Es él. El hombre no responde a su pregunta. ¿Debo saber cómo se llama este roto? Lo malo es que sabe, pero se ha olvidado. Un domingo lo divisó almorzando en el repostero de su casa, riéndose con las sirvientas, y sabe cuál es el tono de su risa, pero no recuerda quién es. La chalina cuela el vaho de su respiración. Si le mostrara el lunar, si lo viera montado como la saltadura mortal de la tetera en su labio, recordaría quién es. ¿Pero para qué quiere saberlo? Uno de los tantos pobres de la Chepa, con sus problemas miserables, que tengo el chiquillo enfermo, que mi mujer se fue con otro, que ando con una puntada aquí, que necesito certificado de nacimiento y no sé cómo sacarlo, que se me está lloviendo la casa, que la vecina me robó una olla, señora Chepa por Dios, qué voy a hacer si se cambió a otra población…
       Pone en marcha el motor.
       —¿Quién eres?
       —¿No se acuerda?
       —No…
       —Maya…
       El cuello de Álvaro se entiesa. Maya. Claro, el roto ese que fregaba tanto hace unos años, el del lunar en el labio. Lo impresionó ese domingo en la mañana cuando se asomó a la cocina para ver quién se estaba riendo tan fuerte con las sirvientas. ¡Lo que la Chepa lloró cuando se perdió el tal Maya! Pero ya hacía casi un año que no hablaba de Maya y había dejado de llorar porque el pobre no volvía hambriento a buscar sus tetas de perra parida que necesita con urgencia que la descarguen. Sí, lloró mucho. Más que…, en realidad nunca la ha visto llorar tanto. Cómo no va a recordar si ahora, de pronto, se da cuenta de que es la única vez en sus treinta años de casado que la ha visto llorar.
       —¿Qué andas haciendo por aquí?
       —Bueno…
       —La señora creía que te habías muerto.
       —Es que…
       —¿Qué quieres ahora?
       La voz de Álvaro se ha endurecido.
       —Venía a molestarla porque…
       —Claro, a molestarla, a molestarla, siempre a molestarla. Eso es a lo único que vienen ustedes. A sacar lo que pueden, a aprovechar, tú sobre todo…
       —Yo no…
       —La señora está furiosa contigo. Dijo que hasta le debías plata. Dijo que eres un malagradecido, un criminal, y que no quería que volvieras nunca más…
       —¿Dijo que soy un criminal?
       —Sí…
       Los ojos de Maya se enfocaron sobre los suyos.
       —No, la señora no dijo eso.
       —¿Cómo te atreves? ¿Crees que la conoces mejor que yo, roto de porquería? No te quiere ver. ¿Entiendes? Ya, lárgate. Quihubo, andando…
       La bufanda se le cae de la boca —ahí está el lunar, horrible y negro y áspero y erizado de pelos mal cortados, como un bicho inmundo que le hubiera subido desde las entrañas y se hubiera arrastrado hasta su boca—. Pero sus ojos se nublaron de nuevo, retrocedieron hasta perderse en ese rostro sin relieve.
       —Ya…, te dije. Andando…
       —¿Dijo eso?…
       —Claro que lo dijo. Dijo que si te presentabas iba a llamar a los carabineros para que te pusieran a la sombra otra vez. Para siempre. ¿Cuánto le debes? Creo que bastante. Se aburrió.
       —¿Se aburrió?
       —Ya, dijo. Está bueno. Ya no perdono más a Maya, que no es más que otro roto que está aprovechándose de mí…
       —¿No me perdona, entonces?
       —¿Hasta cuándo va a perdonarte? No, ya está bueno. Si vuelves a molestarla hago que te pesquen y te cobro judicialmente la plata que le debes. Sabes muy bien que soy abogado…
       —Ella sabe que no tengo nada.
       ¿Y si no tienes nada, qué derecho te adjudicas, entonces, de andar con un jopo envaselinado? Sube la ventanilla. Entonces Maya se acerca al vidrio y comienza a hablar muy rápido, gesticulando con las manos y encogiéndose de hombros y de cejas, pero sin énfasis, sin acentuar nada, todo como perdido en el segundo plano de una foto desteñida. No lo oigo. Me pongo más tardo de oído que nunca cuando hace frío. Y la ventanilla subida y el motor del auto corriendo y afuera de la ventanilla Maya hablando, moviendo sus cejas que no alcanzan a dar expresión a sus ojos vencidos, vidriosos, tratando de verme a través del vaho que sus palabras dejan en el vidrio de mi ventanilla…
       —Quihubo. Lárgate te digo.
       Maya retrocede un paso. Luego da vuelta la espalda y desaparece.


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