En todos los pueblos existen personajes populares que logran trascender la vida cotidiana, anónima, para insertarse de modo privilegiado en la memoria colectiva y formar parte de la identidad, del patrimonio espiritual de la comunidad. El municipio avileño de Venezuela no es la excepción y, el más pintoresco y popular de sus personajes fue un hombre servicial, negro, afable de “media lengua”, analfabeto, cuya niñez estuvo preñada de sinsabores traumáticos que le acompañaron en sus largos setenta y ocho años, y que se hizo imprescindible para los vecinos de la región gracias a una muy curiosa habilidad: “Mayeya, el hombre reloj”.
Claro, poco tendría de especial su caballerosidad y quizás no todo el que lo conoció hubiera solicitado al menos una vez su servicio, si no fuera por la capacidad extraordinaria de saber exactamente la hora del día sin auxiliarse de ningún artefacto creado por el hombre. Quiso la naturaleza que los humildes habitantes del municipio de Venezuela pudieran prescindir de costosas maquinarias para orientarse cada día.
Allí nació Mayeya, en el infierno verde de una colonia cañera, el 19 de marzo de 1924, y tan desnudo como vino al mundo se le vio andar y crecer por el batey del central Stewart. Los pobladores del lugar bautizaron desde temprano al niño con un mote que le acompañaría hasta el final de su existencia, y que él aceptó como muestra del afecto que tanto necesitaba. Jamás nadie volvería a llamar por su nombre a Joseito Agüero González. Tal vez como pago a esa familiaridad, con que lo acogía su comarca, abrigó él perennemente una voluntad de servicio a favor de la comunidad.
Así, en aquel mundo soterrado del batey, con sus difíciles coordenadas sociales, y bajo el embriagante olor de la azúcar cocida, creció Mayeya rodeado de una aureola casi mística. Cuando apenas cumplía diez años de edad, empezó a desatarse en torno a él la más fantástica curiosidad que personaje alguno haya alcanzado en tierras avileñas: daba la hora con pasmosa exactitud. Al inicio la gente creía que aquel niño pobre seguramente ocultaba un reloj en algún bolsillo. Pero la verdad se fue imponiendo y, pronto, todos terminaron por creerle. Los trabajadores de la zona reclamaban de sus labios la hora precisa para iniciar o concluir sus faenas, los muchachos para llegar puntualmente a la escuela. Cualquiera que no lo hubiera conocido entonces, pudiera pensar que se orientaba por el sol, o la sombra, pero no era así, pues gustaba sorprender a todos cuando en la noche o de madrugada también respondía con total precisión. Fue un caso muy curioso y de los pocos existentes en el país.
Poco se ha escrito sobre el tema, en casi todos los casos los autores consultados señalan los ritmos biológicos, además de algo muy interesante: los ritmos con que las flores se abren y cierran. Cuando expresamos que esta referencia nos parece interesante, lo hacemos pensando que Mayeya fue, precisamente, durante toda su vida, jardinero. En nuestras largas y amenas conversaciones, me ponía ejemplos de cómo algunas especies se abren al amanecer, otras al mediodía y algunas al caer la tarde. Llegó a confesarme en cierta oportunidad: “Me gustan los jardines bien cuidados. Los mal cuidados son como mujeres despeinadas”.
¿Realmente estos ritmos de la flora habrán influido en nuestro hombre - reloj más allá de despertarle tanto amor y asegurarle un oficio, un medio de vida? Quizás su condición de iletrado jamás le permitió reflexionar sobre tales cuestiones. Sin embargo, en su experiencia práctica, en su vida empleada minuto a minuto en la contemplación de los jardines, en esa constancia repetida, debe haber acumulado vivencias relacionadas con su especial percepción. Experiencias que nunca quiso relatarme al develar sus más caros secretos. Cuando le preguntaba la razón por la cual daba la hora, siempre me decía: “Es una gracia que Dios me dio”. Otra era, no obstante, la respuesta para los niños. A ellos les contaba siempre una historia como surgida de un cuento de hadas, y que una vez me confesó sonriente: “Les digo que cuando yo era pequeño cogí un reloj despertador, lo machuqué con una maceta y lo metí así destrozado, y en mil pedazos, en un vaso con agua, todo lo puse durante muchos días en el techo de mi casa para que cogiera sol, sereno y rocío, después colé todo aquello a través de un pañuelo y me bebí el agua, así que por eso doy la hora”. A él le gustaba hacer semejante cuento a los niños, y a ellos escucharlo. Tenía el don de crear esa magia a su alrededor.
Días antes de su definitivo adiós lo visité en su retiro del Hogar de Ancianos del central Venezuela y, a mucho ruego, pude tomar sus últimas fotografías. Ya en su débil voz me expresó: “Amigo, el reloj está roto”. Con sus blanquecinas manos puestas sobre mi hombro, aquellas mismas que habían hecho maravillas en los jardines del batey, me pidió: “Cuando llegue mi hora, diles a todos por la radio que un amigo se fue porque así lo quiso Dios”. Con profundo dolor, cumplí su deseo el 15 de marzo del 2002. Faltaban sólo cuatro días para su cumpleaños. Su partida dejó un vacío en el pueblo al que había animado con el misterio de su gracia natural. El tic tac de su corazón lo llevó, quizás sin el proponérselo, a conquistar el cariño y lo más acendrado de la imaginación popular. No hará falta entonces monumento para recordarle. Sus sentidos se afinan como el eco de una campana en el aire dulzón que emerge de los verdes plantíos, y allí, en el respirar de hombres y mujeres, él sigue dando la hora.
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