Un muro entre Haití y República Dominicana


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MADRE AMÉRICA

 

El mes pasado, el presidente de la República Dominicana Luis Abinader anunció, imitando a Donald Trump, que se propone levantar un muro en la frontera con Haití, de casi 400 kilómetros, para separar dos pueblos hermanos. Según sus declaraciones, el objetivo es “poner fin a los graves problemas de inmigración ilegal, narcotráfico y tránsito de vehículos robados que padecemos desde hace años y lograr la protección de nuestra integridad territorial, que llevamos buscando desde nuestra independencia.” La historia compartida de Haití y la República Dominicana se remonta a los inicios de la invasión europea, cuando los pugnas entre potencias coloniales llevó a la división de La Hispaniola en dos posesiones diferentes, cada una con su propia cultura, idioma e idiosincrasia.

Santo Domingo, la colonia primada de España, fue la base de las primeras expediciones por el Caribe hasta que la conquista de México, junto con la conversión de La Habana en puerto escala de la flota hispana en 1561, acabaron con su importancia. Reducida al mínimo su población -la aborigen había sido aniquilada-, los pocos habitantes sobrevivieron gracias al contrabando con bucaneros y piratas. Para poner fin a esa actividad ilegal, en 1606 la Corona los obligó a trasladarse al interior, lo que facilitó el asentamiento en la abandonada parte occidental de colonos franceses, expulsados por España de la isla de San Cristóbal (1629). Atraídos por el abundante ganado cimarrón, los nuevos inmigrantes se dedicaron a comerciar con el cercano islote de la Tortuga, guarida de filibusteros y corsarios.

En esas condiciones, la colonización francesa avanzó sin parar por todo el occidente de La Española. En 1660 Francia le imponía su estatus colonial y más adelante España reconoció su soberanía por la paz de Ryswick (1697). En el siglo XVIII, las prósperas plantaciones, con medio millón de esclavos, convirtieron a Saint Domingue en la posesión más valiosa del Caribe, en contraste con la despoblada y empobrecida parte española. La revolución francesa y el levantamiento de esclavos en 1791, desdibujó los límites entre las disparejas colonias, sobre todo desde que el ejército español aprovechó para invadir en profundidad el rico territorio noroccidental. El tratado de Basilea (1795), que puso fin a la guerra franco-española, obligó a Madrid a ceder también la parte oriental a Francia, que fue ocupada por Toussaint Louverture, reconocido como general de la república francesa y gobernador de toda la isla, quien dio la libertad a los pocos esclavos del este.

Tras la independencia de Haití en 1804, las derrotadas tropas napoleónicas se refugiaron en la antigua colonia española, de donde fueron expulsadas por sus propios habitantes, que restablecieron la soberanía de España cinco años después. Esta situación no se prolongaría mucho tiempo: en 1822 los haitianos anexaron manu militaria Santo Domingo y aplicaron allí su avanzada legislación, hasta que en 1844 se proclamó la República Dominicana. La existencia de dos estados separó de nuevo los caminos de ambos pueblos, aunque las constantes invasiones militares haitianas llevaron a la elite dominicana a pedir la protección española en 1861. Tanto en la guerra de Restauración (1862-1865), para recuperar la independencia de Santo Domingo, como en los años posteriores, durante la larga intervención militar de Estados Unidos a ambos lados de la isla a principios del siglo XX, dominicanos y haitianos colaboraron para enfrentar a los ocupantes extranjeros, siguiendo el ejemplo de sus mandatarios Jean Nicholas Nissage Saget y Gregorio Luperón, paladines del antillanismo, esto es, la aspiración de unir a las grandes islas caribeñas.

Después el régimen trujillista volvió a tensar el ambiente, con la llamada “reconquista de la frontera” en 1937, cuando fueron asesinados a machetazos varios miles de braceros procedentes de Haití, mientras el dictador propiciaba el blanqueo racial y exaltaba el pasado hispano y católico, para contraponerlo al de su vecino. Hoy esa política discriminatoria y hostil no sólo se manifiesta en la negativa gubernamental a otorgar la residencia al medio millón de haitianos radicados en el país –así como la nacionalidad a sus hijos-, a pesar de que los dominicanos son también emigrantes y en su mayoría afrodescendientes, sino que se pretende llevarla al extremo poniendo una muralla entre dos pueblos de Nuestra América.

 

 


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