Un diciembre para Pablo


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Leer: Pablo de la Torriente Brau en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí

           Pablo de la Torriente Brau, 120 años después

 

“¿Quién es el último?”, nadie respondió. Y ya en tono como de quien va perdiendo la paciencia escuché de nuevo: “¿Quién es el último?”. Si la primera vez tuve alguna duda, ya esta vez no y respondí: “Mira, no soy yo pero guíate por mí, parece que el último se fue”. “Gracias”, murmuró. Entonces me aventuré “¿Tú no eres Pablo?”, y el hombretón aquel mal afeitado y peludo, asintió: “Sí, servidor. ¿Nos conocemos?” “Bueno, el asunto es que me he leído la casi totalidad de tu obra y muchas veces he escuchado tu voz”. “¿Lo dices en serio, mira que ya casi nadie lee? Te lo agradezco…” Proseguí pues: “No pensé que estuvieras por aquí…” “Pues te equivocas, yo siempre estoy y estaré aquí”. “Ahhh, qué bien. Me alegro”. Vuelvo a la carga: “¿Por dónde andas, quiero decir, para qué órgano escribes?” “Para el Caimán, y tú, porque estoy seguro que también eres del gremio…” “Sí, así es, yo trabajo para el Centro Pablo, en La Habana Vieja”. “¿Pablo? ¿Así como yo?” “Exactamente como tú, y con tus mismos apellidos”. “¡Ahhh, y cómo está ese Centro?” “Traqueteao, pero mejor nos concentramos en la cola que ya nos toca…” Por último estrechamos manos y cada cual toma por su lado. Pablo a pie, a paso largo y rápido, yo le quito la cadena a la moto eléctrica y me alejo en sentido contrario.

No es ficción, varias veces he tenido la agradable sensación de topármelo, sea en la calle, en una guagua, en una redacción, o más comúnmente en una cola, como esta vez. Él es fácil de identificar, no ha envejecido, solo que ahora lleva espejuelos y una gorra de pelotero de no sé cuál equipo de las Grandes Ligas le encubre una incipiente calvicie. También anda con un móvil, pero eso es natural, porque no hay compatriota que no lo porte consigo. No puedo imaginar a Pablo de otra manera. No lo imagino en una oficina, ni de burócrata, ni de jefe o empresario, tampoco de “cuadro””, y mucho menos de cuadrado. Sé que tampoco tiene carro, que compra de la libreta y cuando puede y le alcanza la plata, hasta paga a sobreprecio un paquete de pollo que algún revendedor le lleva hasta la puerta. Lo que Pablo sí guardó para siempre fue la máquina de escribir, él ahora tiene un buen P5 y una tablet. De tal modo ya no tiene necesidad de estar buscando cintas de máquina ni papel. Y cuando le dan un chance entra en algún establecimiento con aire acondicionado y se refresca para seguir adelante, al sol y con calor, porque “Cuba es un eterno verano”. Pablo es como todo el mundo, un buen vecino, solidario, hombre y amigo, como dice Ruperto en Vivir del cuento.

Pero no vaya a tomarlo por un cordero. Él es rebelde con lo mal hecho, no es de los que se quedan callados, él protesta, aunque sin armar aspavientos ni injuriar. Y así, poco a poco, Pablo nos llega a los 120, entero, el mismo de siempre, del lado de las causas que considera justas. Porque hasta hambre ha pasado por su manía de soslayar los puestos que lo comprometan a cambiar su libre voluntad de opinar, no de disentir, simplemente de opinar y criticar cuanto ve de mal hecho. Pero lo fundamental –al menos según mi criterio- es que Pablo sigue ahí, a sus 120. ¡Felicidades, hermano, yo sigo contigo!

 

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