No se asusten, no voy a hablar del tan llevado y traído areito de nuestros llamados taínos. De eso podemos hablar en otra ocasión, pues lo merece, ya que tiene visos de fantasía más que de realidad pese a las descripciones de los cronistas de Indias. Y como ha dicho Paul Valery, un pueblo sin fantasía es un pueblo pobre, sin alas. Voy a hablar del placer infinito, que es degustar la cultura en su sentido más amplio e integral. Mucho se teoriza sobre la necesidad de cultivar las expresiones artísticas plenamente, digo plenamente por no decir sin prejuicios, sin falsas consideraciones ya superadas sobre cultura popular y alta cultura. Todo, hasta el modo de ser y comportarnos, está comprendido dentro del concepto antropológico de cultura. Pero si nos quedamos solo en las teorizaciones y no vamos al disfrute de nuestras tradiciones podemos caer en un vacío o en una actitud cerebral o abstracta.
La cultura es el resultado de un largo proceso de gestación hermanado, desde luego, con las tradiciones, las costumbres y los hábitos cotidianos de vida. En alguna medida esto se parece un poco a la fe religiosa; hay quien es muy religioso porque va a la iglesia los domingos o se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Con la cultura pasa algo parecido. La cultura es un proceso de cocción de elementos raigales y su disfrute y percepción tiene que ser un hábito más de nuestros hábitos cotidianos. ¿De qué vale que podamos desarrollar formulaciones teóricas sobre lo que es cultura, si no nos obligamos a leer a diario una buena novela, un buen ensayo o un buen libro de poemas? ¿De qué valen tantas teorías si nuestra política cultural de bolsillo, quiero decir la que debemos asumir como un noble deber, no asistimos a conciertos, obras de teatro, de danza o de ballet, funciones de cine o espectáculos de entretenimiento que enriquezcan el espíritu y nos acerquen más a nuestro verdadero yo?
Si es una verdad de Perogrullo que la cultura salva, es entre otras cosas porque nos hace mejores, asidos al disfrute estético que es la fase de mayor plenitud del ser humano. Esta elemental disquisición, por la que me disculpo con el lector, es para reseñar las tardes sublimes de Areito. En los estudios Areito, de la empresa Egrem en la calle San Miguel, todos los días de la semana hay una espléndida y variada programación artística donde prevalecen manifestaciones de la cultura musical popular como el bolero, la canción trovadoresca, la rumba, el son, y las jornadas de rescate de nuestra música popular organizadas por el melómano discógrafo Jorge Rodríguez y su inveterado entusiasmo por luchar a brazo partido contra el olvido. Su sensibilidad anda a trancos por un sendero abierto, sin discriminar nada de lo bueno que ha creado el pueblo cubano a lo largo de su historia. Se trata de venerar la memoria de aquellos que ya no están y que dejaron una huella imborrable en la cultura musical del cubano y del continente. Hace unos días tuve el privilegio de asistir a una conferencia de Sigfredo Ariel ilustrada por coleccionistas melómanos –rara especie que creía extinguida– sobre el Septeto Habanero que dentro de poco cumplirá cien años de existencia. Allí se aprendió, se disfrutó y se bailó; fue una clase magistral donde una pléyade de músicos cantaron al amor, al desamor, al barrio, a los amigos, a la nostalgia y a la Loma de Belén.
El Septeto Habanero lució sus modestas galas y el autor de los comentarios, el joven coleccionista Rafael Valdivia, presentó fragmentos de un documental de 1929 y colocó en su justo lugar el papel de ese conjunto de músicos que ya son historia, perdón, dije una palabra impropia, inexacta, que ya son leyenda. Gracias Areito por dejarme entrar semanalmente en el arcano de esa misteriosa e invaluable riqueza que es parte esencial de nuestra cultura y palpitación de la Patria.
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