Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
La belleza tiene nombre
de mujer. La humanidad
quedaría a la mitad
si dependiera del hombre.
Para que el mundo se asombre
junto con sus sociedades,
continentes y ciudades
existen a todas horas
por mujeres hacedoras
de sueños y realidades.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
Nace una mujer y luego
nace otra y se multiplica.
Foto: José Raúl Rodrígueez Robleda
Así la vida se explica
la sensualidad del fuego.
Por eso el amor es ciego,
porque se incendia de ver
el brillo de un solo ser,
pues, más allá del renombre,
ante o al lado de un hombre
siempre hay una gran mujer.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
Enfermeras, profesoras,
milicianas, deportistas,
científicas, periodistas,
tabacaleras, doctoras,
estudiantes, correctoras,
largo etcétera no escrito,
diosas, pero más que un mito,
una intensa realidad
expandida en la igualdad
de género al infinito.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
Guardias, circenses, modelos,
amas de casa felices,
meteorólogas, actrices…
innumerables desvelos
tejen, construyen anhelos
que se convierten en flores
y ningunean temores
de prejuicios ancestrales
múltiples profesionales
en disímiles sectores.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
Soñadoras, idealistas,
trigueñas o afrocubanas,
Yumisisleydis, Marianas,
potenciales feministas,
excelsas protagonistas
o musas de mil poemas,
circulares teoremas,
lágrimas tan sonrientes,
sexto sentido, videntes
sin etiquetas ni esquemas.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
La mujer ama un oficio:
renacer todos los días,
vientre de amor y agonías,
de ternura y sacrificio.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
Su vida es el ejercicio
pleno de la creación,
y las féminas que con
lágrimas echan de menos
no lactan desde sus senos,
lactan con el corazón.
Ella, arrullo y nacimiento.
Ella, fuerza universal.
Ella, principio y final.
Ella, pecho y sentimiento.
Ella, seguro alimento
cuando padre y madre es.
Foto: José Raúl Rodríguez Robleda
Ella, pañal y niñez.
Ella, cuidado y conjuro.
Ella, abuela en el futuro.
Ella, comienzo otra vez.
Ojalá llegase un día
(en los que ya nadie cree)
donde el alma piropee
latidos de cortesía.
Y ojalá fuese la hombría
el sinónimo de arder
por dentro y reconocer
con ternura que has debido
ya decirle en el oído:
“Felicidades, mujer”.
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