Ser creador, ser libre


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Buscando conceptos

No puedo escaparme de mi calidad de filóloga cada vez que me siento a teorizar sobre algo. Por eso ahora busco en el diccionario estos dos conceptos: creación y libertad.

Me siento frustrada cuando encuentro que «creación» es «Acción y efecto de crear». Parece una verdad de Perogrullo y no me dice algo útil.

Busco entonces «libertad» y dice, entre muchas otras acepciones, «Estado del que no sufre sujeción ni impedimento». De acuerdo con esto, un individuo es libre cuando está absolutamente de acuerdo con todas las regulaciones y leyes de la sociedad en que vive o cuando no siente la necesidad de respetarlas y cree que puede actuar como quiera.

Porque las leyes y las regulaciones siempre van a poner sujeciones o impedimentos, es decir, límites, a la voluntad de cada individuo en aras de evitar el caos colectivo. Claro, las leyes de los hombres las escriben los mismos hombres, sobre todo el grupo de hombres que ostenta el poder político.

Yo quiero hablar de libertad de creación y esa acepción no me resulta suficiente. Más adelante aparece «libertad de pensamiento» como «El derecho que tiene cada uno de sostener y propagar sus propias ideas».

¡Eureka! ¡Eso hacemos los escritores y artistas: sostener y propagar nuestras propias ideas a través de nuestras obras!

Ya tenemos algo para empezar.

Por supuesto, vamos a limitarnos a hablar de esto en el ámbito de la creación artística.

Efectivamente, cuando los escritores y artistas elegimos el tema de una obra debe ser porque en primera instancia queremos decir algo sobre ello, y por supuesto, queremos hacerlo con nuestro enfoque sobre ese tema.

Pero, ¿qué sucede cuando nuestras ideas no son iguales a las del grupo de hombres que ostenta el poder?

Entonces aparece la mal traída y llevada censura.

Vuelvo al diccionario. «Censura» es el «Examen que hace un gobierno de los libros, periódicos, obras de teatro, películas, etcétera, antes de permitir su difusión».

Es decir, uno puede seleccionar un tema libremente, desarrollarlo en una obra libremente, pero el problema está en la difusión de la obra, y ahí entraría la imposibilidad de la propagación de las ideas. Por tanto, la censura es algo que puede oponerse a la libertad de pensamiento si, luego de ese examen, el gobierno decide que una obra no puede difundirse.

Mucho se debate hoy sobre la libertad de creación y la censura. Incluso, en los círculos más progresistas no hay consenso sobre la pertinencia o no de estos conceptos.

Conozco a personas lúcidas e inteligentes que abogan por la absoluta inexistencia de la censura para la creación artística.

Recuerdo siempre la frase de una de mis personas favoritas: Daniel Diez. Alguien sin prejuicios, fundador de la Televisión Serrana, una de las primeras productoras de materiales audiovisuales con criterios independientes sobre la realidad de la zona montañosa donde se ganó la guerra de liberación.

Daniel decía, hablando de la crítica y la censura, que «nadie orinaba frente al ventilador». Es decir, según eso, ningún estado en la historia de la humanidad ha sido tan tonto como para alentar a que se le critique o se le ataque.

Y es verdad. Pero, como todo en esta vida, el asunto tiene matices. A lo largo de la historia de la humanidad, ha habido censuras férreas, casi siempre movidas por el oscurantismo y la ignorancia.

Un ejemplo muy conocido es la Inquisición, que ejerció una represión brutal contra cualquier pensamiento o idea que pusiera en riesgo los preceptos de la Iglesia. La Inquisición llegó a torturar con los instrumentos diabólicos que le mostraron a Galileo Galilei y que le hicieron retractarse de sus certezas.

Otro ejemplo famoso es la censura fascista, que llegó a quemar El rojo y el negro, de Stendhal, porque el rojo era el color del comunismo.

Sin embargo, también ha habido censuras menos evidentes, que a veces han tenido que ver con la forma de pensar de los individuos que ostentan el poder no solo político, sino también económico.

Un genio como Mozart debía componer música que agradara a quienes le pagaban y mantenían. Por negarse a eso, murió en la penuria y su cuerpo fue enterrado en una fosa común.

Un exitoso escritor como Arthur Miller escribió Las brujas de Salem, basada en sucesos ocurridos en el siglo XVII, para poder hablar del macartismo que reinaba en Estados Unidos en la década de los cincuenta. Miller sabía que nunca podría publicar algo que se refiriera directamente a lo que estaba sucediendo en su país.

Y así, la historia del arte está llena de ejemplos de creadores que se han sometido o no a la censura del poder político o económico, y que han logrado «propagar sus ideas» a través de sus obras con inteligencia o a costos bien grandes.

En Cuba, antes de 1959, la creación artística sufrió los mismos azotes. El cine que se podía hacer era el comercial, de ahí el cine de rumberas o las comedias ligeras y sus pocos exponentes, a pesar de que Luciano Castillo nos ha mostrado en su programa De Cierta Manera que se hicieron más películas que las que pensábamos.

El Ballet Alicia Alonso se desintegró porque el gobierno de Batista le retiró la subvención estatal y Alicia tuvo que viajar a Estados Unidos a bailar con el American Ballet Theatre, mientras Fernando mantenía viva la Escuela Cubana de Ballet, entrenando a un grupo de bailarines que luego formarían parte del Ballet Nacional de Cuba.

Muchos pintores de excelencia, como Fidelio Ponce y Carlos Enríquez, murieron prácticamente en la inopia, ya no por la censura, sino por la falta de apoyo a su arte.

Nadie, ni el más tendencioso, podría negar lo que significó para la creación literaria y artística en Cuba el triunfo de la Revolución.

Independientemente de los vaivenes que se han producido por posiciones fundamentalistas o prejuicios existentes en muchos dirigentes, la posición de Fidel Castro frente a la cultura fue siempre positiva.

Un ejemplo fehaciente es el apoyo institucional a la creación, que se ha manifestado en áreas tan cruciales como la enseñanza artística. Muchos de los artistas que hoy pueden tener quejas de alguna posición radical desde el gobierno hacia sus obras fueron formados gratuitamente en las aulas de las escuelas de arte fundadas por la Revolución.

La posibilidad de desarrollar las capacidades creativas de los egresados de esas escuelas también ha dependido de apoyos gubernamentales y de la creación de un sistema institucional que, aunque a veces no funciona como quisiéramos, fue creado para estimular la creación artística.

Es decir, la creación siempre ha dependido, económica y políticamente, de la voluntad de los círculos de poder, para mal y para bien.

Hoy mismo, muchos de los artistas que han emigrado buscando mejores horizontes han sufrido en los países donde viven un tipo de censura que en Cuba no conocieron.

En una sociedad donde no abundan los presupuestos estatales para la creación artística, se depende muchas veces de los gustos, intereses y caprichos del mecenas que te apoya. Ese individuo impone a sus actores preferidos, aunque no estén en casting o no tengan calidad, cambia finales de tramas, decide si se aborda uno u otro tema. Está claro que «el que paga, manda».

Y si escritores y artistas cubanos en el exilio no quieren manifestarse públicamente contra la Revolución, pasan mucho más trabajo para equilibrar sus vidas, lo cual es la expresión de una censura política más que económica.

Una frase descontextualizada

En Cuba, después de las «Palabras a los intelectuales» de Fidel, la política cultural estuvo marcada por la frase «dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada».

Esta frase fue esgrimida durante mucho tiempo por posturas extremistas que llegaron a cambiarle hasta la preposición inicial por un «con» que excluía a todo escritor o artista cuya obra no fuera explícitamente «revolucionaria», contradiciendo de esa forma hasta al mismo Fidel, cuyas palabras inmediatamente anteriores a la famosa frase no eran nada excluyentes:

«La Revolución […] debe actuar de manera que todo ese sector de los artistas y de los intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios encuentren que dentro de la Revolución tienen un campo para trabajar y para crear; y que su espíritu creador, aun cuando no sean escritores o artistas revolucionarios, tiene oportunidad y tiene libertad para expresarse. Es decir, dentro de la Revolución».

La interpretación ignorante y simplista de este documento fue denunciada por el Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba:

«Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto (por tanto, no peligroso). Así nace el realismo socialista sobre las bases del siglo pasado».

En nombre de la famosa frase de Fidel se han cometido muchas injusticias y se ha ejercido la censura de manera desmedida, algunas veces por revolucionarios convencidos de que estaban defendiendo la Revolución, y la mayoría de las veces por mediocres que temían fallar en la tarea que se les había encomendado al frente de algunas instituciones.

Es cierto que el papel de representar a la sociedad en la tarea de la censura (recuerden: «permitir o no la difusión de una obra») no es nada fácil.

Cuando uno juzga, no puede evitar hacerlo a partir de su propia formación, ideología, nivel cultural, entre otras cosas. Se corre siempre el peligro de ser injustos, aunque se trate de juzgar con la mayor honestidad.

Entonces, ¿cuál es la solución? ¿Cómo lograr equilibrar la libertad de creación de los artistas y escritores con los requisitos y límites de los que deciden desde la autoridad política o económica de una sociedad si las ideas que expresa una obra se propagan o no?

En mi experiencia personal, tengo ejemplos que ayudan a entender que ejercer políticas culturales, incluida la censura, es difícil, y conlleva una gran responsabilidad, pero no es imposible hacerlo con un margen de justicia.

Una anécdota personal

Cuando mi madre, Angela Grau Imperatori, murió, me tocó revisar y ordenar sus papeles. Allí encontré la transcripción de una mesa redonda en vivo que salió al aire en 1953 por CMQ, moderada por Jorge Mañach, cuyo tema era la exhibición de una película italiana protagonizada por la sensual Silvana Pampanini. La Legión de la Decencia, organización compuesta por un grupo de señoras «amantes de las buenas maneras», había detenido una de sus exhibiciones y el suceso tomó matices de escándalo en la prensa de la época.

En esa mesa se sentaron tres representantes de la más rancia autoridad católica y burguesa y tres representantes de las fuerzas progresistas, entre ellos, mi madre, como representante de las Milicias Martianas. La mesa duró una hora, pero en ese tiempo se llegó a la conclusión de que la censura como herramienta para imponer límites a la exhibición pública de obras artísticas era pertinente y hasta necesaria, pero lo importante era dejar claro que ningún grupo minoritario estaba facultado para decidir por sí solo la exhibición de una obra y, mucho menos, el grupo que ostentaba el poder político y económico.

Si se ejerce censura en aras de proteger la ética y la moral o los intereses políticos y económicos de una sociedad, hay que hacerlo con el consenso de la mayoría de esa sociedad, si no, no sirve a sus intereses, sino solo a los intereses de unos pocos. Eso no es lícito ni justo.

La autocensura y otras malas prácticas

En tiempos donde el diálogo y el uso de la polémica no ha sido un método regular, la desconfianza de las instituciones en los creadores y viceversa ha crecido más de lo que se podría desear para los que soñamos con un ambiente de creación libre de tensiones extrartísticas.

Aparece entonces la autocensura, puesto que hay temas que han provocado un rechazo de inicio en círculos de poder. Entonces algunos escritores y artistas no tratan temas necesarios como el amor a la patria, pues la manera en que quieren hacerlo sufre de incomprensión. No interesa revisar los enfoques para contar la historia de nuestro país, lo cual significa un error, pues no se piensa que los espectadores cambian y la épica de los primeros años de la Revolución no funciona ya de la misma manera.

Fresa y chocolate

Fresa y chocolate

Otro tema es la diversidad sexual. Los seres humanos no cambian su manera de pensar por decreto. A pesar de los esfuerzos del CENESEX y el apoyo del estado a esos esfuerzos, hay mucha homofobia aún en nuestra población. Solo eso puede explicar que un clásico como Fresa y chocolate haya esperado once años para ser exhibido en la televisión, y más recientemente la controvertida Vestido de novia, que, aunque iba en camino de emular con Fresa…, no rompió ese récord por casi.

Derivado de esta situación de desconfianza, surge un fenómeno terrible, que yo suelo llamar el «oportunismo temático» o «jugar a hacerse famoso con el apoyo de la censura».

Se escogen temas incómodos que se sabe que molestan en los círculos de poder y con eso se garantiza desde el inicio la celebridad que implica la prohibición. Lo peor es que en muy pocos casos se ha tratado de obras con valores artísticos que merezcan esa celebridad. Por otro lado, ha habido obras incómodas que se defienden solas por la excelencia de su realización tanto en forma como en contenido. Esas casi siempre ganan la pelea.

También está la irresponsabilidad en algunos creadores al abordar temas difíciles sin la suficiente investigación, lo cual convierte la obra en algo superficial y efímero; o la manipulación inescrupulosa de hechos históricos que descalifican por ética cualquier intento de revisar la historia desde otra mirada.

En fin, solo con un diálogo transparente entre instituciones y creadores sobre cómo reflejar en las obras nuestra realidad con responsabilidad, pero con audacia, podremos dejar atrás estas prácticas dañinas y contaminadoras del verdadero arte.

Jugando a ser Temis

Recuerdo que cuando fui jefa del Grupo de Programas Dramatizados me esforcé para que el humor tuviera varios programas en la parrilla de programación.

Pronto me di cuenta de lo difícil que resulta poner de acuerdo a la mayoría con lo que es cómico o no, lo difícil que es hacer sátira con elementos de la política y abordar desde la risa temas importantes como la diversidad sexual.

En el programa de comicidad Punto G, una consulta para problemas sexuales, se escribió y se grabó un capítulo sobre la homosexualidad. El guionista, consciente de que era un tema difícil, sobre todo en esos años, había centrado el argumento en dos perros sospechosos de ser «flojitos», cuyos dueños, dos personajes amanerados, llevaban a la consulta. Los chistes eran ambiguos y había frases como: «a él le encanta entrar por atrás», que, a mi juicio, rayaban en el mal gusto.

Vestido de novia

Vestido de novia

Detuve la salida al aire del programa. En ese momento, la televisión estaba librando la batalla de hacer visibles asuntos como el VIH, donde no se podía eludir la realidad del alto porcentaje de hombres que practican sexo con hombres implicados en la enfermedad, y el CENESEX nos acompañaba en la exhibición de materiales como la telenovela La cara oculta de la Luna, que conmovió a este país hasta los tuétanos y que, comentario aparte, hoy se está retransmitiendo sin grandes alharacas.

Es decir, yo estaba luchando por hacer visible en un medio de comunicación masiva la discriminación existente con las preferencias sexuales diferentes de la heterosexualidad y, paradójicamente, había censurado esa emisión de Punto G.

La salvación para mí como censora estuvo en un evento que promovía el Grupo de Programación Habitual, al que asistían unos sesenta realizadores y especialistas como sexólogos, psicólogos y sociólogos de todo el país.

Les pedí que vieran el programa y me dieran su opinión. Para mi preocupación, en los primeros diez minutos aquel auditorio rio estruendosamente y yo pensé que me había equivocado. Sin embargo, a medida que el programa avanzaba, las risas se fueron apagando y en el análisis final se acordó que el tratamiento del tema les hacía daño a los objetivos de la campaña por la diversidad sexual.

Meses después, cuando Punto G estaba casi para irse del aire, yo misma les pedí a los guionistas y al director que hiciéramos un programa sobre la homosexualidad, que se llamó «El rarito» y que tuvo mucho éxito por la manera responsable y respetuosa en que se trataba un tema tan difícil. La otra ocasión en que he ejercido censura fue como profesora de la Universidad de las Artes.

Yo imparto una asignatura que termina con la realización de un corto de un minuto.

La parte que más disfruto es la selección de los temas y la escritura de las historias. Es el momento en que mis alumnos sacan, en el mejor sentido, sus «demonios» a relucir.

Hubo un año donde un alumno me presentó dos historias, las dos con una carga misógina fortísima.

En la primera, un hombre que había defendido a una mujer en una pelea con su marido y terminó golpeado, veía al otro día a la pareja besándose cariñosamente. Era como representar en una historia de ficción aquel refrán de «Entre marido y mujer, nadie se debe meter», uno de los mitos que justifican la violencia contra las mujeres.

En la segunda, una señora entrada en años, solitaria, pero aún con hormonas, escuchaba por la radio que había un violador atacando a mujeres de su edad. En vez de aterrorizarse, la mujer se emperifollaba y salía a buscar al violador.

Cuando me negué a las dos historias, fui atacada hasta por las niñas del grupo, quienes argumentaban que esas cosas pasaban en la vida real.

La única solución que encontré fue invitar al aula a especialistas de la campaña Únete, a conversar con mis alumnos sobre las investigaciones realizadas con el tema de la violencia de género. Al final del intercambio, todos mis alumnos estuvieron de acuerdo en que ninguna de las dos historias procedía.

Tengo más ejemplos, pero no quisiera dejar de hablar de los Grupos de Creación. Se trata de grupos de realizadores, escritores y especialistas que analizan las obras en diferentes etapas del proceso de creación.

Ese método de socializar las ideas, las estéticas, las obras, surgió en el ICAIC. Luego, Daniel Diez lo instauró en el ICRT. En más de quince años de existencia, los Grupos de Creación siempre me parecieron una herramienta muy útil para nosotros los creadores y sobre todo para la misma institución.

No hubo una sola decisión tomada allí que fuera lesiva para la libertad de creación. Las discusiones, el análisis y el diálogo se establecían desde el respeto entre creadores, y siempre salimos enriquecidos y fortalecidos conceptualmente, nosotros y nuestras obras.

Sin duda, hay menos posibilidades de equivocarse a la hora de juzgar una obra cuando se hace desde la inteligencia colectiva, constituida con diferentes tendencias y capacidades.

Soy una convencida de que en el diálogo polémico y en el análisis colectivo está la mejor solución para establecer y respetar las políticas culturales.

La imagen del cura con la campanita

Siempre, cuando se habla de libertad de creación y de censura, me viene a la mente la escena del cura en el filme Cinema Paradiso, con una campanita en la mano marcando en el celuloide dónde había que cortar las películas antes de ser exhibidas. Esa es la imagen más clara del censor ignorante y prepotente.

Esa es la imagen de la que deben huir nuestros funcionarios, por el bien de nuestras instituciones culturales y por el bien de la literatura y el arte cubano.

Tomado de Guerra culta. Reflexiones y desafíos, 60 años después de «Palabras a los intelectuales».

 


1 comentarios

Orestes mieres
14 de Abril de 2024 a las 21:57

Hoy es 14 de abril. Y no he visto en la TV de Cuba una sola dedicación por el fallecimiento de Ángela Grau. Hay un programa que está dedicado a la memoria de esta gran persona.

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