Francisco López Sacha fue, primero, el nombre de aquel cumpleaños del fuego. En ese libro singular, la voz de una casa narraba su historia. Sé que en ese asombro quedó el génesis de una de mis novelas de mucho más tarde. Aquel texto dejó rastros en un voraz y desordenado lector adolescente, que por entonces no imaginaba la escritura en su futuro, salvo como placer y lectura.
Luego, además de saberlo vaso de alegría en mano, en una lejana tarde después de un concierto, cantando una y otra y otra canción de los Beatles, me apareció otra fortuna. Sacha fue mi profesor en algún que otro postgrado y luego en las aulas del Centro Onelio.
Allí, además de su sapiencia, su encanto único y carisma, fui ungido de conocimientos y de magias. Junto con el Chino Heras, Eduardo Heras León, el otro también grande, el otro maestro, hacía una dupla de magisterio con dimensiones siderales. Sacha estuvo en los gateos iniciales de aquel proyecto. De aula televisiva, el caudal creció a ser todo un Centro de Formación Literaria, cuyos graduados somos hoy orgullosa y agradecida cofradía. El Centro Onelio fue una de las mejores páginas que escribió Sacha. Porque lo hizo en las nuestras, venideras, solo posibles a la vista del buen escritor y de la nobleza de quien desentraña el oficio para sus correligionarios de mañana.
Toda la literatura del mundo, hecha y por hacer, cabía en esas clases. En esas aulas del Onelio -lo veo, lo respiro nuevamente-, tuvo Sacha uno de sus mejores escenarios. Quien no lo disfrutó mientras repetía, casi actuaba, los inicios de Cien años de soledad o de El viejo y el mar, quizá se perdió un sorbo de universo. Sacha, memoria en ristre, con su voz ronca de humo y rock, nos dibujaba a Aureliano Buendía, nos hacía viajar en el tiempo, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, y regresar al recuerdo del hielo, mientras explicaba la carpintería interna del oficio de escribir. Como un solo de guitarra, de acordes graves, tristes y persistentes como un blues, nos retrataba a ese pescador, solo durante días, a ese Santiago definitivamente ‘salao’, que no lograba atrapar un pez. El viejo, solitario en el Golfo, tomaba vida en aquella voz. Era bote, oleaje, aparejos, angustia, como si Sacha pudiera cantar al recitar aquellos párrafos. Oírlo era, sí, bañarse en un mar de buena literatura, de devenir, de maravilla escrita que ahora nos transmitía su voz y pasión.
Otro encanto era verlo presentando un libro. Aunque algunas voces, entre admiradas o envidiosas (vaya usted a saber las flores o espinas que guarda cada quien) susurraban que no se leía los libros que presentaba, cada lanzamiento con Sacha era un suceso inefable. Allí era pasión, tribuno, crítico, sabio, lector hablando a otro lector. Un púlpito donde predicaba como convencido sacerdote de la literatura. Apenas en la edición anterior de la Feria, esa que se le dedicó como autor homenajeado, tuvo este escriba la suerte de disfrutarlo. Presentaba Encicloferia, la novela inconclusa de Luis Rogelio Nogueras. A través de Sacha, no solo regresó Wichy y anduvo de travesuras en aquella sala. Además, vivimos las referencias, los guiños, el disfrute del paroxismo intelectual y del lenguaje que resulta ser esa historia. El escritor maduro que asentaba sus poderes, que descubría y estiraba el significado y valor de las palabras, ahora cobraba vida en la voz y la apasionada recomendación del presentador. Sacha fue el brujo que por una hora nos devolvió a Wichy y luego lo regaló vivo dentro de un libro. Sacha era un artista y cada una de sus presentaciones una obra de arte. El efímero valor de esa acción casi performática quedaba perpetuado en los lectores que aceptaban y leían, con placer y más saber, el título presentado.
Como escritor no fue menos. Aunque nunca dejó de crear, sé de su alegría por haber logrado escribir una novela como Voy a escribir la eternidad. Era su novela, el retrato de su Manzanillo, el lúcido recorrido que buscaba derrotar olvidos, rememorar glorias y nombres, nombrar épocas y dolores y ausencias. Allí se desnudó, allí vació en palabras muchos de los demonios que quizá lo atormentaron y todos los ángeles que siempre lo rodeaban, y que siempre regalaba, pródigo. Prescindo de enumerar los méritos de sus obras. Basta leerlos y ese disfrute, esas certezas y preguntas que deja en sus lectores son el mejor premio. Saber que un escritor, aunque siempre prefiera la próxima, siente el gozo y el alivio de saber que ha escrito su novela, la historia deseada, es bálsamo y también orilla. El puente de la próxima no llegó a nacer esta vez. Pero como lector, y como escritor que soy, reconozco la fortuna de vivir el exorcismo bien logrado de hacer tangible la literatura propia.
Se va el cuerpo vivo, el Sacha carne y hueso, pero ahí queda el escritor. En sus páginas, en sus alumnos, en sus lectores, sigue hablando mágico y vital Sacha. Con un sorbo de párrafos a su salud, la literatura brinda hoy por su partida. Aureliano, Santiago y Little Richard ya lo acompañan. En ese escenario fantástico, de guitarras y máquinas de escribir, debe haberle quitado un micrófono a John y, con ronca voz de ángel, seguro ya está cantando, o tecleando otra vez, la eternidad.
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