Para nosotros, los cubanos, el Caballo, en mayúsculas, es un animal cabalístico, valga la cacofonía. Es una remisión constante e inevitable al número uno; al mejor, al que tiene en sus manos el poder para decidir y dilucidar el destino de todos; también referencia, eso sí, la capacidad corpórea que tienen los seres humanos para servir de asiento y cabalgadura a las entidades espirituales que nos agasajan con su compañía en tanto depositarias de la verdad de los oráculos, esos muertos vivientes que atrapados en un limbo de luces y sombras no se deciden aún a dar el salto definitivo al parnaso de los artistas, escritores e intelectuales universales.
Ahí se encuentra Rufo Caballero, no porque deba purgar alguna pena pendiente, sino porque su alma se resiste a desertar del plano de los que seguimos aquí y formamos parte del discipulado informal que él nunca se propuso gestar pero que, evidentemente, se apropió de sus ideas y métodos aun cuando nunca, es mi caso, me haya impartido clases.
La primera vez que lo vi en persona, de una sola pieza, frente a frente, nada de huesos, pura carne, vestía con una camisa rosada y una pantaloneta verde. O al revés, pero esa era la combinación, de colores imposibles, que asumía como cualquier otra presunción sobrehumana que valiese la pena.
Estaba en la escalinata del cine Riviera y parecía algo desilusionado con el filme que recién terminaba de ver. No recuerdo su título ni nacionalidad. Era diciembre de 2005 y la capital de los cubanos se movía al ritmo del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Aún llevaba en la mochila mi trabajo de diploma: Del verbo y el pecado original a la inmaculada concepción de lo poético. Rufo Caballero y la poscrítica de cine en Cuba (1990- 2005), en el que intentaba, aun hoy, desentrañar la lógica de su obra como crítico de cine que apuntaba a la ficción. No me atrevía a conversar con él. Primero, se hacía necesario circunnavegarlo; sortear los escollos rocosos del enjambre de aprendices; calar el momento justo; esperar mi oportunidad para abordarlo y hacerle llegar el humilde tributo, caliente pero mal horneado, el texto en cuestión. Se asombró con mi descaro y me invitó a su apartamento al otro día. Cuando llegué me esperaba junto a Mayra Pastrana.
“Mira —le comentó con una sorna difícil de disimular— te presento a mi exégeta”. No supe qué decir. Me puse rosado, verde, y sin decir nada me hundí en el sillón, mientras extraviaba la mirada en el océano de originales colgados en la pared. Más o menos como le había pasado a David cuando al fin conoció La Guarida. Solo faltaban en la escena las estatuas de los santos con dolor de estómago.
La primera vez que lo escuché hablar en la TV aún era un perfecto desconocido. Entonces, por cierta razón herética difícil de comprender, con escasa experiencia previa en el medio televisivo, él usurpaba de manera interina (estoy apelando a mi memoria afectiva, puede que me equivoque) el lugar de Enrique Colina al frente de 24 x segundo y ya comenzaba a martillar con su retórica enrevesada los oídos de miles de cubanos. Tales fueron sus inicios untosos, el salto al estrellato público. Ahí comenzó a labrar en serio su reputación de caerle bien gordo a todo el mundo, la leyenda de ser un Cid campeador, rompedor de caras y reputaciones ajenas.
Es prácticamente imposible asir en términos cuantitativos o cualitativos la impronta de un hombre que alborotó la crítica y la teoría sobre el arte y la cultura en Cuba, desde su faenar profesoral en las aulas de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y del ISA; su prolijidad a la hora de escribir como un lunático lúcido, incluso con los codos; hasta su ubicuidad mediática durante más de 15 años de trabajo continuo, alternando en disímiles programas televisivos, todos del mismo corte analítico, especulativo, indicial.
Tras el cierre inexplicado de un espacio tan conspicuo como “La columna”, justo en su mejor momento, cuando ya había conquistado para la causa de la educación sentimental a una audiencia plural que comenzaba a sustentar estadísticamente la pertinencia de su trabajo, incluso con mayor ahínco que antes, Rufo Caballero canalizó buena parte de sus ideas y proyección televisiva en la sección “El caballete de Lucas”, muy esperada y vista, tanto como el policíaco cubano de turno. Para el morbo colectivo era como asistir al suplicio de algún asesino contumaz, largamente reclamado por la justicia.
Era el momento frío para cobrarle factura a la arrogancia de los artistas y ejercer, cuanta maldad, el derecho a la opinión autorizada por una erudición avasallante, académica, aunque la idea no fuese tal, la de la humillación condescendiente y solapada del creador, sino dialogar con su contraparte anónima, los espectadores.
A Rufo Caballero apenas le interesaba educarlos, más bien entrenarlos, al “vulgo”, esa gente común que tanto admiraba, en el arte oscuro de la comprensión estética del arte, la cultura, la vida, desmontando sin piedad y a la primera a los artistas, sus leyendas y productos, sobre todo los de etiqueta atractiva y contenido espurio.
Rufo Caballero fue el genio que no solo detectó en Lucas un programa atrevido, experimental e innovador, sino también su alcance empático e interactivo con un público abierto y heterogéneo, que gozaba de la música y también de los análisis, que aprendía del arte y la cultura divirtiéndose al son de los diferentes ritmos.
Pero Rufo Caballero fue más. No solo desenmascaró a los farsantes y mediocres. También apuntaló carreras, de cantantes y realizadores, la suya en lo personal, sin necesitarlo. Además ayudó a incitar la ciencia del debate, la polémica franca, el no estar de acuerdo nunca, sin pactos entre caballeros con los artistas de moda; estridente a veces, conciliador en ocasiones, casi siempre asertivo y equilibrado; falsamente coloquial, porque siempre emergía el monstruo retórico, camaleónico, que intentaba en vano enmascararse con el entorno de la zona fronteriza donde vivió siempre, en San Lázaro, cerca de la colina de la Universidad de La Habana, a medio camino entre el Vedado y Centro Habana, en una tierra de nadie que él hacía suya a cada paso.
En un contexto cinematográfico y televisivo cubano anclado en prácticas creativas anacrónicas, con una producción documental y dramática más que deprimida por las habituales limitaciones estéticas y materiales del entorno audiovisual insular, Rufo Caballero fue el crítico del arte y la cultura que propulsó la actualización necesaria del arsenal analítico empleado al momento del estudio del fenómeno, incorporando métodos complementarios y teorías disímiles, a ratos contradictorias, entre sí, consigo mismo, con lo que consiguió, sin embargo, edificar una obra intelectual, y literaria, más que profusa, bien profunda, que lo aquilata y eleva a los altares del ensayo y el pensamiento sobre las artes visuales, el cine y la televisión en Cuba.
Así, entre otros muchos aportes conceptuales y epistemológicos cabría mencionar su noción personalísima del videoclip cubano de autor. Aunque nunca lo formuló en términos definitivos, él creía discernir o hallar una búsqueda autoral, estética, intencionada, por los directores cubanos de entonces.
Estos encontraban en el videoclip un soporte alternativo de la expresión artística audiovisual, cuando hacer cine o TV estéticamente cualificada se convertía en una tarea muy difícil o prácticamente imposible de llevar adelante. En la misma medida Rufo Caballero relanzaba un objeto de estudio hasta entonces descartado dentro del repertorio de temas posibles a ser abordados en profundidad desde la Historia del Arte como ciencia y discurso analítico de infinitas potencialidades literarias. Tal comprensión del fenómeno se desprendía de su capacidad de entendimiento, pero también de observación desprejuiciada, que recubrían al audiovisual en pleno de una estética inmanente digna de ser atendida con detenimiento y contundencia, sin menoscabar nunca los recursos estilísticos puestos en función del estudio al momento de transcribir los descubrimientos o deducciones planteados por él.
Sin embargo, lo suyo, más que distraer la atención, era atizar la polémica pública.
Su movilidad y omnipresencia en la escena intelectual cubana contemporánea era la de un elefante en una cristalería. Siempre parecía a punto de acabar con todo de una trompada, pero eludía los destrozos con el glamour de un bailarín clásico. Su presencia atiborraba la pantalla. Literalmente. Todo un caballero decimonónico, no olvidaba sacarse los guantes de cabritilla antes de abofetear a los arrogantes.
Por eso molestaba tanto, y muchos lo percibirían, incluso hoy (a diez años de su desaparición física, que no de su muerte), como una suerte de quinto columnista, un infiltrado bien intencionado pero implacable que desde la crítica sancionaba el buen arte y espantaba a los incapaces organizados. Por eso parece que nunca se fue y que en cualquier momento nos sorprenderá saliendo al aire, con denuedos, lanzando ese saludo que anunciaba truenos y centellas: ¿¡Qué tal, gente buena!? También retomando, con paciencia y perseverancia monacal, la escritura de sus críticas recreativas, las historias del cine vueltas a contar, esas que nos permitirán, con suerte, algún día cercano, no solo conocer al extraño que habitaba en él sino también descubrir al escritor y bon vivant que se desordenaba hasta el despelote, como todo un caballero andante, alegre pero no demasiado.
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