Nelson Rodríguez no iba a ser el editor de Memorias del subdesarrollo (1968), sino el hoy olvidado Mario González, con quien Tomás Gutiérrez Alea (Titón) había hecho sus cuatro primeros largometrajes: Historias de la Revolución (1960), Las doce sillas (1962), Cumbite (1964) y la sempiterna La muerte de un burócrata (1966). Pero Mario, un editor del cine cubano de antes de 1959, le confesó a Titón que él no era el indicado para editar ese tipo de película «moderna», por lo que le recomendó a uno de sus mejores alumnos, si no, el más prometedor, Nelson Rodríguez.
Mientras otras cinematografías, desde la apabullante norteamericana hasta no pocas europeas, resolvían los atolladeros narrativos de la estructura de sus filmes con «disolvencias» o el «fade a negro» (fade out o fundido a negro), al cine cubano que arranca con la creación del ICAIC lo singulariza el uso del «por corte», no solamente para contar el filme, sino para expresar la esencia de lo que se cuenta. Esta es una de nuestras grandes rupturas artísticas, que afortunadamente se mantiene hasta hoy.
Probablemente en esta voluntad de rebeldía estética pudo haber influido que, si bien se disponía de la tecnología: la truca (equipo donde se realizaban los efectos ópticos), disolvencias y demás, que era como se les llamaba en aquel cine analógico, en el proceso se necesitaba el intermediate, que era el material que servía para duplicar la imagen sin perder un ápice de calidad, pero cuyo costo era alto.
Memorias del subdesarrollo.
En el lenguaje cinematográfico el por corte equivale a un signo de puntuación, digamos que el punto y aparte. Otras veces puede ser el punto y seguido. Quizás, además, también la coma.
De esos signos de puntuación cinematográficos se valen los editores para crear el tiempo en que transcurren las historias en los filmes. Sin el uso eficiente de estos signos el espectador se perdería, quedando cancelada toda posibilidad comunicativa. En las primeras cuatro décadas del siglo XX se resolvía este asunto, además de con disolvencia y fade a negro, con un almanaque del que se desprendían las hojas hasta quedar el día tal. Un impúdico reloj marcando la hora. O un cartel, sobreimpuesto, o no, donde se leía «Diez años después» o «Diez años antes». De este último recurso el lenguaje cinematográfico no ha podido prescindir del todo. Solamente grandes autores se atrevían a resolver ese paso del tiempo por corte.
Tal vez coincidirán, pero el signo de puntuación que más reta al editor, y al director, es el por corte, pues necesita ser pensado antes, desde el guion, pasando por el guion técnico, y finalmente los planos tienen que ser filmados adecuadamente para que «corra» coherentemente la estructura narrativa sin tropiezos o equívocos temporales, de manera que lo que sucedió ayer esté suficientemente claro y no confunda al espectador con lo que pasará mañana.
En auxilio del por corte apareció el gran renovador, el francés Jean-Luc Godard, quien puso en pantalla la elipsis, esa síntesis cinematográfica que acorta el tiempo, optimiza el tempo, otorga ritmo y potencia artísticamente el sentido expresivo de la obra, pues la elipsis, para completarse, necesita darse por corte. Sería una involución dar una elipsis por disolvencia, además que de un pésimo gusto.
Entre los editores cubanos, el más seducido e inspirado por Godard fue Nelson Rodríguez.
Nelson Rodríguez.
Antes de Godard, plantearse una estructura compleja sin acudir a la disolvencia, o al fade a negro, era someterse a un desafío cuyo resultado, si era feliz, colocaba al cineasta más cerca del arte. Y ese reto es el torrente que recorre la mayoría de los filmes cubanos, y por eso en películas como Memorias del subdesarrollo; Lucía (1968), de Humberto Solás; La primera carga al machete (1969), de Manuel Octavio Gómez; De cierta manera (1974), de Sara Gómez; Maluala (1979), de Sergio Giral; Papeles Secundarios (1988), de Orlando Rojas; y Madagascar (1994), de Fernando Pérez, entre otras buenas, su uso tiene resultados más interesantes.
Digámoslo de una vez, uno de los recursos que ha aportado a la autenticidad de esos, y otros filmes cubanos, viene también del lado del montaje, cuando este se ha apoyado en el por corte para narrar, sea a través de estructuras complejas como las de Memorias del subdesarrollo o Coffea Arábiga (1968), de Nicolás Guillén Landrián, u otras más simples y convencionales, pero igualmente eficaces.
Particularísima cumbre alcanza en el documental esta estética, verdadera escuela en el cine cubano, justamente porque en este gran género la mayor cuota de libertad creadora se alcanza en la mesa de montaje. Para constatarlo, ahí están, entre otros notabilísimos documentales, el ya mencionado Coffea Arábiga; L. B. J. (1968), de Santiago Álvarez; Por primera vez (1967), de Octavio Cortázar; David (1967), de Enrique Pineda Barnet; Una isla para Miguel (1968), de Sara Gómez; Hombres de Mal Tiempo (1968), de Alejandro Saderman; Muerte y vida en el Morillo (1971), de Oscar Luis Valdés; El Encanto, La Época y Fin de Siglo (1999), de Juan Carlos Cremata; Suite Habana (2002), de Fernando Pérez; y Existen (2005), de Esteban Insausti.
Lucía.
Además de que la unión de dos trozos de película genera una tercera idea, o no, ¿qué es el montaje, si no la organización de un grupo de imágenes en movimiento, filmadas según el guión, pero volcado este dentro de una estructura determinada? ¿Qué encierra la estructura si no el cuento, la historia, la trama del filme?
El resultado coherente de esa estructura, inteligible y con el ritmo apropiado, es el bordado a mano que crea el editor, y donde es fundamental, entre otras condicionantes como la continuidad y el eje, el uso del tiempo. De ahí que para el manejo de la acción dramática tenga el editor varias opciones: separar esas acciones; punto y aparte, encadenarlas; coma, en paralelo; punto y seguido, etcétera. Es ahí donde, tanto para cerrar o para abrir las acciones dramáticas, los editores cubanos se valieron únicamente del por corte, y no de la disolvencia o el fade a negro, que son recursos socorridos y fáciles, que en cuanto aparecen en pantalla ya el espectador no tiene que pensar mucho, porque son códigos archiconocidos que le avisan que ha pasado tiempo. Lo corajudo es resolver ese paso del tiempo por corte, que hay que dominarlo correcta y artísticamente para que, como antes escribí, no desoriente al espectador.
Ese riesgo artístico que llega hasta hoy, porque gestó una contemporánea corriente estética entre nosotros, fue conseguido por un gremio, el de los editores del ICAIC, la mayoría lamentablemente olvidados.
Nelson Rodríguez: Memorias del subdesarrollo (1968), Lucía (1968), La primera carga al machete (1969).
Roberto Bravo: Hombres de Mal Tiempo (1968), Maluala (1979).
Justo Vega: La odisea del general José (1968), Páginas del diario de José Martí (1971).
Iván Arocha: Coffea Arábiga (1968), De cierta manera (1974).
Dulce María Villalón (Caita): Por primera vez (1967), Una isla para Miguel (1968).
Edelmira Lores (Mirita): Retrato de Teresa (1979), La Espera (1983).
Gloria Arguelles (Yoyita): El hombre de Maisinicú (1973), Reina y Rey (1994).
Norma Torrado e Idalberto Gálvez: Now (1965), Hanoi, martes 13 (1967), L. B. J. (1968).
Miriam Talavera: Taller de Línea y 18 (1971), Fresa y chocolate (1993).
Jorge Abello (Tuty): Clandestinos (1987), La bella del Alhambra (1989).
Julia Yip: Madagascar (1994), Suite Habana (2003).
Osvaldo Donatién: Hablas como si me conocieras (1989), Pon tu pensamiento en mí (1995).
Pedro Suárez: Conducta (2004).
Manuel Iglesias: El Benny (2006).
Angélica Salvador: Larga distancia (2009).
Observo que los editores más jóvenes se afincan en esa tradición y la fortalecen dentro de estructuras bien complejas, con la seguridad de que es uno de nuestros mejores vinos.
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