Allá por los años 30 del pasado siglo, Jorge Mañach entrevistó a Enrique José Varona. La voz del anciano era apenas un susurro. Portador de numerosas cicatrices, había algo hermoso en aquel viejo maestro. Conservaba la vivacidad de espíritu y una valentía sin desplantes. Así pudo desafiar la tiranía de Machado y abrir las puertas a los jóvenes que la combatían. Padeció las represalias. Casi al término de su existencia fue víctima del brutal allanamiento de su hogar.
Como los seres humanos, las ciudades tienen vida e historia. Cargan con las cicatrices del tiempo; son seres animados por el espíritu de la memoria. Desde esa perspectiva, debemos pensar La Habana en vísperas de su medio milenio. Tantos son los problemas que se amontonan y se atropellan para despejar el camino, que hay que definir conceptos, proponer objetivos, divulgarlos y lograr, de esa manera, la complicidad de los pobladores. El medio milenio no será una meta a cumplir sino un recomienzo abierto hacia el futuro.
La noción de urbanismo se hizo realidad concreta entre nosotros después del triunfo de la Revolución. Antes, el crecimiento de la ciudad había obedecido al anárquico rejuego del valor monetario del suelo.
Integrador de todos los factores que intervienen en la vida de la urbe, centrado en los problemas de la gente que la habita, esencialmente humanista, el urbanismo se contrapone a la visión tecnocrática, inmediatista y utilitarista. En esas circunstancias, pudo delinearse el primer plan director de desarrollo de La Habana. Se fundamentó en un análisis histórico, el de la descripción de una ciudad dispersa y extendida en el espacio, habitada ya por la cuarta parte de la población del país, deficitaria en la disponibilidad de empleos, con escasa presencia industrial, desgarrada entre las ostentosas construcciones que bordeaban la costa y la miseria de las áreas periféricas, acrecentada su demografía por el flujo constante de la inmigración interna en demanda de mejores oportunidades, beneficiada por la centralidad del aparato gubernamental, de las instituciones educacionales más importantes y los centros culturales más renombrados.
Ya entonces algunos problemas eran apremiantes. Se manifestaban en la carencia de viviendas, las insuficiencias del transporte, que se agravaban por la extensión de la ciudad y la distancia entre el hogar y el trabajo y en el considerable porcentaje de construcciones en regular o mal estado de conservación.
Para revertir la situación, se emprendieron dos acciones paralelas. Se concedió prioridad al desarrollo de ciudades y poblados del resto del país, mientras se formulaba, con la participación de los arquitectos más destacados, el proyecto de plan director de la capital.
Este contenía una visión de futuridad que lo situaba en la avanzada de la época. No prevalecía entonces la conciencia de los problemas derivados del deterioro del medio ambiente que predomina en la contemporaneidad. Sin embargo, se implementó un cinturón verde en torno a la zona central de la capital. Partía del antiguo bosque de La Habana —Parque Metropolitano—, se extendía por el cordón de la ciudad y alcanzaba el Parque Lenin, el Jardín Botánico y el Zoológico. Son centenares de hectáreas que oxigenan la urbe. Ahí están para disfrute de nativos y visitantes.
Para la realización del Parque Lenin, con su extraordinaria capacidad de convocatoria y su cultura del detalle, Celia obtuvo la colaboración de arquitectos, diseñadores y artistas. Recuerdo todavía, en la cafetería La Faralla, la originalidad de los platos cuadrados hechos en el taller de cerámica mantenido en Santiago de las Vegas por Rodríguez de la Cruz, allí donde se entrenaron en ese arte figuras de la dimensión de Amelia Peláez y Luis Martínez Pedro.
El estudio imprescindible para definir el necesario plan director habrá de formularse teniendo en cuenta aquellas y otras premisas. Acrecentados con el paso del tiempo, las dificultades económicas y las consecuencias del período especial, los males heredados incluían las insuficiencias de las redes subterráneas. Muchos han olvidado que un alcalde de La Habana, Manuel Fernández Supervielle, se suicidó al no poder solucionar la adecuada distribución del agua, a lo cual se añaden el deterioro del alcantarillado y el desgaste de las fosas. Son realidades ocultas a la vista, pero constituyen garantía de bienestar e higiene.
Por otra parte, como sucedió en la etapa fundacional del siglo XVI, el puerto de La Habana seguía siendo la vía de ingreso de mercancías y pasajeros al país. El desplazamiento de esa función al Mariel y el papel concedido a la industria turística, implican una seria redefinición del perfil económico, social y cultural de la capital. Al fortalecimiento de una producción industrial habrá de añadirse un acrecentamiento del papel desempeñado por la economía de servicios, el peso considerable de centros de investigación científica, la formación de personal altamente calificado y el rescate de los valores patrimoniales que desbordan en extensión los límites de La Habana Vieja; se extienden a El Vedado, Miramar, Cubanacán; se encuentran en la hermosa perspectiva que puede contemplarse desde Reina hasta el Castillo del Príncipe, en las calzadas de otrora, como la del Cerro y la de 10 de Octubre, ese Jesús del Monte cantado por Eliseo Diego. Me detengo. La lista sería infinita y tendría que incluir la herencia preservada en nuestros museos.
El desafío parece aplastante: todo lo contrario. Soñar en grande es el mejor antídoto contra la mediocridad, la abulia, la desidia, la depredación. Formular un proyecto es el mejor modo de poner manos a la obra. Debemos convocar para ello a nuestros mejores investigadores, arquitectos y urbanistas, someter a debate público diversos criterios y comprometer así a los habaneros de nacimiento y adopción a participar en la tarea gigantesca que nos aguarda.
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