Alegres, los peces aletean nuevamente en la recuperada transparencia de los canales de Venecia. Situada en la costa italiana del Adriático, la ciudad alcanzó un considerable desarrollo como puerto abierto al intercambio comercial entre el occidente europeo y las fronteras del oriente. Edificada sobre canales, de ese diálogo de culturas surgió una arquitectura monumental con sello propio, célebre sobre todo por su paradigmática Plaza de San Marcos. De ese auge emergió una escuela renacentista con rasgos propios, encabezada por las figuras de los pintores Tiziano y Tintoretto.
Tomado de: https://ecoinventos.com/coronavirus-aguas-cristalinas-canales-de-venecia/
De ese sello de originalidad y magnificencia dimanó, desde hace más de dos siglos, un flujo creciente de turistas. Los artistas de variados orígenes que allí se asentaron por temporadas más o menos prolongadas contribuyeron a difundir su fama. Luego, las ambiciones empresariales fomentaron los viajes organizados por manadas que se volcaban con preferencia sobre sus célebres carnavales, evocados entre tantos otros, por Alejo Carpentier en su Concierto barroco. La avalancha desbordó los límites de sostenibilidad de la urbe, agravada por el envejecimiento y la pertinaz erosión de sus cimientos sometidos a la humedad permanente. Los inevitables desechos producidos por las oleadas de visitantes temporeros enturbiaron los canales. Su supervivencia parecía amenazada. Para restañar sus grietas, se apeló a la colaboración de muchos. De repente, la pandemia del coronavirus se abatió sobre el planeta. Por razones sanitarias, Venecia, aislada, se ensimismó. Las aguas recuperaron la transparencia perdida. En pleno espanto causado por la pandemia, asomaba una luz de vida y esperanza.
Ambos fenómenos constituyen señales de alerta. Confiábamos, hasta ahora mismo, en que antibióticos y vacunas habían conjurado para siempre el peligro de las pestes que invadieron otrora a parte del mundo. De súbito, surge un mal de origen desconocido ante el cual empiezan a experimentarse las posibles formas de cura. En un universo estrechamente interconectado, la pandemia se expande con suma velocidad por todos los territorios del universo. Corresponde a la labor conjunta de científicos de todos los países buscar afiebradamente fórmulas de solución. Mientras tanto, con la esperanza de detener la enfermedad, hay que ir pensando en un después. Estamos bordeando los límites de la sostenibilidad del planeta. La humanidad toda habrá de reclamar un cambio radical de estilos de vida, frenar el consumismo desbocado y rescatar el espacio de la espiritualidad. Se trata de despertar del letargo impuesto por el olvido de sí, por la modalidad de alienación que convierte la realidad en espectáculo efímero, que inhibe el pensar mediante el empleo sofisticado de la aplicación de reflejos condicionados, por el descarte del conocimiento en favor del entretenimiento banal.
El aislamiento en los hogares, establecido como medida de protección por las autoridades sanitarias, hace patente nuestras carencias en el campo de la espiritualidad. Las horas transcurren con lentitud exasperante. Incontenible, el pensamiento se revuelve en la angustia ante la amenaza que planea sobre nosotros y sobre nuestros seres queridos, ese peligro intangible. Las aprehensiones subsisten, a pesar de que la conducción del país ha dado muestras ejemplares de serenidad, previsión y transparencia informativa.
En estos días de coronavirus, un amigo, el poeta Norberto Codina, observaba con sagacidad que no debía hablarse de aislamiento social, sino de aislamiento físico. En efecto, la dimensión espiritual que habita en nosotros es un reservorio vital, fuente de vida similar a lo que tradicionalmente se denominaba alma. Se construye desde las primeras edades en el intercambio entre los humanos. A la hora de dormir, antes de la existencia de la televisión, mis padres intercalaban cuentos y canciones. Comenzaba a enhebrarse una memoria, despertaban la imaginación, se multiplicaban las interrogantes y la sed de conocimientos. Junto a otros niños, en las vacaciones playeras o campestres, despertaba el amor por la naturaleza. El estudio abría otros horizontes. En sus variadas manifestaciones, el arte refinaba la sensibilidad y suscitaba la meditación. En lo más recóndito de nosotros persiste el almacén de imágenes, sonidos, recuerdos. Todos ellos nos acompañan en momentos de soledad. En algunos países, la pandemia ha renovado el interés por la lectura. Allí, en los libros, encontraremos a amigos e interlocutores. Nuestros niños y jóvenes están ahora en sus hogares. Es ocasión propicia para complementar la realidad virtual con el diálogo personal y humano en el rescate del necesario arte de la conversación.
Para que los peces sigan aleteando en aguas límpidas, la dramática experiencia del coronavirus ha de convertirse en aprendizaje. Las repercusiones de las doctrinas neoliberales están tocando fondo. La libérrima acción de los mercados en detrimento de la capacidad de los Gobiernos, con la consiguiente crisis de los sistemas de salud, hunde a la humanidad en el precipicio del desamparo. La brecha social que se agiganta afectará sobre todo a los humildes, a los indocumentados, a los emigrantes. Pero, aunque se refugian en urnas de cristal y dispongan de servicios médicos privilegiados, tampoco los poderosos tienen la supervivencia asegurada.
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