«Nomadland»: La vida como éxodo


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Luego de alzarse con el León de Oro en el 77 Festival Internacional de Cine de Veneciael largometraje Nomadland (Chloé Zhao, 2020) se consolida en las principales palestras noticiosas del mundo al triunfar recientemente en dos de las más importantes categorías de los premios Globo de Oro de 2021: mejor película de drama y mejor dirección, lo que le allana el camino hacia la venidera edición de los premios Óscar, glamurizándola bajo la luz vacua de los grandes reflectores de Hollywood. 

La tercera película de Zhao (Songs My Brothers Taught MeThe Rider), basada en el libro homónimo de Jessica Bruder, resulta así una de las pocas cintas de su factura que logran vencer la invisible barrera que en los predios fílmicos estadounidenses se ha alzado con minuciosidad casi quirúrgica entre el cine mainstream de férreos cánones narrativos, expresivos e histriónicos —comúnmente premiado en los Globos de Oro y los Óscar— y las películas independientes, de sesgo autoral, normalmente segregadas a (contenidas en) festivales como Tribeca y Sundance, o al resto del mundo, obliterados bajo las refulgencias de las estatuillas. En el pasado reciente, solo algunas cintas como la existencial y parca Manchester by the Sea (Kenneth Lonnergan, 2016) fueron admitidas en el decadente parnaso dorado.

Nomadland lo consigue ahora con una historia tenue, casi borrosa de tan sutil, cuyos avatares se diluyen en las polvaredas melancólicas levantadas por las ruedas de la minúscula furgoneta donde cabe toda la vida de la protagónica Fern (Frances McDormand), viuda al borde de la tercera edad que se ha visto obligada a abandonar su vida sedentaria. El cierre de una planta de yeso en funcionamiento durante casi noventa años en Empire, Nevada, asfixió el pequeño asentamiento dependiente de la fábrica, quebrando sus relaciones simbióticas, disgregando a los pobladores.

En el crepúsculo temprano de su vida, Fern se ve entonces compelida a un brusco reinicio, a una reconfiguración radical de su existencia, y comienza un éxodo perpetuo hacia el futuro incierto que convierte el viaje en objetivo y no en medio para llegar a alguna parte. Sus asideros se desdibujan. Su vida presumiblemente estable y predecible —como sucede cuando todo se adscribe a las rutinas industriales y sus horarios fijos— cede espacio a lo inesperado, a la desazón, a lo episódico, lo sorpresivo, lo nuevo. Como si en vez de empujar una y otra vez su roca hacia el borde, Sísifo tuviera que rodarla por una gran llanura, cuyo único punto cardinal fuera la S de Soledad.

Chloé Zhao

Chloé Zhao

Fern no asume esta forma de vida nómada con el tremendismo pavoroso, el pánico contenido o la temeridad corajuda que aconsejaría el «método» del Actors Studio de Lee Strasberg a la proteica McDormand (Blood Simple, Fargo, Burn After ReadingMoonrise Kingdom), no egresada de sus clases, sino con una suave resignación introspectiva, con el discreto estoicismo que sobreviene al fantasma en el justo minuto en que se reconoce como un ser desencarnado e ineluctablemente desligado del flujo de la vida. Con la mayor pasividad asume su nueva condición de entidad trashumante y acepta sus pérdidas con la paz resultante, convirtiendo esta aparente actitud recesiva en inquebrantable y singular postura proactiva.

No se lanza a conquistar el mundo con el puño en alto, dispuesta a triunfar y rehacerse a partir de un fracaso que será revertido en victoria por puro tesón y ventura, como es muy caro a las historias de crecimiento de Hollywood. No es un ave fénix que renace de las cenizas, sino una hermosa estatua de ceniza y remembranza amalgamada por la persistencia.

Establece un nuevo tipo de diálogo con el entorno, con las diferentes fenoménicas, dramas y personajes que la rodean. Se engarza en las lógicas polvorientas del medio oeste estadounidense, navegando todo el tiempo a favor de las corrientes. Nunca presenta sus velas desplegadas a las tormentas, ni se lanza arpón en mano contra Moby Dick. Armoniza con la tormenta y con el monstruo. Se vuelve parte de ellos.

Verdadero antítesis en la muy cercana Tres carteles a las afueras de Ebbing, Missouri (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonagh, 2017), por la que la intérprete obtuvo su segundo Óscar a mejor actriz protagónica, el personaje de Mildred Hayes —también una mujer humilde del medio oeste— pudo ser un referente demasiado fuerte y seductor para ser replicado en el relato de marras. Pero a Mildred, la McDormand opone con Fern una imagen especular donde casi literalmente todo resulta a la inversa. No es la de Nomadland una historia de lucha o supervivencia, sino de aceptación y adaptación.

En este proceso de readecuaciones vitales, casi de transfiguración, la mujer se acopla a un complejo y frágil ecosistema poblado por disímiles nómadas —casi todos de la tercera edad—, y a escala dramatúrgica su rol de protagonista cimera cede paso al de espectadora, al de observadora y cronista de estas vidas entrelazadas con los caminos.

Nomadland

Fern termina siendo casi un pretexto para conocer a personas «reales» como Linda May, Swankie o Bob Wells, y así inducirlos a contar sus anhelos, proyectos, sus filosofías e historias de vida, y sus legados, como amables alegorías de la resiliencia y sus diversas facetas. Siendo Linda May la entereza, Swankie la intrepidez y Bob el pragmatismo, con todo su plan de comunidad dinámica y alternativa de casas rodantes, donde la colaboración y el trueque ocasionales avivan las relaciones sociales y el puro sustento. Fern deviene más bien en entrevistadora de una indagación antropológica.

Estos personajes no le roban las escenas a McDormand por el mero poder de sus impresionantes personalidades, sino que ella se las cede, convirtiéndose también en espectadora diegética, en catalizadora de sus testimonios de vida. Pues como ya se apuntó, la proactividad de Fern es implosiva, mutable, flexible, distante. Solo cuenta con ella misma. Se blinda a las incidencias del polvo y las potenciales reediciones de vida marital sedentaria, de compromiso y esperanza, que se le ofrecen.   

Fern es un ser de la pérdida, del desprendimiento, del duelo, de la despedida. No empatiza con el prójimo, sino que deja ir y pide que la dejen ir. Escucha, recopila, pero sin dejar de moverse nunca jamás, una vez que fuera obligada a echar a andar. No huye ni migra, sino que rota alrededor de un eje que es ella misma.

Contrario a las más típicas dimensiones metafóricas sobre el crecimiento y el (re)conocimiento personal que tiene la road movie, nicho genérico donde Nomadland se acomoda formalmente, la propuesta de Zhao convierte el periplo en su propio fin. Diluye cualquier finalidad concreta en la esencialidad metafísica del movimiento per se, de la trashumancia como síntesis de la vida. Los seres humanos existen en el movimiento, en el constante progreso del tiempo hacia el futuro, por muy enraizados que se pretendan, por muy estáticos que se empeñen en ser. La vida es sueño perenne, pero también movimiento perpetuo.

 


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