Julio García Espinosa (J.G.E.) fue fundador del ICAIC y se le reconoce un rol decisivo en la configuración de la nueva cinematografía cubana, pese a que en ninguna de sus obras fílmicas identificamos ese valor de eternidad ―como diría el propio Julio― que define a películas como Memorias del subdesarrollo o Lucía.
Si se la compara con las de los cineastas cubanos que fueron sus contemporáneos, su filmografía es la más heterogénea en asuntos, estilos y géneros. El realizador de Aventuras de Juan Quinquín es el mismo de Tercer Mundo, Tercera Guerra Mundial. El mismo cineasta que filmó el documental La sexta parte del mundo y el largometraje de ficción Reina y Rey.
Días atrás, cuando rememoraba el sexagésimo aniversario del estreno de Cuba baila, argumenté las posibles razones que llevaron a J.G.E. a elegir su tema. El cine cubano prerrevolucionario no habría desdeñado la anécdota de la madre con ínfulas que pretende echar la casa por la ventana celebrando los quince de la hija con extravagante dispendio. En la tipología de la comedia doméstica que Molière nos legó, tal actitud corresponde a la de una ridícula, personaje que arribó a nuestra tradición escénica a través del teatro vernáculo. La trama organizada en torno a la absurda obcecación de la mujer justificaba situaciones de hilaridad y la inclusión de momentos de canto y baile a expensas del desenfado circundante: el choteo inveterado con que la vecindad contestaba la pretensión de la ridícula, aceptando con “felicidad de pobre” su desfavorecida ubicación en la base de la pirámide social.
A diferencia de ese cine previo, que habría diluido la contradicción de clases, J.G.E. la enfatiza resaltando la actitud del personaje que se aferra a valores caducos mientras en derredor se verifica una bullente transformación social. Salvando este cambio de perspectiva, la puesta en pantalla de Cuba baila se apegó al lenguaje fílmico más convencional.
En El joven rebelde el cambio de mirada se da en el proceso de concientización y crecimiento moral del protagonista, tras su arribo a la guerrilla. Luchadores de la clandestinidad, guerrilleros, campesinos, modestos empleados públicos, neuróticos burgueses atrapados en su limbo existencial que abandonan la isla en estampida: desde sus momentos fundacionales, el nuevo cine cubano abordaba la dinámica realidad de un país enfrentado a los cambios más radicales de su historia. Pero aún estaba por operarse la transformación trascendental: la búsqueda y consecución de un lenguaje y una forma fílmica que correspondieran a la ascendente autoconciencia de la sociedad y la consiguiente modificación de sus necesidades informativas, cognoscitivas, ideológicas y de esparcimiento. Para Julio, apasionadamente inmerso en estas disquisiciones, los retos eran tan magnos como los propósitos y vio más allá, prefigurando los peligros de asumir una estética equivocada:
Cuando miramos hacia Europa (...) vemos a la vieja cultura imposibilitada hoy para darle una respuesta a los problemas del arte. (...) Pensamos entonces que ha llegado nuestro momento. Que al fin los subdesarrollados pueden disfrazarse de hombres “cultos”. Es nuestro mayor peligro. (...) Porque, efectivamente, dado el atraso técnico y científico, dada la poca presencia de las masas en la vida social, todavía este continente puede responder en forma tradicional, es decir, reafirmando el concepto y la práctica “elitaria” del arte...
J.G.E. publicó en 1969 el ensayo Por un cine imperfecto, momento en que el cine cubano celebraba sus más rotundos éxitos tras el estreno de Memorias del subdesarrollo y Lucía. El fragmento anterior ilustra por dónde discurrían las preocupaciones de su autor ante la posibilidad de que la cinematografía cubana se sumara al conjunto de aquellas que realizaban “películas de calidad” ―término irónicamente acuñado por los jóvenes críticos de la revista Cahiers du Cinéma en los años cincuenta para referirse a un tipo de cine asfixiado por su propia perfección formal―.
Más que a la disertación, la actividad teórica de J.G.E. se volcó a identificar los problemas a los que el cine cubano tendría que encontrar soluciones propias. Al deslinde entre las formas que socialmente asumía el arte y las contradicciones que de estas derivaban J.G.E. oponía una exhortación: “La primera y más elemental significación del término imperfecto es el rechazo más radical a la impotencia de hacer cine”.
Esta premisa teórica trasciende su filmografía particular y permea la obra de otros realizadores. Julio aportó ideas o colaboró en los guiones de Lucía, La primera carga al machete, Los días del agua, Viva la República, La bella del Alhambra, entre otros. Podría decirse que toda la obra creativa del ICAIC, al menos hasta 1991, experimentó su influjo.
A la luz de sus escritos, la heterogénea filmografía de J.G.E. se devela más coherente. Se entiende, por ejemplo, por qué un risueño relato costumbrista de Samuel Feijóo se convirtió en un filme de aventuras que es, a la vez, un cuestionamiento al cine de aventuras, aunque Julio explícitamente lo negara: “No se trataba de homenajes, (...) ni mucho menos de parodias a géneros”. Pero agrega: “No había que hacer otro cine sino buscar el nuevo en la confrontación con el viejo (...) Aceptar y rechazar. Como ocurre en todas las verdaderas confrontaciones, donde uno asimila al mismo tiempo que niega”. La coherencia develada no supone que cada uno de sus filmes sea un logro; se trata en casi todos los casos de una experimentación, de una incesante búsqueda.
Hay en Por un cine imperfecto ―su ensayo más difundido y comentado― un ineludible signo de época que el autor reconoce 25 años después:
Corrían los años sesenta (...) Parecía, de pronto, que el mundo se volvía joven. El colonialismo se desplomaba, la revolución era posible, trabajadores y estudiantes de países desarrollados desempolvaban sus inercias, las minorías de todas las tristezas al fin sonreían, las costumbres y el arte se transformaban y nos transformaban. Y luego, la utopía mayor: creíamos ser felices sin necesidad de ser egoístas. (...) Pero, oh, la vida, la vida no es una línea recta hacia el porvenir...
Ya remontamos los años noventa y comenzamos a avanzar por la segunda década del siglo xxi. A despecho de lo que soñábamos en los sesenta, no nos transportamos en aeronaves individuales por las megavías nubosas de una Habana futurista. Sin escafandras para la navegación cósmica, pero con nasobucos. A la alta tecnología, que en los años de la utopía mayor prefigurábamos como aliada para la consecución del desarrollo pleno, ahora se la usa para desarrollar candidatos vacunales con el anhelo de salvar millones de vidas, pero también ―y con culposo esmero― para retocar o eliminar las imperfecciones de la realidad, mediante Photoshop o los softwares de realidad virtual. Inconciliables como son en su paradójico contraste, tales empleos de la tecnología forman parte de nuestra actualidad.
Pero digamos que persiste una exhortación que la efeméride de hoy trae a primer plano: la de transformar ya no la imagen de la realidad, sino la realidad misma, a través de un proceso en que el arte, asumido como arma y exorcismo, debiera jugar parte importante. Permitamos que el propio Julio nos la recuerde:
El arte popular es el que ha hecho siempre la parte más inculta de la sociedad. Pero este sector inculto ha logrado conservar para el arte características profundamente cultas. Una de ellas es que los creadores son al mismo tiempo espectadores y viceversa. No existe, entre quienes lo producen y lo reciben, una línea tan marcadamente definida. El arte culto, en nuestros días, ha logrado también esa situación. La gran cuota de libertad del arte moderno no es más que la conquista de un nuevo interlocutor: el propio artista. (...) Esta situación, mantenida por el arte popular, conquistada por el arte culto, debe fundirse y convertirse en patrimonio de todos. Ese y no otro debe ser el gran objetivo de una cultura artística auténticamente revolucionaria.
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