Este 31 de diciembre el intelectual Alfredo Guevara estaría cumpliendo 95 años.
No siempre resulta correctamente entendida la condición del intelectual y su tarea y responsabilidades en la sociedad. Esto suele provocar incomprensiones y aislamientos, agrios juicios y fáciles conclusiones. Para algunos se trata de un representante tardío de la burguesía o de sus concepciones y costumbres, para otros el prototipo de la amoralidad, y no faltan los que le consideran tácitamente un mal necesario, personaje siempre propenso al liberalismo en el orden ideológico, a la excentricidad en el de las relaciones sociales, y sospechoso por todas estas razones.
Las relaciones entre el intelectual y sus contemporáneos no pueden basarse en la sospecha. Solo hay un modo adecuado de abordar los problemas que le conciernen, y de resolverlos, no desde fuera, sino en el marco del respeto que todo ciudadano merece. Ese “modo” no es ni nuevo, ni inaccesible. Es muy simple y puede ser muy fácilmente resumido: hay que tratar de comprender. Y es evidente que esto no es imposible. Pero puede serlo también. Todo depende de la actitud que adoptemos y de la autenticidad de nuestro espíritu revolucionario. No es extraño encontrar compañeros que saben usar grandes palabras, repetir fórmulas y remitirse en última instancia a los intereses de la clase obrera y sus objetivos históricos. En algunas ocasiones las grandes frases y fórmulas encubren la más completa indigencia ideológica, y no deben faltar los casos —y no han faltado—, en que semejante oropel oculta el oportunismo, las actitudes amplificadoras o sectarias, o cuando menos una gran falta de humildad. Y son precisamente estas posiciones y actitudes, y la conducta y fraseología que de ellos se desprende, elementos que inciden para crear o sostener el clima menos propicio a la comprensión.
El revolucionario verdadero, o que siéndolo ha alcanzado un cierto nivel de desarrollo ideológico, se planteará los problemas que conciernen al trabajo creador, o debe aprender a hacerlo de muy diversa manera. Sería muy cómodo y tranquilizador abrir alguno de esos diccionarios de lugares comunes de la filosofía o la cultura —y ni la filosofía ni la cultura en su conjunto resultan del lugar común—, buscar en una página cualesquiera definiciones y recomendaciones, y aprobar de una vez por todas caminos que nos resultarían un tanto áridos abordados de otro modo. Pero el comodismo y los tranquilizadores no son propios de los revolucionarios, y mucho menos de su vanguardia. Por eso se hace necesario estudiar y conocer, discutir y profundizar, rechazar la sospecha como método y evitar las descripciones facilistas y caricaturescas, las excomuniones y en general una inútil batalla sin principios, que ya bastante daño ha hecho —y la historia contemporánea se encarga de probarlo— al desarrollo de la cultura y, particularmente, de sus manifestaciones artísticas en los países socialistas.
No debemos olvidar tampoco el grotesco y triste espectáculo que ofreció la filosofía marxista —centro de nuestra ideología—, exudada por la repetición durante los años del stalinismo cultural.
La primera cruzada, en el terreno de la ideología, debe librarse contra los papagayos y hay dos modos de hacerlo: denunciando el papagayismo, y desterrándolo de nosotros mismos. La experiencia viva, inmediata, de la revolución cubana, y nuestra condición de protagonistas nos arma excepcionalmente para ello. Nuestra revolución es en esencia, y por su presencia, una lección de antipapagayismo. Pero su objetivo no se define por ser anti. Se define por ser creativa, por buscar y desarrollar nuevas iniciativas incesantemente, y por hacerlo en estrecha conexión con el mundo real y transformándolo. También la revolución ha resultado para algunos demasiado excéntrica al salirse de ciertos cánones “clásicos”; no han faltado quienes confunden el valor y la audacia, consecuencias de una justa valoración de las circunstancias internacionales, con el aventurerismo hasta se da el caso de quienes dejan entrever sospechas de una floración liberal.
La creación es siempre una fuente de riesgos y exige un valor y una audacia especiales, y ese valor y esa audacia son parte de la condición misma de sus personeros, no importa que se trate de un investigador científico o de un explorador, de un militante revolucionario, o simplemente de un artista. La voluntad de enriquecer el mundo ampliando y haciendo más compleja su realidad, descubriendo internas conexiones y rompiéndolas y recreándolas, está presente en todos los casos. Y en todos la aceptación del riesgo es denominador común. Nada hay más parecido que un revolucionario y un intelectual, o lo que sería más exacto, el revolucionario es, según mi modo de ver, la más alta floración de la condición intelectual.
¿Por qué entonces este divorcio práctico, tanta ceguera y tan poca comprensión, y hasta hoy, voluntad de entender? ¿Por qué la sospecha se hace fácilmente ley en algunos ambientes y sectores, y es adoptada sin mayor reflexión, y se convierte en fuente de nuevas confusiones y prejuicios, de distancia, agresividad e incomunicación?
Los procesos revolucionarios no son cuentos de hadas, novelas rosa o fórmulas matemáticas. Ni la magia ni el folletín o el cálculo exacto y cronometrado tienen nada que hacer en ellos. La revolución derrumba altares, deja que otros se desplomen, y levanta los que puede y sabe construir, pero debe aprender nuevas técnicas, vivir convulsos períodos, quemar sus manos en la experiencia y crecer y alcanzar la dimensión y la profundidad que exigen sus búsquedas. No se trata sin embargo de sentarse a esperar, o de contribuir silenciosamente con el ejemplo y el tacto, en tanto los prejuicios crecen, los preconceptos campean por sus respetos. Es necesario abordar los problemas cuando estos se plantean como tales y hacer un esfuerzo y una contribución que se traduzca en lucidez. No es posible esperar a que los prejuicios se conviertan en consignas. Hay que saber decir no a tiempo, y hay que decirlo.
Una larga y nefasta tradición de simplificaciones teóricas está en la base de prejuicios y malentendidos. Y una penosa historia de abusos burocráticos justificados mediante elaborados sofismas y francos disparates, exigió explicaciones publicitarias, comentarios y acusaciones, trabajos críticos más o menos deshonestos y añadió en definitiva confusión y oscuridad a problemas ya de por si complejos, paralizando el pensamiento crítico o aplastándolo en la gazmoñería apologética. Esta tupida selva de ignorancia y mentira, de falsas teorías pseudorevolucionarias, palabrería y demagogia, se interpone entre muchos honestos militantes revolucionarios y los intelectuales dedicados a la creación artística. Estos no pueden satisfacer la demanda de los militantes que pretenden, obtener peras del olmo y quedan de este modo defraudados. El intelectual pasa a ser considerado a partir de entonces, indiferente o apático, marginal e inaccesible, y por lo tanto inútil socialmente.
Si alguien se sienta al final de una cadena ensambladora de refrigeradores con la esperanza de recibir como culminación del proceso mecánico un par de zapatos, seguramente no obtendrá su objetivo por apremiante que este le resulte y, o marchará discretamente o armará una protesta que le conducirá sin duda al más cercano manicomio. Esto no invalida su necesidad de zapatos, pero hay un juicio claro y coherente sobre el producto que una ensambladora de refrigeradores debe rendir. En cambio, cuando un militante revolucionario, o una organización de masas, o zonas de la opinión pública marcados por los aparatos de publicidad o divulgación, reclaman del escritor del artista plástico, del compositor musical o del director cinematográfico, la apología al minuto de los sucesos de la actualidad nacional o internacional, las puertas del manicomio se entreabren como una amenaza, no para los que esperan convertir a los artistas en “traganickeles-ideológico-agitativos”, sino para los creadores que estupefactos se inhiben o rebelan. Tampoco en este caso resulta artificial la necesidad del comentario apologético o crítico y seguramente incluso muchos creadores pueden dar en ese sentido una cierta contribución por virtud de su disposición militante y dominio del oficio. Pero esta no es la regla de oro, y falso sería pretender aplicarla sin antes detenerse a valorar la situación y disponibilidad de cada artista, el sentido y orientación de su trabajo, su formación y la dirección de sus búsquedas, la significación que estas tienen para el movimiento cultural y no solo inmediata sino también mediatamente.
Si somos capaces de un grado mínimo de curiosidad y estarán prestos a penetrar ese mundo en el que lentamente surgen nuevas dimensiones de la realidad o se revelan sentidos hasta entonces ocultos, podremos también tender un puente de comprensión, desarrollar el grado de confianza y colaboración que acerca el artista al militante, y permite razonable y serenamente el aprovechamiento mutuo de igualmente valiosas experiencias vitales. Descubriremos cuánta falsedad y daño encierran los manoseados manuales sobre el arte y la literatura, sus retóricas y abstractas clasificaciones, el juego de las categorías y nomenclaturas que sustituyen el pensamiento crítico, la exaltación de las corrientes populistas y los casi reglamentos y “esbozos de decretos” sobre los deberes y función social del artista, elaborados burocrática y a veces inquisitorialmente, y propagados como modernas biblias. El arte y el trabajo artístico no pueden ser manejados con decretos y palabras de orden a según preceptivas. Su vitalidad y significación, el grado de complejidad que suponen, escapa a los manuales y catecismos, incluyendo a los que repiten citas de Marx o Engels cada veinticinco líneas. El estudio, la exploración, y las provisionales conclusiones que van sacándose alrededor del trabajo artístico solo tienen real validez cuando resultan producto de una investigación estética y sociológica serena y seria, fundamentada en hechos y análisis, y sujeta a las variantes que el desarrollo social, y el aporte de los creadores suponen. La verdad revelada es tema de las religiones, no del espíritu científico. Seguramente por eso Louis de Aragón señala con gran agudeza al referirse a los que esgrimieron impunemente el análisis de Engels sobre la obra de Balzac, convirtiéndolo en dogma, que “no comprendían que en este caso el ejemplo de Engels no está en el texto, en la frase sobre Balzac, sino en la conducta de Engels ante Balzac, y que seguir ese ejemplo no consiste en recitar una oración, sino en ser capaz, frente a otro hecho, de abordarlo con la inteligencia de Engels o de Marx”.
De todo esto puede inferirse, aun cuando andemos tras la verdad de “perogrullo”, que el trabajo artístico comporta un alto grado de elaboración y la capacidad, imaginación, sensibilidad y formación necesarios para producirlo. O lo que es lo mismo socialmente hablando, que los artistas y su trabajo merecen el respeto y la consideración de sus conciudadanos, y la atención de la sociedad, y de la revolución de que son parte. Es una pena que no pueda ahorrarme enunciar esta otra verdad perogrullesca. Y que deba empeñarme en subrayarla. No debe entenderse, sin embargo, que calculamos al artista intocable y marginal, o a todos los creadores en la misma posición y actitud o dueños del mismo nivel ideológico. Esto sería simplificar la situación y reducir a su absurdo un esbozo que pretende sobre todo fijar el grado de la complejidad que precisa reconocer a los problemas de la cultura artística y su tratamiento. Es en ese sentido en el que consideramos necesario establecer, y hasta promover, un respeto activo que supone la polémica y la crítica, y evita al mismo tiempo, la presión y el insulto.
No se trata pues de reclamar un silencio y serenidad beatíficos. Se trata de abrir y aun de ahondar el debate ideológico sin temores y sin límites, de hacerlo coherente y seriamente, buscando en extensión y profundidad las líneas más justas y los análisis más completos. Y de armarse para este proceso con una adecuada formación, que ha de comenzar por una información igualmente adecuada. De otro modo la tentación de la fuerza puede hacerse inevitable y causar incalculables daños, temporal silencio e irrecuperable empobrecimiento espiritual. En el terreno de la cultura no cabe expresarse por consignas, o hacer el juego a la provisional ignorancia de las masas, desencadenando reacciones de las que tarde o temprano ellas mismas pedirían cuentas. El riesgo es inevitable. Bastaría fijar algunos puntos con extrema claridad: 1) el arte y el trabajo artístico constituyen una especialidad; 2) la crítica de esa manifestación del trabajo humano, de su valor estético e importancia social, no debe ser abordada sino desde posiciones calificadas, y en consecuencia exigirá de sí misma un elevado nivel de información y densidad ideológica.
Es curioso que debamos detenernos en estas reflexiones y proposiciones. En general no aparecen espontáneas vocaciones críticas respecto de la ciencia y de sus manifestaciones, o del trabajo de investigación técnica en general. El arte debe afrontarlas, en cambio, independientemente del desarrollo cultural e inclusive de la instrucción de sus apologistas o detractores, y en la mayor parte de las discusiones de orden teórico alrededor de su naturaleza y supuestos deberes aparecen siempre ingredientes de ignorancia y confusión. Esto se explica por dos razones. Las manifestaciones artísticas se dirigen generalmente a todos los posibles espectadores, o en el caso de la literatura a cuantos saben leer y pueden adquirir un libro. La gente de cine sabe que cada espectador es un crítico potencial. Los tratados de matemáticas, los experimentos de física o las búsquedas que se ayudan en las calculadoras electrónicas pueden igualmente afectar la vida de todos los hombres, pero lo hacen indirecta y medianamente a través de objetos y productos, de nuevas condiciones de vida, y posibilidades de muerte. El consumidor puede rechazar la calidad del producto o lamentar la escasez de otro, y el ciudadano enterado y activo conoce de la importancia del átomo, de los peligros que comporta de las posibilidades que abre. Pero en general no se juzga a los científicos desde la ignorancia sobre su especialidad. A un lego no se le ocurrirá jamás opinar sobre la física cuántica. En cambio, la literatura y el cine, la música y la arquitectura y escultura, la danza o el teatro llegan en forma más directa y provocadora. No solo expresan enriquecen el mundo de imágenes e ideas, desencadenan, cuando resultan logradas, nuevas reflexiones o experiencias, y resultan, de hecho, un choque con la propia imagen o el descubrimiento de lo desconocido. Estas características fijan la ilusión de que la cultura artística puede y debe ser discutida exhaustiva y productivamente a todos los niveles, sin necesidad de tomar en cuenta, previamente, la especificidad de su elaboración o la complejidad del producto terminado, no solo como motivo de satisfacción inmediata, sino, sobre todo, como aporte, o simplemente como testimonio. Esa es también la clave de prejuicios que, en no pocas ocasiones, se confunda el gusto propio y a veces prejuicios y conformaciones ideológicas primarias con leyes de la estética marxista. El sociologismo hace su aparición: y a falta de un análisis en profundidad se cubre el vacío teórico con las fórmulas manidas que ofrecen manuales y supuestos divulgadores. Reader’s Digest tiene sus representantes en el socialismo. La obra de arte debe reflejar la realidad inmediata y su problemática, aportar soluciones colectivamente elaboradas y discutidas; quedar estructurada clara y orgánicamente con un criterio definidamente pedagógico, de modo tal que pueda ser asimilada sin mayor esfuerzo; exaltar “el héroe positivo”, evitar toda valoración de su contrapartida, y de ser posible explorarla; y reservar un capítulo, varias escenas, o el mejor ángulo del lienzo para alguna consigna de agitación y actualidad. Es así, en una mayor o menor medida, como llega a entenderse la significación social del arte: el artista debe ser reportero de prensa y pedagogo, orientador de la juventud y agitador político. El artista y su obra quedan de este modo comprometidos con la actualidad. Y si no la abordan de inmediato y sistemáticamente no parecen revolucionarios y pueden ser rechazados como extraños a nuestra época.
En realidad, el artista y su obra están comprometidos con su época, y en nuestro caso muy concretamente con la revolución. No pueden ser indiferentes a ella, y no solo porque no deban. La neutralidad es ajena a los períodos revolucionarios, y ni siquiera es posible en otros momentos. Pero el trabajo artístico supone una larga, paciente y compleja elaboración, y un proceso de asimilación y sedimentación que puede ser inclusive el único resultado del esfuerzo de toda una corriente o tendencia y hasta de una generación. El experimento y las búsquedas, inclusive formales —la esencia de una búsqueda es siempre expresar clara, o más profunda y penetrantemente—, la confrontación y el sistemático trabajo crítico, no le son ajenos. Es necesario comprender esto. No para llenarnos de benevolencia sino para partir, en el análisis crítico, de posiciones justas y sobre todo reales. La crítica podrá entonces encontrar sus canales y promover discusiones constructivas. Y por este camino contribuir a superar situaciones, y muy puntualmente la ausencia de diálogo.
Ese diálogo y las condiciones en que debe producirse debe ser motivo de cuidadosa y sistemática atención. Estas notas pretenden de algún modo destacar su importancia y los riesgos y perjuicios que se desprenden de su ausencia, o los que traería una torcida concepción del método de trabajo en un terreno tan complejo como el que supone la preocupación por el desarrollo de un movimiento cultural digno de nuestra época y de las hazañas de nuestro pueblo.
¿Debe entenderse entonces que solo el prejuicio y la falta de información, o falsificaciones teóricas largamente divulgadas, resultan la causa de que un diálogo necesario y deseado permanezca como proyecto, o de que ni siquiera se plantee?
No son pocos ni leves los errores cometidos por las organizaciones profesionales, ni creo también poco que podamos o debamos “idealizar” o “barnizar” la situación del movimiento cultural cubano contemporáneo. Esto no sería una buena y ni siquiera una honesta contribución a la apertura del diálogo, a asegurar su valor y utilidad práctica. Pero no es posible tampoco analizar una muy concreta situación a base de generalizaciones, o borrando la historia y las características de un proceso cultural que ha dado y ofrece importantes aportes a la formación de nuestra nacionalidad, y que con sus armas específicas, y en la medida de su significación, fue capaz también de movilizarse y alinearse en la lucha por el triunfo de la revolución. Y esto es lo que considero urgente subrayar. Porque no son limitados comprimidos ideológico-caricaturesco al estilo comics los vehículos adecuados para analizar críticamente los problemas de la cultura o las realizaciones de los creadores. Y mucho menos para iniciar procesos de intención. La utilización de estos métodos supone penosas subestimaciones. Y prueba una vez más que el diálogo es necesario, y que necesario es abrir la posibilidad de que este se produzca en un clima adecuado.
(Tomado del sitio web del Festival de Cine de La Habana)
Fuente: Revolución es lucidez, Ediciones ICAIC, La Habana, 1998, pp.167-174.)
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