La mendicidad digital es tan vieja como la internet, pero más molesta ahora que cuando empezó. Lleva más de 20 años en línea y ha servido para todo tipo de causas, hasta que aterrizó directamente en la política para reducir casi cualquier encuentro humano al acto y al arte de pedir con exageraciones y engaños.
Hay mecas para los cibermendigos como el sitio Cyberbeg, que desde 2002 lleva un registro de cientos de miles de anuncios que van desde ayudar a individuos con urgencias reales o proyectos artísticos muy costosos necesitados de mecenazgos colectivos, hasta estafas descaradas.
Solo en el día de ayer esa plataforma había recaudado más de 164 000 dólares de las almas caritativas, que prefieren ayudar directamente a una persona por las más disímiles causas que a organizaciones con tormentosas burocracias.
A diferencia de los que viven en la calle, los cibermendigos suelen ser clasemedieros. Karyn Bosnak, la pedigüeña más conocida en las redes, tenía una pasión desenfrenada por las joyas Gucci y acumuló un total de 20 000 dólares en deudas mientras trabajaba para la televisión en Nueva York.
Pidiendo dinero pagó lo que debía y rentabilizó la experiencia. Escribió libros y subastó los derechos de una película. Con el portal My Free Implants (Mis implantes gratis) aparece la primera red social –hay otras– cuyo objetivo es poner en contacto a mujeres que quieren operarse los pechos o los glúteos con hombres dispuestos a pagárselos, y que esconde un poco sutil negocio de prostitución.
Pero los campeones del descaro de la mendicidad digital fueron los que inventaron el Nophone (el Noteléfono) y prometían fabricar un pedazo de plástico negro, con la forma y el tamaño de un iPhone, para llamar la atención sobre la adicción a los móviles. ¿Por qué usted debe darnos dinero por él? Sencillo. ¿Tiene cámara? No. ¿Bluetooth? No. ¿Hace llamadas? No. ¿Resiste una caída al retrete? Sí. Obtuvo en dos semanas 18 316 dólares y ahora el proyecto es una empresa –sin mucho éxito, hay que reconocer–.
Se estima que la cantidad perdida por estafas de distinta índole en internet, incluida las falsas o cuestionables demandas de ayuda, ascendieron en el mundo, durante la pandemia, a 47 800 millones de dólares. La empresa ScamAdviser, que elabora informes anuales al respecto, señaló en febrero de este año que es probable que la cantidad de estafas y dinero perdido sea solo una pequeña fracción del tamaño real del fraude en línea. Según el país, menos de tres por ciento y hasta 15 por ciento de los consumidores denuncian una estafa de este tipo.
En el negocio de la desinformación ganan dinero los pedigüeños y las plataformas tecnológicas.
¿De qué depende que un influencer tenga más contribuciones directas y reacciones que otro que hace lo mismo? Normalmente de los decibeles que logre ponerle al discurso de odio. Los creadores de contenido digital que piden dinero a sus audiencias, sobre todo los que se dedican a la política, generan más respuestas emocionales y más voluntarios a financiar las causas doblemente perdidas.
En Estados Unidos, gran incubadora de las tendencias en internet, las narrativas sobre clases medias enfrentadas a élites mundiales y locales, junto con abundantes dosis de racismo y sexismo y desdén por las instituciones tradicionales, con charlatanes pidiendo dinero por dejarse oír, dieron forma a posicionamientos contradictorios entre sí, pero eficaces para construir imaginarios y movilizar al pueblo blanco de la nación. Por ese camino los estadounidenses llegaron a la presidencia de Donald Trump y al asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021.
La desinformación y la narrativa polarizante no es el regalo que nos hacen predicadores altruistas. Hay miles de personas a las que internet les ofrece nichos donde hacer causa común con personas que no encontrarían en su vecindario, en encuentros cara a cara o en los foros abiertos de las plataformas sociales. El afán de ganar dinero caritativo en unas comunidades conspirativas condujo a la teoría loca de QAnon, por ejemplo.
Estos miserables 2.0 están muy lejos de los verdaderos necesitados y muy cerca de las ventajas de los algoritmos, que son adictivos por diseño y aprovechan los desencadenantes emocionales negativos que desatan el exhibicionismo, la desinhibición y la sensación de impunidad. Miami es la capital de este comercio. Pero esa es otra historia.
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