La noticia se esperaba por muchos. Durante varios años, diversas instituciones nominaron a Manuel Herrera Reyes (1942) al Premio Nacional de Cine. A pocos meses de cumplir ocho décadas de vida, el director de obras como Zafiros, locura azul (1997) o Bailando cha cha chá (2004) recibió en este 2022 el mayor reconocimiento que se concede en Cuba a un creador del ámbito cinematográfico.
Aunque confiesa que nada ha cambiado en él, agradece que los miembros del jurado hayan apostado por reconocer «la obra de la vida y su gran aporte al cine cubano».
Este diálogo nos remite a su quehacer en el ICAIC, donde ha laborado en varias de sus áreas.
Manuel, usted se vincula al ICAIC a través de la Revista Cine Cubano. ¿Quiénes formaban parte del equipo editorial en ese entonces? ¿Qué labor realizaba usted?
En aquel momento solo tres personas asumíamos la labor de recolectar los artículos, hacer las pruebas de galera, montar y compaginar la revista, y a mí, además de participar en lo anterior, me tocaba llevarla a la imprenta, recogerla impresa, cargarla en el camión y descargarla en la Distribuidora. Tres mil ejemplares pasaban por mis hombros subiendo y bajando de un camión.
El ICAIC, a finales de los sesenta, ocupaba solamente algunas habitaciones del tercero y el quinto piso, pues compartía el edificio con oficinas de abogados y gabinetes de dentistas. La revista quedaba en la primera oficina del tercer piso, a mano derecha. Allí sustituí a Humberto Solás, quien, una vez terminado mi corto adiestramiento, siguió su camino buscando la dirección cinematográfica. Como única herencia de su paso por la revista, me dejó un lápiz.
Comenzábamos a emplanar el número tres con dos personas maravillosas. Olga Andreu, una mujer extraordinaria por su sencillez, inteligencia y sensibilidad artística, que por aquellos tiempos estaba casada con Tomás Gutiérrez Alea (Titón), y cuyos consejos me ayudaron mucho a enrumbarme en este trabajo; y la arquitecta Selma Díaz, quien se destacó en la construcción de las escuelas de arte y otras obras arquitectónicas antes y después de su paso por la revista. Una gran cinéfila, conocedora y amante del cine francés de la nueva ola.
Manuel Herrera
Yo tenía entonces diecisiete años, un mundo de entusiasmo y un cerebro dispuesto a absorber cualquier aprendizaje. Era un momento en que se trabajaba intensamente en el ICAIC. A veces nos daba la madrugada trabajando en cosas que no nos correspondía, porque nos ayudábamos todos.
Alfredo Guevara dirigía la revista, y en un equipo de creadores que se me antojan como una especie de asesores, estaban Saúl Yelín, Eduardo Manet y José Massip, estos dos últimos enfrascados en su obra como directores, y Saúl conformando lo que sería el departamento de Relaciones Internacionales.
¿Qué le aportaron al futuro asistente, guionista y director esos años en la publicación?
En realidad, fue poco más de un año y fue la mejor vía por la que me pude incorporar al ICAIC.
Como he dicho en otras ocasiones, llegué a La Habana con una cultura provinciana a batirme con gentes que tenían ya un fogueo como intelectuales. Aunque Santa Clara es una ciudad de gran desarrollo cultural —siempre lo ha sido—, muchas cosas, sobre todo las relacionadas con el cine, me eran desconocidas. En la revista, obligado a leer materiales de diversa procedencia y gracias a las conversaciones con mis compañeros, fui adentrándome en el mundo del cine en serio. Fue además el enlace directo con la Cinemateca de Cuba, que me aportó el mundo de las imágenes.
En la revista me puse en contacto con la obra de los teóricos del cine, sobre todo Georges Sadoul y los principales autores franceses, y con las revistas de cine que se alejaban de la frivolidad de Cinema o Fusté show, que eran las que circulaban en Santa Clara. Con mi pobre inglés y mis muchas necesidades, me quedaba al terminar mi horario de trabajo para leer Sight and Sound o a tratar de enterarme qué decía Cahiers du Cinéma, Positif o Image et Sound, porque aún no había estudiado francés. Fue más adelante que, para poder leer estas revistas, aprendí ese idioma.
Terminado mi trabajo, me iba al cine Chaplin —que por entonces había cambiado de nombre, y ya no se llamaba Atlantic, sino Cine de Arte ICAIC— a ver algunos de los filmes clásicos que ofrecía en sus ciclos la Cinemateca de Cuba, y de paso vocear en el lobby algunos números de la revista, aunque para ello me volara la comida de la casa de huéspedes. En definitiva, tenía más hambre intelectual que física.
En el terreno práctico aprendí a ser cuidadoso con mi trabajo. Aprendí cómo se debían recortar las fotos marcando por detrás un semillero de complicadas líneas de medidas para que no se distorsionaran; cómo recortar los textos y componerlos de manera armónica, siguiendo ciertas reglas que facilitan al lector el aprovechamiento del texto, sin fatigas inútiles y utilizando para pegarlos una goma, para mí hasta entonces desconocida, que tenía la mágica virtud de pegar los textos y poder despegarlos cuando fuera necesario, sin que el emplane sufriera deterioro, y que respondía a un nombre tan misterioso como sus cualidades: Pegamento 850.
Fue en la Revista Cine Cubano donde entablé contacto con Joris Ivens. Sabía que daba un seminario para jóvenes asistentes de diversas especialidades del cine, y ni corto ni perezoso le plantee mis necesidades de aprender. Aceptó de buen grado, y me dijo algo así: «Los mejores directores de la nueva ola francesa salieron de Cahiers du Cinéma», y se rio de su propia ironía. No le dije nada a mis compañeros; temía que no me permitieran asistir. Fue un seminario largo, pero el mejor que he tenido en mi vida.
Muchos han referido que durante esa época el ICAIC era un espacio propicio para la superación personal, para el intercambio de experiencias y aprendizajes, y un centro aglutinador de ideas y debates sobre el arte y la cultura. Pero, ¿cómo usted lo recuerda?
Con mucho agrado. No existían escuelas de cine en Latinoamérica. Para estudiar cine había que ir a Europa o Estados Unidos. En los países socialistas había escuelas muy famosas, pero Alfredo Guevara siempre se negó a que los jóvenes del ICAIC fuéramos al extranjero a estudiar. Pensaba que las influencias extranjerizantes no eran buenas para gentes que se iban a formar como artistas, pero sobre todo que, separarse del país, era perderse un momento fundamental de la Revolución. Una formidable experiencia que después no podías asimilar ni aunque te la contaran. Era una época de un movimiento de tal magnitud, que perdérselo podía resultar en una gran falla en nuestra formación.
Una de las alternativas fue el encuentro y la discusión de nuestras obras, de obras universales o de cuanta película se estrenara en los cines habaneros. Nos reuníamos los viernes de cada semana, el personal artístico, y los lunes todo el personal del ICAIC para estas sesiones de discusión. La Biblioteca ICAIC era el escenario para reunirnos cuando algunos de los problemas de la cultura cubana, o conflictos de cualquier índole enfrentados por la Revolución en aquel momento, lo merecían. Allí se discutieron, lo mismo las polémicas de los sesenta, la crisis provocada por el Congreso de Educación y Cultura de 1971, que el asesinato del Che en Bolivia o las problemáticas del plan Cóndor. Hoy ese espacio se ha recuperado, y creo que, por su valor para la cultura cubana revolucionaria, debe ser considerado un sitio patrimonial y llevar una placa que recuerde su importancia a los visitantes y las generaciones futuras.
Otro modo de enfrentar este dilema fue proporcionarnos cursos que eran impartidos por las personalidades que nos visitaban. Con el impulso de la curiosidad por la Revolución o estimulados por el extraordinario trabajo de Saúl Yelín en las relaciones internacionales, nos visitaron, entre otros, el ya mencionado Joris Ivens, Chris Marker, Agnès Varda, Roman Karmen, Theodor Christensen, Armand Gatti, Mario Gallo, Cesare Zavattini, Yevgueni Yevtushenko, Wolfgang Schreyer, Vanessa Redgrave, Peter Brook, Natasha Parry, Otello Martelli, Serguéi Urushevski, Sergio Véjar, Mikhail Kalatozov, Óscar Torres, José Miguel García Ascot, Vladimír Čech, Kurt Maetzig, Tony Richardson, Andrzej Wajda, Ugo Ulive… Todos ellos nos brindaron sus conocimientos mediante talleres, encuentros o clases magistrales, método que identifico como similar al empleado después por la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV). La lista de nuestros profesores puede ser mucho más larga, ya que también figuraban los cubanos Vicente Revuelta, Raúl Martínez, Leo Brouwer, Juan Guevara, entre otros.
Encuentro de cineastas latinoamericanos
Todos contribuyeron decididamente al avance del cine cubano, sobre todo el documental. Su influencia en nosotros fue decisiva. Carnet de baile, ¡Cuba, sí!, ¡Saludos, cubanos!, La isla de la libertad y Ellas contribuyeron decididamente a liberarnos del espíritu neorrealista que impregnaba Esta tierra nuestra o La vivienda y sembraron en nosotros el documental de ideas.
Ivens se quedó un tiempo entre nosotros. El elemento más interesante de sus talleres fue su manera de enseñarnos a reconstruir la realidad, a pensarla como cineastas que debíamos absorberla para luego internamente procesarla y devolverla a través del prisma de nuestras concepciones de la vida. Nunca nos enseñó a hacer un plano, siempre a pensar en el plano, a pensar en la película. Pero el principal factor modelador de mi generación fue el constante y abnegado trabajo de Theodor Christensen como asesor artístico de nuestros documentales. Christensen compartió con nosotros angustias, vicisitudes y alegrías. En un país amenazado y en lucha contra una superpotencia. Nunca pretendió dirigir nuestro documental, era un pedagogo en toda la extensión de la palabra, y se colocaba siempre en el lugar de los alumnos, ayudándoles a buscar el mejor modo de expresar sus necesidades creativas. Tal poder de desdoblamiento no se encuentra a menudo. Al morir, nos dejó un vacío que tardaríamos en superar.
Pero junto a ellos estaba el trabajo de Julio García Espinosa en los guiones. Su dominio de la dramaturgia hizo que nuestros guiones fueran más sólidos al contar una historia. Tampoco quería hacer su película; sabía situarse en el lugar del otro y ayudarlo a encontrar el camino para el abordaje de la historia. Lograba llevar las ideas del realizador hasta sus máximas posibilidades. Y en nuestros debates era un moderador eficaz, pues abría el camino a la discusión y la llevaba, como él decía, «sacándole el aceite a la aceituna», y como por arte de magia las ideas brotaban espontáneamente. Sin embargo, la personalidad del creador, su independencia creativa, se mantenía. Eran fuertes discusiones, a veces fuera de tono. Pero uno trataba de poner lo mejor de sí en su obra para que no lo metieran en la maquinita de moler carne de los viernes.
Realmente fue una época de riqueza intelectual, de gran movimiento de ideas, donde nos poníamos al día en cuanto al cine mundial o debatíamos los grandes problemas de la nación. El dinamismo de estos momentos en el ICAIC no se daba en otras esferas de la cultura. Pero esta realidad no estuvo exenta de luchas, tanto dentro del ICAIC, como de otras que provenían de fuera de la institución, pues resultaba inconveniente tal riqueza de pensamiento y se huían de este «como alma que lleva el diablo».
Fungió como asistente de dirección de grandes creadores del cine cubano. ¿Qué experiencias tomó de ellos?, ¿cómo asumió las herencias que cada uno dejaba en usted?
Trabajé con Raúl Molina, Vladimír Čech, Tomás Gutiérrez Alea y José Massip. Cada uno con una personalidad diferente y con su modo de hacer. De todos ellos, fue Massip quien mayor libertad me otorgó y me permitió dirigir algunas secuencias. Guantánamo, filme donde coincidimos, era una obra muy experimental, y Pepe sabía que ese era un terreno en el que me movía, de ahí que conversáramos mucho creativamente, me permitiera hacer algunas entrevistas y convertirme en una especie de director de segunda unidad que dirigía secuencias, previo acuerdo con él, por supuesto. Dirigí las filmaciones de la entrada de los obreros cubanos a la base naval, escenas en los prostíbulos que aún existían, entrevistas en el cementerio y otras que se me nublan en los recuerdos. Aún considero que esa es una película que se adelantó a su tiempo.
Con Raúl Molina fue la aventura de subir al pico Turquino cargado de equipos, que en la época eran muy pesados. Era un documental, Juventud —que pretendía ser de largometraje, pero no resultó—, y se iba improvisando sobre la marcha. Debo decir que Raúl era muy receptivo con las ideas que le brindábamos, y eso me obligó a pensar creativamente. Con Vladimír Čech fue un trabajo enteramente profesional. La dificultad del idioma, más la cerrada estructura con la que trabajaban los equipos del campo socialista, no abrían posibilidades a un acercamiento que permitiera lograr una identidad con el director y sí con la directora asistente (segundo director, la llamaban) Vera Tichjacovà. Pero con ellos aprendí cómo hacer profesionalmente un filme, cosa que me valió de mucho cuando años después dirigí Capablanca. También siento, a la distancia, que hubo subestimación de nuestras capacidades, lo que provocó algunos incidentes.
En el Turquino
Ser asistente de dirección en estos años no era participar creativamente con el director. Nos ocupábamos del trabajo de organización de todos los departamentos y esto no nos dejaba mucho tiempo para otras cosas. Había un solo asistente por película y debíamos ocuparnos de todos los departamentos, recibíamos las ideas ya hechas o elaboradas entre el director y el director de fotografía (no existía el director artístico). En el caso de Titón, tenía algunos amigos en los cuales confiaba y con ellos discutía, y las películas suyas en que participé no fueron las más interesantes artísticamente hablando. Era un hombre sumamente organizado, planificaba el rodaje y rara vez improvisaba, y esto para mí fue fundamental. La organización del trabajo da al director el tiempo suficiente para la elaboración artística del filme.
Eso me quedó como experiencia, aunque ya mi carrera de contador me había dotado de cierto sentido para la organización que apliqué en los rodajes, lo que me valió de mucho, no solo en filmaciones, sino en otros trabajos como la dirección de la Cinemateca de Cuba o la presidencia de la Federación de Cineclubes de Cuba. Con Titón trabajé en Historias de la Revolución, en el cuento «Santa Clara», una colaboración más bien espontánea. En Las doce sillas fui segundo asistente. Más tarde trabajé en Cumbite y en la prefilmación de Una pelea cubana contra los demonios. De todas, fue en Cumbite y Una pelea… donde estuve más cerca de él, por ser el primer asistente. Aunque en Una pelea… solo estuve un tiempo en la prefilmación.
Todas estas experiencias me brindaron el conocimiento de la mecánica de un rodaje y el saber conducir un equipo de trabajo.
Después, durante las décadas de los sesenta y setenta se inicia en la dirección, principalmente de documentales de corte científico. Hoy, cuando vuelve a ellos, ¿cómo los ve?, ¿qué le recuerdan?
Desgraciadamente, los documentales que realizamos en Científico Popular se han perdido en su mayoría. No he vuelto a ver ninguno de ellos. Solo tengo recuerdos, y son en su mayoría agradables.
Éramos un equipo de gentes muy jóvenes que aspirábamos a convertirnos algún día en directores y pasar al departamento que llamaban «documentales artísticos». Mientras tanto debíamos morder en la parte más dura del documental: el documental didáctico. No obstante, nuestro interés en el cine, como grupo, nos llevaba a buscar nuevas vías y formas para enfrentar nuestro trabajo. En mi caso recuerdo con agrado casi todas las cosas que hice, ya fueran más «estériles», como en Macheteros de vanguardia, donde solo tuve que filmar un plano larguísimo, en cámara lenta, de un machetero, de los considerados héroes del trabajo por su productividad. La finalidad era estudiar sus movimientos para que los imitaran el resto de los macheteros y que fueran más productivos. Nada, disparates de la época.
Éramos un grupo de muchachos que no rebasábamos la veintena de años. Yo hice mi primer documental, Cría porcina, a los veinte años. Ya puedes imaginar por el título el tipo de documental que era.
Nos dirigía Estrella Pantín, una muy eficiente y dura funcionaria que llegó al ICAIC con el aval de haber sido jefa de despacho de un ministro. Estrella metía miedo por su carácter de mujer solitaria, pero en el curso de los años he llegado a comprenderla y a sentirla como una gente que nos tenía y a quien teníamos un gran cariño, y a quien mirábamos y respetábamos como a una maestra.
Recuerdo con mucho agrado mi documental Granel, donde sin una línea de texto y con muchos carteles narrábamos el proceso de almacenamiento y embarque del azúcar a granel. Fue identificado por la crítica como una «suite mecánica» o Ganado, y descrito por un funcionario como «la canción protesta de los monteros». Esto, porque los monteros —así llamados los vaqueros criadores de ganado— criticaban la nueva forma de atender el ganado en cuartones que no permitían la actividad ruda y salvaje de sus trabajos. De más está decir que este funcionario voló adonde Alfredo Guevara para que «prohibiera aquel engendro». Alfredo no le hizo ningún caso y meses después este sujeto voló con una maleta llena de dinero en un país donde había ido a comprar equipos, perdiéndose en la noche de los tiempos. Más tarde, la vida demostró que los monteros tenían razón.
Rodaje de Ganado
Y sobre todo recuerdo Valle del Cauto, un documental con una poética muy especial.
A Científico Popular fue a dar Nicolasito Guillén Landrían en uno de esos momentos de castigo por sus travesuras, y allí hizo sus documentales Taller de Línea y 18 y Coffea Arábica. Fue un compañero más entre nosotros, con su voluntad de hacer del cine un arte no contemplativo. Su mundo estético no nos era ajeno, pero se apartaba de lo que nosotros buscábamos. Aún recuerdo sus discusiones con Santiago Álvarez, que era nuestro asesor.
En su filmografía hay una obra que constituye parte de la memoria popular de miles de cubanos, Zafiros, locura azul. Cuénteme acerca de su realización. ¿Estaba consciente del impacto que iba a tener el filme?
Para nada consciente. Creo que nadie puede esperar un éxito de esta naturaleza. Solo esperaba que se cumplieran los objetivos que me había trazado.
Como rodamos en pleno período especial, época en que sentía que había una angustia colectiva por el día a día, me propuse que al menos durante un par de horas la gente desconectara, riera y olvidara las tensiones. Y, por otra parte, recuperar Los Zafiros para la cultura cubana, pues hacía alrededor de treinta años que habían desaparecido, no solo de la radio y la televisión, sino hasta de las vitrolas.
Su rodaje fue difícil y controvertido. No disponíamos de un presupuesto muy holgado. Lo que era un estímulo a la imaginación para resolver los problemas que el rodaje planteaba.
Fue la primera película de largometraje rodada en una forma enteramente independiente, única hecha así hasta ahora en 35 mm, y eso se paga. Y para colmo, rodada con capital de una empresa de cubano-norteamericanos asentados en la Florida. Buscábamos estrechar los lazos de amistad entre ambas orillas del canal de la Florida sin encontronazos políticos. Sin saberlo, estábamos en el vórtice de una tormenta. Sufrimos presiones de todo tipo. Para la política del ICAIC, en esos momentos era extraña la existencia de una película independiente. Y cuando empezó a apuntar el éxito que tuvo, se trató de minimizar su distribución. No voy a abundar en detalles.
No se aceptaba que un filme rodado fuera del sistema institucional del cine cubano tuviera ese éxito. Hasta el momento, todos los largometrajes de ficción producidos fuera del ICAIC habían sido un fracaso, tanto de calidad como de público. Con Zafiros…, el ICAIC pudo haber hecho una maniobra y sumarse la película, porque sus cerebros creativos procedíamos de este organismo, pero lejos de eso, aquella administración se metió en una lucha que en un final era contra los espectadores, y tuvo que mostrarla, aunque con una exhibición limitada, algo que tuvo incidencia en la cantidad de público que fue a verla. Esto hace que las estadísticas hoy, en mi concepto, no reflejen la verdadera calidad de la película.
Y para colmo, en su exhibición en La Florida fue boicoteada por grupos de personas que incluso «piquetearon» frente al cine, porque la asumieron como una maniobra «castrista». Pero, tanto allí como en Los Ángeles, en Huelva, en Cartagena, en Brasil o en México, siempre se exhibió a cine lleno.
Tiempo después, Juan de los muertos tendría que luchar por lo suyo, aunque con otra administración. Y en este caso, amparado en una repercusión internacional y popular, aunque con las mismas limitaciones. Pero, a no dudarlo, Zafiros, locura azul, Viva Cuba, Personal Belongings y Juan de los muertos (en orden cronológico) fueron el parteaguas que condujo hacia el Fondo de Fomento del Cine Cubano y la comisión fílmica, o lo que es igual, a la liberación de las fuerzas productivas.
Los propósitos del filme se cumplieron y fueron ampliamente superados. Los espectadores cubanos hicieron suya la película y la han convertido en una película de culto. Piden su proyección, tanto en cine como en televisión. Para los críticos no es una película de culto, pero lo es para el pueblo, que es donde estimo que se realiza verdaderamente una película de culto. Y como he dicho en otras ocasiones, con una mala copia que es difícil de apreciar. Y pienso que tal devoción, tal reclamo, en este veinticinco aniversario de su estreno, merece una buena copia que mostrar al público, pero desgraciadamente hacerlo no está en manos del ICAIC.
Como si fuese un viaje a la semilla, durante varios años regresó a sus años iniciales y presidió la Federación de Cineclubes. ¿Qué labor desarrolló allí? ¿Siente que aportó al quehacer de la misma?
Mi labor fundamental al frente de la Federación fue suicidarme como presidente. Cuando asumí el cargo, los estatutos establecían que el presidente debía ser una figura del cine, y el secretario, un miembro del ICAIC. Pero en la práctica, salvo Santiago Álvarez como presidente y Mario Piedra como secretario, el resto de los equipos no habían tenido el necesario contacto con los cineclubistas, que se quejaban de esta situación. Una asamblea en Santa Clara en 1999 decidió poner fin a esto y me eligió como presidente. También el cargo de secretario dejó de pertenecer a un funcionario del ICAIC. Yo siempre había pensado que estos cargos debían ser ocupados por cineclubistas, quienes conocían al dedillo sus problemáticas. Y una vez electo, enfoqué mi trabajo en esa dirección.
Como es natural, Alfredo reaccionó contra esta situación y no reconoció al ejecutivo electo, sino que trató de conformar otro, alegando que había sucedido ciertamente una violación de los estatutos, lo que nos colocaba en una especie de golpe de Estado. Pero el ejecutivo fue reconocido por la Federación Internacional, aunque en lo interno siguió en una especie de tierra de nadie. Alfredo se encontraba presionado por otros problemas que debía enfrentar, y en lo personal esta situación repercutió en mi proyecto Síndrome del Mariel, contra el cual arremetió de forma descarnada e incluso intentó desacreditarnos en un artículo, en respuesta a otro publicado por El Nuevo Herald. Pero no tuvo tiempo de desenredar esta pita, y la nueva administración no quiso comprometerse con Síndrome… (tampoco le interesaba mucho el cine independiente). Pero sí abrió paso a la liberalización de la Federación, que pudo elegir en asamblea, ante mi renuncia, a uno de sus miembros más destacados, Miguel Secades, como presidente.
Es lo que había deseado y por lo que había trabajado al frente de la Federación. Siempre soy y seré un cineclubista. Disfruto con el mundo que ellos proponen y con los filmes que hacen. En ese sentido, la vida me ha premiado por permanecer siempre junto a ellos, que me han elegido miembro de honor de la Federación. Y a ellos les agradezco que me hayan nominado sin cansancio para el Premio Nacional de Cine durante no sé cuántos años. Y que, con orgullo, Retrato de un artista siempre adolescente haya obtenido dos premios de la Federación. Y, para ser más cineclubista todavía, estuve siete años al frente de la Cinemateca de Cuba, que no es más que un cineclub gigante.
El pasado 16 de marzo conocimos la noticia de que merecía el Premio Nacional de Cine 2022 y usted fue recibido en la sala Héctor García Mesa, en la antigua sede de la Cinemateca de Cuba, donde declaró que le resultaba un lugar de muchos recuerdos. ¿Podría referir algunos de ellos?
En primer lugar, los trabajadores de la Cinemateca de Cuba. Es el equipo de personas más consagrado y leal a su trabajo que he conocido. Trabajamos en condiciones muy difíciles, solamente te digo que teníamos tres computadoras para catorce investigadores, y ellos se las administraban viniendo a trabajar, la mayoría de las veces, por la noche. Cuando montábamos una exposición o alguna actividad que requería movimiento, ellos eran los primeros en participar. Elaboraban ideas, proponían eventos. Tony Mazón, el programador, a quien he llamado el alma de la Cinemateca, tuvo muchas veces que trabajar hasta tarde en la noche en su casa programando el cine o haciendo cambios de última hora. De igual modo, Mario Naito, el hombre que no sabe decir «no».
Recuerdo con agrado el ciclo y las actividades que se organizaron por los cincuenta años del ICAIC. Durante tres meses proyectamos en el Chaplin y la Charlot cuanta película del ICAIC estaba en condiciones técnicas de ser proyectada. Obras que hacía tiempo no estaban en los cines, o que nunca habían estado, sin importar la causas, fueron proyectadas. Las obras de Nicolás Guillén Landrían y Sara Gómez volvieron a surgir. Pero no fue solamente el cine del ICAIC. Más que los cincuenta años del ICAIC celebramos el nacimiento del nuevo cine cubano y proyectamos muchas obras creadas fuera de esta institución, incluyendo algunas producidas por los cineclubes y otras del cine anterior a la Revolución.
Recuerdo también los aniversarios cuarenta de Memorias del subdesarrollo, Lucía y La primera carga al machete, celebrados con interesantes conversatorios con intelectuales y los participantes en esos filmes, o la gran exposición, encuentros y proyección de un pequeño documental realizado por mí sobre Saúl Yelín, en el aniversario del Grupo de Experimentación Sonora con muchos de sus integrantes.
Hacíamos una exposición mensual de temas relativos al cine cubano. Recuerdo las realizadas con los fondos del Museo del Cine, muy disfrutadas por los asistentes, o el ciclo dedicado a los fotógrafos de foto fija en los rodajes (stillman), que reveló el carácter artístico de esta actividad, hecha por verdaderos artistas.
En fin, fueron muchas las actividades y son muchos los recuerdos, pero sobre todo el recuerdo de Héctor García Mesa, amigo, compañero, guía en muchos aspectos del cine, a quien dedicamos la primera actividad que hicimos, con una exposición, la proyección de sus filmes preferidos y la publicación de folletos con sus artículos. Fue la señal de que el camino a seguir era el de Héctor, y recuperar su Cinemateca, que fue aliento cultural y formador que todos los de mi generación disfrutamos, y que con el paso de los años se había perdido.
Con la entrega del premio se suma usted al listado de directores que han merecido el más alto reconocimiento que se concede en Cuba a un creador del ámbito cinematográfico. ¿Cómo lo asume? ¿Cuáles han sido sus estados anímicos después de recibir la noticia?
Al día siguiente de haberme sido comunicada la noticia del premio me desperté y me sentí igual que el día anterior. Nada cambió, solo que un reconocimiento de esta naturaleza te obliga a más y mejores cosas, pero sigo siendo igual, hablando el mismo idioma y de las mismas cosas: un hombre que ha dedicado su vida al cine, a un cine de pensamiento que no rehúye las complejidades de la vida; un cine que, además de contar una historia, sugiera otra y otras y que sea muy cubano, que hable de tú a tú con nuestros espectadores, que mueva su pensamiento y los ayude a ser mejores. Me agrada, porque —como he dicho otras veces— fue un jurado compuesto de veteranos del cine, gentes con las que he hecho trinchera y que me conocen bien, y por lo tanto podrían decir: «Este no, es un descarado que conocemos bien».
Lejos de esto, me otorgaron ese premio por unanimidad, y eso me halaga, porque me está diciendo que algo se ha hecho en este espinoso camino del cine y en el de las relaciones con mis compañeros. Algunos ganadores han sentido al recibir el premio que todo se acaba, porque es un premio por la obra de toda la vida. Como si fuera la edición de las obras completas. Si algo quiero mantener para combatir la vejez es la capacidad de renovarme, de evolucionar con los tiempos. Y en ese sentido, no me siento viejo, y siento que este premio tal vez cierra una etapa y abre otra en la que lleno de optimismo caminamos hacia el futuro y seguiremos haciendo cine, como dije una vez: hasta que la biología me venza.
¿Cuál cree usted que sea la trascendencia de su obra en el panorama cinematográfico nacional?
Creo que ninguno de los artistas cuya obra ha trascendido en el tiempo se haya propuesto el futuro en estos términos. Ni siquiera un autor tan travieso y con el ego subido de punto como Aleksandr Pushkin. La obra trasciende por sí misma, independiente de la voluntad de su autor. Yo solo me planteo incidir en mi tiempo, pensar y hacer pensar. El futuro determinará la trascendencia o no.
Me planteo esta incidencia en términos martianos —verso, o nos condenan juntos o nos salvamos los dos—. Muchas obras, sobre todo cinematográficas, muy valoradas en su momento, no han resistido la prueba del tiempo, y al revés. En esto, a pesar de mi pensamiento laico, solo puedo decir como mi madre: ¡Dios dirá!
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