Posiblemente la avenida habanera a la que más le han cantado los poetas sea el Malecón; cinta de comunicación de la ciudad que une hoy tres municipios y recibe a una gran cantidad de calles que “mueren” o “nacen” frente a su muro, donde se combinan mar, luz y besos, uno de los sitios que atesora más historias de amor y desamor, fundaciones y despedidas, alivios dolorosos y festejos de alegría, secretos cómplices y declaraciones sorprendentes… Desde los primeros años republicanos se escuchaba música en la glorieta de La Punta, lo mismo valses que pasodobles, y se exhibían los coches, y después los fotingos, por su primer tramo construido, sucesos recordados por Agustín Acosta y Federico de Ibarzábal en sendos poemas. Acosta en Ala (1915) incluye las cuartetas “En el Malecón”, que comienzan: “Tarde de retreta. Tiene el Malecón / una bulliciosa dulzura discreta. / La música encanta nuestro corazón / con un emotivo valse de opereta. […] Rápido desfile. Los coches se alejan / como en un torneo de altiva elegancia, / y al pasar veloces con el aire dejan / un acreditado perfume de Francia”. Ibarzábal lo describe igual y diferente en el soneto “Noche habanera”, de Una ciudad del trópico (1919): “La Banda Militar, en la Glorieta, / preludia un paso-doble; los carruajes / ostentan damas de vistosos trajes / que prestigian la noche de retreta. […] Del Malecón en el pretil, inmóvil / mira el pueblo cruzar el automóvil, / heraldo del mecánico progreso”.
Entre los diversos poemas dedicados al Malecón hay uno de Oscar Hurtado, tan extenso que se publicó como libro en 1965: Paseo del Malecón; en él aparece, en un extraño fragmento, la figura mítica del vampiro: “El día que decrece suavemente / va de nubes henchido y de colores. / Collar del Malecón, sus verdes luces / se encienden cuando el sol desaparece / en misión de acoger a los vampiros / que dan por terminada la alta siesta. / Ese niño que pasa cabalgando / sobre el cuerpo dorado de un delfín / soy yo mismo en las aguas de mi mente […]”. Otros creadores identificaron al Malecón con el aire marino del paraíso, reforzándolo como símbolo por excelencia de la ciudad; “Habanera” de Jesús Orta Ruiz, El Indio Naborí, lo demuestra en sus tercerillas: “La Habana es una ventana / al mar. Canta en mis pulmones / el aire azul de La Habana. // Lejos de ella, suelo estar / falto de aire preciso: / necesito el mar, mi mar, // mi mar con su Malecón, / el azul con el recuerdo, / la espuma con la ilusión. // No me lleven al Edén, / que si no estoy en La Habana / no sé, no respiro bien”. Uno de los más bellos textos escritos al Malecón es “Acuarela. Malecón de La Habana”, del origenista Ángel Gaztelu; se trata de una pieza en forma de cuartetos que describe el tránsito del día a la noche, pero de manera muy diferente a Hurtado: “Incandesciendo el crepúsculo / sobre el Malecón remonta / la luna —bruñida de oro— / como fúlgida toronja. // A su hechizo la marina / vislumbra, como una joya, / rielando de iris los labios / de las trémulas ondas. // En el recodo del muro / —propicio al ambiente y hora— / apasionadas parejas / funden suspiros y bocas. // Quiébrase en rizos la espuma / en los filos de la costa, / desbordándose en cestillos / de cristalinas corolas. // Y apagando los colores / de la tarde, limpia y sola, / la luna bruñida en plata / tiembla, como una magnolia”.
Otra avenida habanera privilegiada ha sido la calzada de Jesús del Monte, que se iniciaba en la Esquina de Tejas —encuentro final de las de Infanta, Monte y el Cerro— y llegaba hasta los ramales que se dirigían a Managua y Bejucal, un antiguo “camino del tabaco” por donde se transportaba desde las vegas hacia los muelles el bien pagado producto. Hoy conocida como Calzada de Diez de Octubre, da nombre al municipio más poblado de Cuba; con un antojadizo y serpenteante trazado de curvas, subidas y bajadas, ecléctica arquitectura de portales y columnas omnipresentes, fue vía cotidiana de la infancia de Eliseo Diego, quien compuso el poema, hasta hoy insuperado, que la enaltece. “En la Calzada de Jesús del Monte” se introduce con ‘El primer discurso’: “En la Calzada más bien enorme de Jesús del Monte / donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo / cansa mi principal costumbre de recordar un nombre, / y ya voy figurándome que soy algún portón insomne / que fijamente mira el ruido suave de las sombras / alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma”. Eliseo recuerda y describe cada detalle; basten estos dos fragmentos de ‘Las columnas’ o de ‘Los portales’, respectivamente, para continuar perpetuando la avenida en dos momentos del día: “En procesión muy lenta figuran las columnas el reposo / cuando cernidas sus semejanzas hallo / la permanencia real de la mañana / […]” y “Entre la tarde caldeados, desiertos fijamente, a solas / esparcían su ociosa figuración de la penumbra / los portales profundos, que nunca fueron el umbral venturoso de la siesta, / […]”.
Las esquinas de las calles habaneras han sido igualmente motivo de inspiración de varios poetas. Con técnicas descriptivas muy cinematográficas, “12 y 23”, del también artista de la plástica Fayad Jamis, quizás sea el poema más extenso dedicado a una esquina de la ciudad; algunos de los fragmentos elegidos resaltan lo circunstancial que desea enfatizar el autor: “En la mañana, al mediodía o en la tarde, si estás cerca de 12 y 23, / en El Vedado (o si avanzas por la Avenida 26 por Zapata) / puede sorprenderte un cortejo que se desliza silencioso hacia las puertas / del cementerio de Colón. […] Estamos en 12 y 23, donde las calles con hachas y espejos. […] En 12 y 23, en El Vedado, te golpea el tufo de las comidas que los dioses / ignoran, las excavadoras rompen un pedazo de calle y una tierra roja / se abre como una herida. La multitud avanza presurosa, hay mirones / clavados en las aceras. Te detienes a contemplar esos carteles / hermosos como dragones antillanos devorando helados de fresa. / En 12 y 23, un olor a pan te recuerda el sabor de los senos / de aquella mujer que una noche te dijo mi alma, mi vida […]”. Y con ese mismo estilo conversacional, Domingo Alfonso, en “Aceras de Neptuno, aceras de San Rafael”, propone la coincidencia del encuentro de dos calles con la concurrencia de dos destinos: “Ellos dos caminan bajo la noche de la ciudad. / Aceras de Neptuno, aceras de San Rafael, / la calle incendiándose de rojo, en azul, en amarillo, / los dos hablan de la felicidad, / […]”.
La imagen poética puede concentrarse en los nombres de algunas vías habaneras; Francisco de Oraá en “El nombre de las calles”, descubre esa posibilidad en estrecha fusión con su personalidad artística y biografía: “Calle del Empedrado —así de vidas el tiempo. / Neptuno, ciego, que no ve el mar. / Calle de los Oficios (el hombre en sus oficios). / Obrapía (¿qué obró el amor en tiempos de odio?) / Y la calle de las Ánimas —¿tus ánimas?—. / Amargura: basta tu ronco nombre. / Egido sin palomas, la blancura entre todos. / Y calle de la Espada, tácita herida. / No está la calle del espejo. / Del Hospital: miseria bajo flores. / Infanta (qué remota inocencia de tus aguas salobres. / Y de la Reina (tú, luna en el mar). / Calle del Monte a qué te empinas. / Y Rayos esperando bajo tu femenino corazón. / Del Indio (muerto ya, ciega nube). / Y del Marqués y del Marqués de las infamias. / De la Muralla donde terminas en el tiempo. / Y de los Mercaderes de idiomas ácidos. / Y de los Ángeles (ya no hay la lucha con el ángel). / Calle de tus oscuros animales / y calle con claridad haces tu vida / y calles aturdidas de amor / y calles sordas y otras ciegas / o de no decir nada. / Y calle boca de tus frutas / y calle cesta de atravesables fuegos / o calle red de abstracción de tus aguas / y calles nombre de tu oliente dulzura / y la calle que nombra mi soledad / pero que callan un albañil y un carpintero / y no terminan en la muerte”.
Una paradigmática calle habanera ha sido evocada por Edel Morales en su primer libro, Viendo pasar los autos pasar hacia Occidente; en “Calle G, 1982”, inocentemente declara que “una noche partíamos almendras en la Calle G”; también de esa céntrica avenida Sigfredo Ariel rememora la esquina de “Zapata y G”, en La luz, bróder, la luz cuando su acompañante expresa: “ […] No resisto / la pamplina / del amor, sonreír a otros dientes / cristalinos, las palabras valientes / y el juego de costumbre. Cuando me visto / ya el cielo de La Habana se ilumina”. Un barrio singular se describe en “China’s Zanja Town”, de Carlos A. Alfonso, incluido en El segundo aire: “por Zanja, bajan los barman / con el aspecto de seudo magistrados”. Algunas veces la memoria poética se fija en la travesía de un ómnibus; Cintio Vitier recuerda en “El acordeoncito” el recorrido de la ruta 14 “por la Calzada grande, áspera y guajira / donde empezaban ya las aventuras / de la adolescencia, y por Infanta / vacía y funeral, hasta la curva / siempre un poco sobrecogedora / de la extraña Benjumeda, resurgiendo / a los faroles blancos de Belascoaín / más rápidos cada vez hasta caer / por la vaga y siniestra Zanja de los chinos, / y desembocar, al fin, sanos y salvos, / en la sencilla feria voluptuosa de Galiano, / preludio ameno, siempre repasado a pie, de la secreta dicha”. En otras ocasiones, la evocación se concentra en una casa de una calle, como “En Neptuno” de Fina García Marruz: “La casa de Neptuno aún me guarda, / a mi difunta edad la ronda leve / guarda mi abrigo, mi cuaderno guarda / y mi oscuro paraguas cundo llueve”.
No hay identidad verdadera sin que emerja, como el surgimiento de un nuevo islote en el mar, la calle de los juegos, del amor y el dolor, de la felicidad compartida y el adiós definitivo.
Deje un comentario