Le arrancaron un ojo. Guardó silencio. Y le extirparon el otro. Mostraron el despojo sangrante a su hermana Haydée. Con el alma desgarrada, ella también guardó silencio. Lo hicieron porque, en la pupila de Abel, anidaba el porvenir.
Bajo la tiranía prevaleció la tortura, expresión máxima de la represión institucionalizada para instaurar el terrorismo de Estado. Años más tarde se implementaría en el resto de América Latina, donde se estructuró a través del siniestro Plan Cóndor, al servicio del neoliberalismo, nueva forma de dominio colonial. Más adelante, la alta tecnología complementaría la operación con la manipulación de las conciencias.
Los asaltantes al cuartel Moncada procedían de la entraña del pueblo. Eran portadores de un identitario forjado en la tradición martiana y en un nacionalismo radical que aspiraba a conquistar la soberanía conculcada y erradicar los males de la República.
En Birán, Fidel y Raúl habían conocido las condiciones de existencia de los haitianos, que eran sometidos a la explotación extrema en los grandes latifundios cañeros. El Ejército Rebelde creció en contacto directo con los campesinos de la Sierra Maestra, acosados por la Guardia rural e impotentes ante la enfermedad y la muerte de sus hijos.
Las consecuencias del subdesarrollo y la insostenible deformación estructural de la sociedad se mostraban en su más dramática crudeza. En la práctica concreta de un vivir compartido, el programa social de la Revolución iba tomando forma. Para saldar las deudas acumuladas, la Reforma Agraria habría de ser punto de partida. Conduciría, de manera inevitable, como ocurrió antes en Guatemala, a una confrontación con el imperialismo.
Colonialismo y subdesarrollo repercutían en una economía deformada. Se manifestaban también en el plano de las mentalidades, problema que revestía primordial importancia teniendo en cuenta la interrelación entre factores subjetivos y objetivos. Los hacedores del cambio, hijos del ayer, tenían que librarse del lastre de prejuicios y de muchas certidumbres heredadas. Correspondía a la educación desempeñar un irrenunciable papel estratégico.
En un año se llevó a cabo la Campaña de Alfabetización, logro sin precedentes, posible tan solo con la participación de las masas. Víctimas del terrorismo contrarrevolucionario, cayeron Conrado Benítez y Manuel Ascunce Domenech. Pero se había dado un paso decisivo en la conquista de la justicia y en el rescate de la dignidad humana. Mientras tanto, en tan crítico panorama de la instrucción pública, se establecían las bases para un ambicioso proyecto de desarrollo científico con la vista fija en el mediano y largo plazos. La enseñanza superior se transformaba.
No era una simple Reforma Universitaria, sino una verdadera Revolución. La articulación entre docencia e investigación traspasaba los límites del laboratorio. Se volcaba hacia el conocimiento de la sociedad, donde mucho habría de tardar el subdesarrollo en desarraigarse del todo.
La implementación de los denominados «trabajos sociales» en zonas apartadas a lo largo de toda la Isla favoreció el aprendizaje de rudimentarias herramientas sociológicas y antropológicas, enseñó a mirar en lo profundo del país, a reformular el concepto de cultura y a percibir el legado del subdesarrollo, las raíces de valores que perdurarían a pesar del tiempo en un tejido real cargado de contradicciones.
Para los participantes en aquellas aventuras constituyó una experiencia humana estremecedora, un desafío intelectual que socavaba falsas seguridades y un componente decisivo del proceso de formación integral. Los residuos del ayer sobrevivían en una década caracterizada también por una movilidad social sin precedentes en la historia de Cuba. Los hijos de los desheredados de antaño se habían hecho cargo de la construcción del mañana.
El derrumbe del campo socialista tuvo efectos bien conocidos en el plano de la economía y en el de la conciencia. La caída brutal del Producto Interno Bruto repercutió en la existencia de todos, laceró proyectos de vida, sueños y aspiraciones forjados durante años. Muchos abandonaron los estudios en busca de formas de supervivencia más promisorias, bajo el apremio de las circunstancias de un presente concreto. Se ampliaron las diferencias sociales, resurgieron antivalores que parecían haber sido superados. Aunque sobrevivieran en la memoria profunda del tejido social, afloraron nuevas manifestaciones de racismo.
Ante circunstancias tan complejas, amenazada la supervivencia de la nación, había que volver a las fuentes originarias. Era indispensable encontrar fórmulas económicas adecuadas, sin perder la perspectiva de la estrecha interdependencia entre economía, sociedad y política. La solución no habría de confiarse tan solo a la aplicación de mecanismos más eficaces, indispensables, sin duda. Había que actuar simultáneamente en los asuntos más acuciantes de la realidad y en sus transformadores, partícipes fundamentales del proceso. Surgida del examen de los fenómenos más graves manifiestos en el panorama social, la Batalla de ideas rescató a muchos y subrayó la importancia del trabajo social, del llamado permanente a analizar en profundidad el contexto mutante del mundo en que vivimos, de mantener viva la capacidad de redescubrir e innovar, de eludir las salidas simplistas y las soluciones dogmáticas. Así, para sorpresa de expertos, como reactivo poderoso frente a la resignación y el fatalismo, surgió el Moncada.
Porque había sabido ver el alma de la nación, porque había confiado en ella, extirparon los ojos de Abel. Pero el sacrificio no fue inútil. Constituyó siembra y eslabón definitorio de las vías abiertas a la defensa de la soberanía y de la justicia social que alumbró la continuidad de una batalla anticolonial, todavía inconclusa para Cuba y para los países del entonces llamado tercer mundo.
Deje un comentario