La insoportable falsa modestia


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“La falsa modestia viene a ser la vanidad disfrazada, la arrogancia velada, superioridad aldeana con ínfulas monárquicas”. Fotos: Internet

A los modestos de verdad, deberían entregarles diplomas. Aunque, si son reconocidos como modestos ejemplares y les otorgan condecoraciones en público, pueden ocurrir dos cosas, ninguna de las cuales es recomendable: el modesto sufriría mucho al ver quebrado su afán de anonimato, o se volvería vanidoso. Si obtiene un premio por su modestia, se corre el riesgo de que cambie de bando, y engruese el otro, el de los arrogantes, o sencillamente caiga fulminado. En ningún caso se sugiere identificar la modestia, so pena de hacerla desaparecer. Es mejor que ellos, los modestos, los reales, admirables, continúen su ruta como siempre: silenciosos, en puntillas, medio ocultos en fotografías, en su zona de confort.

En cambio, la falsa modestia viene a ser la vanidad disfrazada, la arrogancia velada, superioridad aldeana con ínfulas monárquicas. Son turbios los falsos modestos, a medio camino entre la  pequeña bufonada y el ridículo absoluto. No es fácil identificarlos a priori, porque, claro está, el traje, el gorro, los guantes y las botas que usan, simulan modestia genuina. Y creemos que no les gusta que los mencionemos, ni destaquemos lo que hacen, ni los aplaudamos en público. Eso creemos. Para celebrar precisamente que no armen alharacas con las cosas que hacen, les organizamos celebraciones, y entonces… se desencadenan.

Nos dejan pasmados cuando empiezan con el discurso de “no merezco… no soy digno… me sorprenden… no me lo esperaba…” para continuar en la puntualización de algo que consideran erróneo en el elogio que se les ha hecho. Dicen, sin ruborizarse, que “en realidad, no gané tal Premio en X año como se ha dicho en este acto, sino dos más tarde, por tercera vez consecutiva, y no solo esa ocasión. Tampoco es exacto decir que la noticia pasó inadvertida, ya que fue en presencia del rey de Luxemburgo, y fui elegido entre más de mil candidatos.”

Nosotros, que integramos el auditorio, no damos crédito. ¿Era o no era modesto este señor?, nos preguntamos unos a otros. Ya es tarde. Hay que aguantarse el autobombo del falso modesto, que amenaza con ser infinito. Es cuando acude a nuestra mente la famosa sentencia “Nuestras virtudes son, a menudo, hijas bastardas de nuestros vicios”, atribuida al dramaturgo alemán Friedrich Hebbel, entre otras razones porque, después de todo, el fulano que ahora, satisfecho, bate palmas frente a nuestra nariz, no es tan bueno nada. Su obra es eficaz, sin duda, pero no magnífica. Conoce su trabajo, domina la técnica, ciertamente; pero espléndido, lo que se dice extraordinario, no es. Fue su discreción, su modosa forma de comportarse, la simpatía que despierta, lo que logró de cierto modo el ágape que se le preparó.

Me cuenta mi amigo Arturo, a quien comenté el tema de esta estampa, que en una ocasión, al cineasta X —hasta entonces considerado como modesto— se le ubicó en el quinto lugar del listado que un crítico anunció como “Los mejores directores del siglo pasado”. Obviamente, ocupar dicho puesto es algo más que satisfactorio, sobre todo para quien ejerce la modestia con el mismo rigor de un esgrimista que practica a diario. Todos los cineastas estuvieron conformes con la opinión del crítico, incluso los que fueron situados al final, en los puestos nueve y diez. Todos, salvo el seudomodesto. O sea, el quinto, quien procedió a llamar por teléfono al crítico de marras, para protestar (confiado en que nunca se sabría su reclamo), ya que (sic, según Arturo), su obra y su nombre merecerían un segundo, o si acaso un tercer escaño en la selección de “Los mejores…”.

La anécdota se regó por todo el gremio, a través de pasillos, de chismes y de conversaciones a media voz. “Ubícalo en el octavo lugar, para que no fastidie tanto,” dijeron al experto en cine. Es cuando recordamos el lema de La Bodeguita del Medio: “Cargue con su pesado”, porque en Cuba, ya se sabe, ser pesado es imperdonable. Y los falsos modestos son pesadísimos, qué duda cabe.

Por último, regreso a Hebbel: “No soy un águila, dice el avestruz, y todo el mundo admira su modestia”, a propósito del pintor, también en apariencia poco dado a las medallas, a quien se le dedicó un programa de reconocimientos cuando cumplió 70 años. Su rechazo a las cámaras de televisión lo había hecho famoso, así como su pertinaz negativa a dejarse entrevistar. “Es que es muy sencillo, muy agradable, muy buena persona”, justificaba su representante. “Es modestísimo”, concluía. Llegó el día que daba inicio a la jornada por el onomástico del pintor, y, ante el pasmo de algunos, pronunció ante cámaras y micrófonos, ante reporteros nacionales y extranjeros, frente a admiradores y detractores, la frase que lo perseguiría el resto de su vida. “Quiero empezar por decir que cuando tomo un pincel en mis manos, no soy Picasso. Tampoco Portocarrero lo fue. Ni Amelia ni Lam eran Picasso. Fidelio Ponce no era Picasso. Quería aclararlo de una vez por todas, aunque sé que voy a provocar cierta inquietud. No soy Picasso”. Lo más curioso es que hubo algunos aplausos, discretos murmullos de aprobación. Increíble. “Ay, ¡qué mal gusto!”, dijeron los más, entre sonoras carcajadas. “¿De verdad este mequetrefe tiene que explicar que no es Picasso?”, se escuchó decir. La mitad de los presentes se retiró del salón, como es natural.

Es preferible la vanidad a secas. Son más auténticos esos que proclaman, por ejemplo: “Soy el poeta más reconocido a nivel mundial. Solo me supera Rilke”, o  “Voy a decir algo importantísimo, presten atención”, o “¿Cómo es posible que no me hayan mencionado hoy?”. Ridículos, patéticos, risibles, pero sin máscaras. Lo insoportable es la fantochada, el disimulo, el mírame y no me toques, eso que en Cuba llamamos “buchipluma namá”.

 


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