La imagen del hombre


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María Elena Molinet. Foto: ACN.

Carecemos todavía de un relato integrador de la riqueza y densidad del clima creador en el ámbito de la cultura que caracterizó los años que siguieron al triunfo de la Revolución. Se ha rescatado de manera fragmentaria el papel de las instituciones que surgieron entonces, algunos episodios que marcaron hitos en la formulación de políticas, el decursar de algunas manifestaciones artísticas. Falta por indagar acerca de la interdependencia de los fenómenos, las corrientes de pensamiento que recorrieron todos los ámbitos, las modalidades del intercambio entre tradición y ruptura, así como sobre los proyectos que tendieron puentes entre vida y cultura a través de la noción abarcadora del diseño como elemento cualificador del entorno urbano y de la existencia cotidiana. Algunos estudios reconocen el auge de una gráfica que tuvo en el cartel y las vallas propagandísticas su mejor expresión. Pero las ideas que se fraguaron en este terreno iban mucho más allá. Si no abordamos en forma transversal e interconectada los fenómenos que configuraron un tiempo determinado, se nos escapa la valoración cualitativa de una época con los tropiezos del momento, sus realizaciones y lo que hubo en ellos de siembra de futuro.

La conciencia de ese vacío me asalta al recordar que el 30 de septiembre arribamos al centenario del nacimiento de María Elena Molinet. Para muchos, su nombre no figura entre los protagonistas de esos años. Su mano estuvo presente en la creación de obras fundamentales de aquella época en el cine y el teatro, expresiones creativas que demandan la labor colectiva de un equipo de trabajo. Así ocurrió, por citar apenas dos ejemplos ilustrativos con Lucía, de Humberto Solás, y con el estreno de María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa, con música de Leo Brouwer y dirección de Roberto Blanco. Diseñadora de vestuario, se hacía cargo de un elemento decisivo de la visualidad de un espectáculo que subrayaba, a través de la fuerza creciente de la imagen, las intenciones del mensaje de la obra, percibidas por el espectador por vía consciente y, con frecuencia, inconsciente. La ropa no podía escogerse de manera azarosa, ni tampoco según un criterio que propiciara la búsqueda fácil de la bonitura. Ningún detalle podía estar sujeto a la improvisación. Requería un serio empeño de investigación. De ahí que en la práctica artística de María Elena Molinet existiera la constante elaboración de un trabajo conceptual que, por sus alcances, sobrepasó el mundo del arte e impulsó el desarrollo de un pensamiento que abordaba, atendiendo a razones históricas, sociales y sicológicas, la relación del ser humano con su imagen y, por ende, con sus costumbres, con su representación en la sociedad y con la adopción de las modas dominantes en cada momento.

De estirpe mambisa, María Elena Molinet se sentía comprometida con ese legado. Su abuela materna le había narrado sus vivencias en la quema de Bayamo y en los campamentos de los insurrectos, donde tuvo que refugiarse con sus dos hijos pequeños. Su padre obtuvo el grado de general durante la guerra de independencia. Involucrada en la resistencia cívica del M-26-7, tuvo que exiliarse en Venezuela. Allí, su trabajo la condujo a conocer la cultura popular y el ambiente de las comunidades indígenas. Fue un aprendizaje que contribuyó a definir su perspectiva ante el arte y la vida.

De regreso a Cuba después del triunfo de la Revolución, se integró al equipo del Teatro Nacional, espacio renovador que acogió la danza moderna, así como el rescate y la legitimación de la tradición popular, germen de lo que habría de convertirse en el Conjunto Folklórico Nacional. Para trasladar las fuentes rituales a la escena, había que llevar a cabo una profunda investigación, a partir de informantes portadores de esa cosmovisión, muchos de los cuales integraron los primeros elencos y devinieron figuras renombradas en el mundo del arte. Sin vulnerar la esencia del legado, la construcción de un relato danzario destinado a un público diverso exigía la dirección de un coreógrafo y el diseño de un vestuario respetuoso de los elementos simbólicos y efectivo en cuanto a la amplitud de la comunicación. Los intérpretes emergieron de lo más profundo de la sociedad. Para María Elena, la experiencia reafirmó la convicción de sustentar su tarea creadora en una rigurosa investigación. Concebir un vestuario implicaba recorrer la documentación gráfica y escrita existente, definir el grupo social de donde procedían los personajes, indagar acerca de sus rasgos de personalidad, todo ello en consonancia con los propósitos del director de la puesta en escena. Así participó en la realización de filmes significativos en el panorama de nuestro cine, junto a Humberto Solás, Manuel Octavio Gómez y José Massip, muchos de ellos centrados en nuestro devenir histórico. Fundadora de nuestras escuelas de arte, lo fue también de la enseñanza del diseño en Cuba. Formó a generaciones de especialistas que se iniciaban en una temática en pleno desarrollo entre nosotros. Cuando la edad la sustrajo de la participación activa en la enseñanza, siguió ofreciendo con extrema generosidad su saber a todos aquellos que acudían a su casa para solicitar orientación, consejo y ayuda y puso sin reparo a la disposición de los más jóvenes la extensa información acumulada a lo largo de su vida.

En algunos de sus ensayos evocaba a Alejo Carpentier, quien había señalado que desde su nacimiento, hasta el último descanso en el ataúd, el ser humano se cubre con una segunda piel. Quizá empezó a hacerlo para protegerse de las inclemencias del clima, pero al cabo, la asunción de un vestuario devino vía de afirmación identitaria y respondió a la necesidad de reconocerse como parte de un grupo social o etario. De esa demanda de la subjetividad se valió la mercantilización de la moda, en la medida en que la Revolución industrial multiplicó la fabricación de tejidos, antes escasos y de producción artesanal. De los centros emisores del buen vestir emanaban los modelos que se ajustaban luego a otros contextos. No llegó María Elena Molinet a conocer el auge invasivo de la globalización neoliberal, cuando el componente sicológico del sentido de pertenencia ha sido manipulado mediante la construcción de íconos que sumergen el buen vestir bajo el culto de las marcas en virtud del empleo de una sofisticada mercadotecnia. A pesar de ello, sus reflexiones de ayer mantienen plena vigencia como herramientas para entender nuestras realidades y los gustos que modelan la conducta de los más jóvenes.


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