El tema rebasa el número de páginas establecido para este comentario. Confieso, como una asidua lectora de la obra de ambos, que esta relectura me incita a la preparación de un trabajo mucho más amplio y fundamentado, propósito que expreso con el marcado interés de realizarlo sin posposición.
Debo aclarar, sin alardes de falsa modestia, que no soy crítica literaria sino una apasionada lectora de la literatura, cuestión infrecuente en los historiadores, a cuyo gremio me honro en pertenecer, por lo que mis opiniones están lejos de ser estrictamente profesionales. Creo que soy una fiel admiradora de la obra de Luis y Olga, a quienes respeto y quiero entrañablemente, cuestión que puede parcializar, si algunos quieren verlo así, mis análisis sobre los aportes de ambos al conocimiento de la historia cultural cubana.
Resulta importante subrayar esto último. La valoración, tanto esta como la que pueda hacerse posteriormente por cualquier especialista, debe realizarse sobre la base de los cánones de dicha disciplina. La que, a su vez, no siempre es adecuadamente comprendida por los historiadores ni por algunos especialistas en literatura.
Expresado lo anterior, debo señalar que los ensayos, más bien monografías, que comentaré son El pensamiento cultural martiano. Antecedentes, contextos y evolución, y La Avellaneda: novela histórica y contextualización, ambos libros publicados por la Editorial Ácana.
En la mayoría de los textos de Luis y Olga, incluyendo los mencionados, hay presencia de la historia de Cuba decimonónica, política y social; la historia cultural y el género biográfico, la filosofía de la historia, el conocimiento filosófico, la historia de la filosofía y de las ideas, la lingüística y la antropología, y lo que acertadamente Luis denomina “el arte de investigar el arte”, o más bien, la ciencia del arte.
Dichas esferas del saber pueden expresarse con nitidez porque hay dominio de las ciencias sociales en su conjunto. Esto es importante. Todavía, a la altura de este tiempo, no apreciamos el fenómeno en su totalidad, aunque abogamos por ello. La causa está en la formación docente especializada sin vínculos con el resto de las disciplinas, motivando la existencia de visiones parciales, reduccionistas y, lo más lamentable, el prejuicio académico. Luis y Olga brindan lecciones sobre cómo integrar los saberes y, sobre todo, los caminos que deben adoptarse para desarrollar las líneas de convergencia sobre la base de la develación de la autoctonía de los fenómenos estudiados.
Resulta interesante agregar a lo anterior el tan debatido tema de la contextualización. Como se conoce, ella está presente —ya sea en los estudios propiamente históricos o en los de otras esferas— como apoyatura o basamento expositivo y, en el mejor de los casos, en su carácter de diálogo con la época. Lo cierto es que la estructura que contextualiza cualquier objeto de estudio no está determinada solamente por los acontecimientos y los protagonistas que recrean el tiempo histórico, sino también por los procesos internos y externos que les son inherentes. La caracterización de un momento histórico se define, además, por lo que críticamente se expone a través del o los sujetos estudiados. La imbricación de estos con las llamadas realidades sustenta la existencia en sí del objeto investigado. En el caso que nos ocupa, los autores, como fieles intérpretes de la concepción martiana y marxista de la historia, nos hablan del universo total y no de fragmentos aislados. Esta regularidad está presente en ambos textos.
Sobre la cultura como problema teórico conceptual, resulta loable destacar que Luis y Olga no revelan un glosario de ideas sobre la cultura, sino una concepción articulada entre el pensamiento social y el cultural, visto este como sociedad en sí misma requerida de continuas y profundas transformaciones. Asumen los autores la cultura en su justa y universal dimensión creadora, donde el hombre es su eje central.
Hay varios hilos conductores en las exposiciones sobre José Martí y la novela histórica de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Uno de ellos es la identidad apreciada en el fascinante mundo de las tradiciones, hábitos, creación artística y literaria. Resultan deslumbrantes las valoraciones de Luis y Olga sobre el pensamiento cultural martiano y de Gertrudis Gómez de Avellaneda, nuestra Tula, en torno a nuestros pueblos originarios.
Hay, en el ámbito publicitario, una idea o concepto muy manido y no siempre justo y adecuado: es el de la colonización y la descolonización. ¿Cómo llamar la atención sobre el colonialismo cultural desconociendo las agudas valoraciones de José Martí y de los pensadores precedentes, incluyendo a la Tula, sobre nuestras tierras latinoamericanas y sus pueblos ancestrales? ¿Cuánto se ha discutido si existíamos como culturas sin la injusta apropiación de nuestros universos por los colonizadores europeos? ¿Somos o no un apéndice ultramarino o una mala copia de ellos? Hay que reconocer que el gran maestro de estas ideas fue José Martí. Y en la obra de la Avellaneda hay una indiscutible identificación con nuestra autoctonía latinoamericana, sin descartar la presencia del universo europeo en la conformación de nuestras raíces.
Los autores, al valorar las diferentes etapas del pensamiento cultural martiano y de la novelística de Tula, asumen el principio temático dentro de la sucesión cronológica, facilitando la comprensión de las posiciones ideológicas con respecto a los problemas neurálgicos de la época. Hay dominio de los análisis dialécticos de la historia sin encasillamientos ni ideas preconcebidas.
Con respecto a José Martí, los autores se detienen en el vínculo entre cultura y educación. Lo importante es resaltar que la educación es cultura en la misma medida que conforma la emancipación humana en su sentido integral. La manida frase de “ser cultos para ser libres” encierra el sentido martiano de la emancipación espiritual. Luis y Olga se detienen exhaustivamente en ese particular, adhiriéndose a la idea inicial de que la educación se basa en la realidad concreta de la sociedad, de la escuela y del alumno en una época histórica determinada. La cultura es escuela en la medida en que sea presente y futuro. Los clamores de un tiempo son definidos en la educación como cultura del tiempo de un país.
Al valorar Olga y Luis la visión cultural de José Martí sobre Estados Unidos nos alerta de cuán lejos estamos de comprender el alcance de su pensamiento cuando solamente analizamos las políticas injerencistas hacia Cuba enmarcadas en el eterno diferendo, dejando atrás, muy atrás, la historicidad de la sociedad norteamericana y sus componentes culturales.
Un elemento tenido en cuenta por los autores es el relativo al Martí polemista. No creo necesario repetir lo que historiográficamente se ha expresado sobre este asunto, pero sí indicar que el método martiano incluía la emisión de las ideas de sus contrarios. No fue un comentarista, sino un crítico culto y veraz.
La cultura como identidad está —en el análisis martiano y en el de Luis y Olga— estrechamente vinculada a la prosperidad y al desarrollo. La miseria y la indigencia material y espiritual no pueden vincularse con la grandeza cultural.
La concepción martiana sobre la integración latinoamericana es defendida por los autores sobre la base del conocimiento mutuo entre nuestros pueblos y no solo a través de las políticas institucionales o como parte de la estrategia gubernamental.
El ejercicio de la crítica, también adquiere relevancia en las opiniones de los autores al referirse al famoso diferendo sobre si la obra de Gertrudis Gómez de Avellaneda es cubana o española. Ellos, como otros especialistas, ratifican su cubanía.
En sus consideraciones sobre las características del género y en sus observaciones a los detractores de la Tula nos ilustran sobre el romanticismo como corriente de ideas filosóficas y literarias, promoviendo una sólida referencia de conocimientos para los lectores e investigadores.
Interesante resulta la afirmación de que la novela histórica es un texto de ficción que recrea el pasado. Debo añadir que siempre debe ser veraz en tanto la historia no “recrea”, sino sustenta la crítica al pasado.
En los textos históricos, el concepto de Nación tiene una sustentación jurídica incuestionable. Pero los autores recuerdan, con citas valorativas, que también es cultural. Creo que el asunto incita a nuevas reflexiones historiográficas. No se trata solo del concepto, sino de su concreción.
Al valorar la novela de la Tula ellos sugieren algo interesante: la visión anticolonizada de los personajes y de los argumentos, apreciados a través de la rebeldía femenina, de la dignidad de los colonizados y de la crueldad de los colonizadores. Elementos que refuerzan su condición de cubana.
Una vez más retorno al asunto —no puedo evitarlo—, y es que resultan apreciables los elementos utilizados por los autores para desacreditar, por así llamarlo, a los que califican de española a nuestra Tula. Es una crítica a la injusta crítica, es una defensa a los justos valores de quien puso muy alto la historia cultural de la Cuba decimonónica. ¿Qué lenguaje podía utilizar la Avellaneda que no fuese el español? ¿Entonces José Martí no era cubano porque expresaba sus ideas en la lengua castellana? ¿Acaso la crítica mordaz al colonialismo y la defensa al abolicionismo no es característico de lo cubano del siglo xix? ¿Eso era español? Muy interesante lo que ellos señalan sobre las causas de la no inclusión de la excelsa escritora en la RAE: lo cubano en ella y el machismo.
Tanto en el ensayo sobre los pensamientos culturales de José Martí y la novela histórica de la Avellaneda, Luis y Olga nos dan lecciones sobre cómo construir la historia cultural cubana, de la filosofía de la historia, del buen y necesario uso del ejercicio de la crítica, de ética y de mucho amor a Cuba y al Camagüey. Hay que leer la obra de ambos si queremos, desde el conocimiento, fortalecer nuestra identidad.
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