La Habana de la década de 1950 escondía miseria, atraso y una economía dependiente. En la imagen, esquina de Infanta y San Lázaro.
De paso por La Habana, el célebre filósofo Jean Paul Sartre había observado, con la sagacidad penetrante de su mirada, los rasgos de la típica capital de un país subdesarrollado. Bordeando la costa se elevaban los hoteles, los lujosos edificios de apartamentos, los cabarés, las salas de juego. No sabía el pensador francés que, tras el tapete verde, se movía la mano de la mafia, pero comprendió que el despliegue fastuoso escondía un trasfondo de miseria, atraso y una economía dependiente, sujeta a los altibajos del mercado internacional.
En los 50 del pasado siglo el panorama había adquirido colores aún más dramáticos. La noticia del golpe de Estado de Batista en la madrugada del 10 de marzo había corrido rápidamente por la ciudad. El presidente Prío Socarrás descansaba en su finca La Chata. Los estudiantes universitarios acudieron al Palacio a ofrecer su apoyo al Gobierno constitucional. Solicitaban armas para iniciar la resistencia. Algunos mandos militares se mantenían fieles a la Constitución. Indeciso, el mandatario terminó solicitando refugio en la Embajada de México.
Los Gobiernos auténticos habían defraudado las esperanzas del pueblo. La corrupción prosiguió. Los grupos armados se enfrentaban a plena luz del día en arreglos de cuentas pendientes según el estilo de los pistoleros de Chicago. Policarpo Soler y el Colorado se convirtieron en personajes célebres que escapaban a la mano de la justicia. Con todo, en víspera de las elecciones, las mayorías confiaban en las posibilidades de cambio. Por otra parte, la figura de Fulgencio Batista reaparecía rodeada de un halo ominoso, dada la represión ejercida por el sargento devenido coronel desde la caída del Gobierno de Grau-Guiteras en 1934.
Ante el golpe, los partidos políticos demostraron su incapacidad para orientar la lucha en favor de la restauración de la democracia representativa.
Pasado el desconcierto momentáneo se produjeron intentos de reorganización de las fuerzas. El asalto al cuartel Moncada abrió la perspectiva de la insurrección armada dirigida a la toma del poder para instaurar las trasformaciones radicales que la República reclamaba desde hacía mucho tiempo. En el sector estudiantil se mantenía vivo el recuerdo de las acciones revolucionarias de los años 30. En México, Fidel Castro, en nombre del Movimiento 26 de Julio, y José Antonio Echeverría, en nombre del Directorio Revolucionario, acordaron la unidad de propósitos.
La jefatura de los cuerpos represivos estaba concentrada en la capital. Al SIM, el BRAC y el Buró de Investigaciones se añadían las estaciones de policía. Entre ellas, la Novena alcanzaba mayor fama, aunque no era la única. En todos esos antros del crimen se practicaban torturas monstruosas. Las víctimas agonizaban hasta la muerte. Sin embargo, el enfrentamiento a la dictadura fue organizado por el Movimiento 26 de julio, la Resistencia Cívica, el Directorio Revolucionario, el Partido Socialista Popular y el Frente Cívico de Mujeres Martianas.
Las mujeres tuvieron una participación activa en la lucha. Conocieron la cárcel. Fueron violadas y torturadas. La red de delatores completaba una maquinaria concebida para sembrar el terror. No se respetaban los derechos humanos. Tampoco se tuvieron en cuenta las normas del Derecho Internacional. La masacre efectuada en la Embajada de Haití fue ejemplo de transgresión flagrante del derecho de asilo. Los jóvenes resultaban particularmente sospechosos. Pero, con sus acciones, el régimen demostraba que la amenaza de muerte pesaba sobre todos.
Después del asalto a Palacio se produjo el asesinato de los mártires de Humboldt 7. Sus cuerpos fueron tendidos en la funeraria de Zanja. El cortejo, encabezado por Marta Jiménez, la viuda de Fructuoso, en avanzado estado de gestación, habría de pasar frente a la Universidad en su recorrido hacia el cementerio. Al pie de la escalinata la policía disparó contra aquella manifestación de duelo.
Ese día fue asesinado Pelayo Cuervo Navarro. Congresista durante 30 años, hombre conservador, se mantenía dentro de la legalidad del Partido Ortodoxo, que se debatía entre una posición aislacionista y otra que consideraba la posibilidad de establecer alianzas con vistas a una salida ilusoria por vía electoral. Había alcanzado cierto grado de popularidad al promover causas judiciales contra la corrupción de los Gobiernos auténticos.
Secuestrado en su casa, sometido a una golpiza, fue conducido al Laguito del Country Club, lugar donde se efectuaban ejecuciones sumarias. Acribillado a balazos, allí encontraron su cuerpo. Batista retomaba una práctica utilizada antes por Machado, cuando cayeron bajo la metralla, en su bufete de abogados, los hermanos Freyre de Andrade.
La lista de los mártires en La Habana es extensa. Incluye figuras como Mario Fortuny, con trayectoria revolucionaria iniciada en los años 30, y dirigentes obreros como José María Pérez, pero la componen fundamentalmente jóvenes que ofrendaron sus vidas cuando no habían cumplido los 20 años, algunos de extracción proletaria, otros vinculados con el importante activismo desarrollado en la Segunda Enseñanza.
No podemos borrar de la memoria ese rostro oculto tras La Habana suntuosa que mostraba su esplendor a los turistas que permanecían un fin de semana jugando en los garitos de los grandes hoteles. Donde estuvo el macabro Buró de Investigaciones, en la calle 23, un parque ha sustituido la imagen de antaño. Soterrados, subsisten los antiguos calabozos. Tienen que permanecer como testimonio palpable del horror de la violencia represiva y del terror implantado por una tiranía en su intento por cercenar el movimiento en favor de la emancipación verdadera y de la defensa de la soberanía que recorría el país entero.
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